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La guerra no puede tener leyes

Adorno y Horkheimer dicen una frase patética en el prólogo de Dialéctica del Iluminismo: «Lo que nos habíamos propuesto era nada menos que comprender por qué la humanidad, en lugar de entrar en un estado verdaderamente humano, desembocó en un nuevo género de barbarie» (junio de 1947). Sin duda, la barbarie nazi les habrá parecido, en tanto género de barbarie, «nuevo». Pero no lo era. Fue un genocidio más «tecnificado» que el del pueblo armenio (disponían los alemanes de más tecnología, esa aliada de la muerte —y no me refiero a Heidegger al decir esto; ¿o todo lo que Heidegger tocó o rozó es suyo, qué es Herr Heidegger, un terrateniente de las ideas?—), pero ahí, ya en la barbarie turca, asomó el nuevo género de barbarie: el genocidio. O la matanza indiscriminada. La violación de las leyes de la guerra. Violación que existió siempre. Porque la guerra no puede tener leyes. Ya lo dijo Clausewitz: «Cualquier consideración de humanidad los hará más débiles que el enemigo». Ya lo dijo Patton: «Ningún hijo de perra ganó una guerra muriendo por la patria. La ganó logrando que el otro hijo de perra muriera por la suya».

Sin embargo, si Nietzsche se entusiasmara mucho por los guerreros de las alturas en busca de su presa, habría que decirle que no son libres, que son servidores, que sirven a un Estado poderoso, que se creen, incluso, soldados, pero no: son mercenarios al servicio de unos señores que nada tienen de aves de rapiña, que son gordos, que tienen presión arterial alta, que van al médico a cada rato, y hasta tienen uno propio porque cuando se tiene tanto se da el fenómeno —comprensible o no— de temerle a la muerte más que los que tienen menos, mucho menos o nada, que beben mucho alcohol, que fuman puros, que se reúnen en el Pentágono o en Washington o en sus formidables territorios del sur, en sus campos, en sus grandes casonas, llenas de trofeos de animales suntuosos que han sabido matar, no ellos, sino las armas infalibles que portan, con miras telescópicas que ven lo que debieran ver sus ojos, con balas destructivas, diseñadas para el dolor y la muerte. (Son similares a las que se usan en combate. Si no matan al enemigo, lo someterán a duro sufrimiento porque su diseño desgarra las carnes internamente. Este desgarro es extendido y profundo y, en caso de no ser socorrido a tiempo, causará la muerte con dolores de imposible tolerancia).

De modo que si bien estos guerreros son capaces de realizar el sueño nietzscheano del hombre noble, del que se jacta de cierta falta de inteligencia porque se sabe por encima de todos al estar en posesión de sus instintos inconscientes, del que en territorio extraño, donde comienza lo extranjero, se libera de todas las constricciones sociales y se entrega a la inocencia destructiva de la bestia rubia, y comete todo tipo de atrocidades como si se tratara de travesuras estudiantiles, y retoza en medio de su crueldad, entre violaciones y torturas, no están por encima del todopoderoso estado imperial que los dirige en esa misión. Es de una precisión excepcional que Nietzsche exprese que el guerrero imperial desata sus instintos donde comienza lo extranjero. La bestia rubia, en efecto, se desquicia en territorio extranjero y luego no puede o apenas si logra integrarse a la vida de su sociedad cuando regresa de la misión que le han encargado. El guerrero imperialista —no sólo el nietzscheano— está entrenado para guerrear en territorios extraños. Precisamente Nietzsche advierte que a nadie sorprenda que estos hombres, sometidos al Estado —como todos—, cuando viven en su comunidad, y son educados, y corteses, y tienen buenos sentimientos, buenas costumbres, y respetan los reglamentos sociales y se encuentran cómodos al estar maniatados, una vez libres, donde comienza lo extranjero, se conviertan en feroces aves de rapiña. El guerrero imperialista, en lo extranjero, se libera de toda constricción social, se siente libre, sus instintos son liberados y nada lo limita. Es así como le es posible entregarse a las atrocidades, a las torturas, a las vejaciones. Bastarían estas pocas líneas para afirmar que Nietzsche, en tanto teórico del imperialismo, supera a Rudyard Kipling de modo aplastante. ¿Qué es el If del británico al lado de la teoría de la liberación de los instintos en tierra extranjera que maneja Nietzsche adelantándose a Freud? Resumiendo: Nietzsche postula a un hombre gregario sometido al Estado, a este hombre se lo transforma en un guerrero y se lo envía a una tierra lejana, la tierra donde comienza lo extranjero, aquí se le pide que luche por su patria matando a todos los que interfieran en su marcha. No hay constricciones. No hay reglas. No hay Estado. No hay castigo. Todos sus miembros están libres. Lejos de maniatarlo, el Estado le pide que se libre de todas sus maniaturas. Todo su cuerpo requiere estar libre porque todo su cuerpo está al servicio de matar a los Otros. Afuera todo es posible. Nos atreveríamos a afirmar que esa sonrisa satisfecha en la cara de ese marine de alta jerarquía expresaba algo o mucho de esto: «Bravo, lo conseguimos. Volvemos allá, donde todo es posible, donde somos libres. Y treinta mil más vienen con nosotros. Y vamos a tener más poder. Y no habrá otras leyes más que las nuestras. No habrá otro arbitrio sino el nuestro. Nuestra voluntad guerrera no tendrá límites».

Filosofía política del poder mediático
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