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Lateralidad: el sujeto mediático es el sujeto constituyente
Que el sujeto mediático es el sujeto constituyente es la tesis central de este libro. Pero aún no hemos llegado a desarrollar el concepto de sujeto constituyente. Para eso tenemos que salir de Descartes y entrar en Kant. Ahí encontraremos al sujeto constituyente. Pues el sujeto kantiano crea su objeto. El sujeto kantiano se hace cargo de un mundo de la experiencia posible, que es el que el sujeto constituye. Y lo demás lo deja para otras áreas. Pero el mundo del sujeto kantiano es el que ese sujeto constituye y funda. Este formalismo, que ha sido atacado denodadamente por la French Theory, nos servirá para comprender el poder mediático constitutivo del mundo globalizado de hoy más que cualquier otra filosofía. Será nuestra base. Kant, como muchos saben, tiene una sorprendente actualidad. Un mundo de la experiencia posible sostenido por un sujeto trascendental-constituyente. Todos saben que, para nosotros, hoy ese sujeto es el comunicacional. Que es el de Rupert Murdoch, la Fox y la News Corporation. El más poderoso Grupo mediático de este mundo. Acaso todos los otros grupos estén subordinados a él. Acaso cotidianamente el señor Magnetto hable con el señor Murdoch más que con la Embajada norteamericana. Ya detallaremos la vida y la obra del señor Murdoch, acaso el dios que Heidegger esperaba para salvarnos, o salvar al capitalismo. (Aun pese a los problemas que lo aquejaron en los últimos tiempos. De los que saldrá. Él o sus herederos. Pero el imperio-Murdoch es necesario para el sistema global de vigilancia, dominación y constitución de los sujetos, ¿cómo abandonarlo por un desliz intrusivo, por una mirada imprudente que debió contenerse?).
Antes, sin embargo, nos vamos a divertir con una de las teorías conspirativas más fascinantes de la Historia. El hombre no fue a la Luna. El viaje a la Luna no ha tenido lugar. ¿Por qué surgió esa teoría? Nada surge porque sí. No pretendemos que sea cierta. Tampoco que no lo sea. Pero, así como analizaremos la hazaña comunicacional más formidable que un artista haya llevado a cabo, La Guerra de los Mundos, emitida a finales de los años treinta, con la que Orson Welles hasta tal punto creó la realidad desde una simple radio que aterrorizó a todos los Estados Unidos, desarrollaremos, por medio de lo narrativo, la teoría que afirma que el hombre no fue a la Luna, que Estados Unidos montó un show, un espectáculo tan perfecto que engañó al mundo entero. Si así fue, pocas veces el sujeto constituyente, el sujeto del poder, habría logrado constituir con más solidez, con mayor perfección a su objeto, ése al que se le llama realidad. Y sobre el que habrá mucho que decir.
No es la primera vez que recurrimos a la literatura de ficción en un ensayo. Ni será —esperemos— la última. Se sabe: nuestro gran libro (Facundo) está atravesado por pequeños relatos. Acaso todo él lo sea, ya que Sarmiento confesó: inventé anécdotas a designio. Los revisionistas del 30 (los del Instituto Juan Manuel de Rosas, los únicos) le dijeron mentiroso, supremo falsario. También ellos lo eran. Crearon una historia (que era, en su momento, necesaria) como contracara de la oficial. Pero ese Panteón Alternativo dependía del Panteón de la oligarquía, de la visión mitrista. Dependía de él para negarlo. Se acabó el revisionismo. Cualquier visión de nuestra historia no deberá anclarse en la negación simétrica de otra. Esto y sometérsele es lo mismo. Hay que crear un espacio autónomo para una historia nueva. Sin anclajes en la negación de otra. Una historia nueva funda su propia autonomía, su propio anclaje. Parte de sí, de sus propios fundamentos y hasta de sus propios supuestos. Toda historia es una narración. Toda historia —luego de una exhaustiva heurística— elabora una hermenéutica nueva. No pretende que sea la verdad. Sí que es la suya. Y que en la narración se desliza hacia la ficción. El mundo se desliza entre ficciones. Es decir, entre interpretaciones diferenciadas de la «realidad». Esa «realidad» se construye y se formula por medio del lenguaje. No soy de los que dicen que la historia es lenguaje. Hay demasiada sangre como para alivianarla así. Pero las interpretaciones de la realidad se expresan por medio del lenguaje, que, por ser un elemento cosificado, un lenguaje ya-dicho, se introduce como una opacidad en los hechos que he sometido a la tarea hermenéutica (interpretativa). Sin embargo, una adecuada exégesis sabrá distinguir entre las palabras cosificadas (a las que se les ha dado un significado unívoco, se las ha transformado en significantes cósicos) y las que aún pueden significar sin llevar en sí sentidos que las distorsionen. El lenguaje tiene mil usos. Pero el lenguaje —lejos de existir para volverse sobre sí— existe para ir en busca del sentido. Siempre es significado-significante. O reflejo-reflejante. El mundo no es correlativo al lenguaje. El mundo y sus conflictos, siempre renovados, reclaman la expansión del lenguaje, palabras nuevas o un nuevo sentido para las viejas. El lenguaje es, en efecto, una cárcel si no nos arroja sobre el mundo para introducir en él determinaciones, aperturas, creaciones sorprendentes que surgen de una relación que podríamos llamar dialéctica si consideramos el momento dialéctico como ése en que el mundo reclama una palabra nueva, y la palabra que surge es nueva porque expresa e ilumina una situación, un antagonismo que también lo es. Lenguaje y mundo crecen juntos. Un hecho nuevo reclama una palabra nueva. Y toda palabra verdaderamente nueva reclama un hecho que la busque, que la necesite para constituirse, ya que sin ella tendría facticidad pero no realidad.
De aquí esta recurrencia a la ficción. Rechazamos, además, esa burda esquizofrenia entre ficción y no ficción. Es una perfecta torpeza positivista. Esto es esto, aquello es aquello, y entre esto y aquello no hay nada en común. Falso de toda falsedad. Todo elemento surge en la trama histórica en tanto diferencia. Es siempre diferente y esto le impide simplemente ser. Nada es. Todo ente lleva la diferencia en su ser y esa diferencia expresa su incompletud. En toda presencia late una despresencia. Pero —atención aquí— para nosotros la diferencia no es un elemento de un sistema lingüístico: es un conflicto, un antagonismo de una historia tramada por ellos. Que nadie le quite el agon a la Historia para transformarla en el bello paraíso donde las palabras retozan. La despresencia que un elemento marca en una presencia es una herida, un tajo, una contradicción, un conflicto que puede resolverse o no. La historia es también la lucha a muerte entre las diferencias. Si elimino a la que señala mi incompletud, llegaré acaso a la plenitud del en-sí. De eso que es por sí y para sí. Pero seré un elemento muerto del sistema. Quedaré fuera de él. Pues la historia no se construye con elementos cósicos —que son lo que son—, sino con elementos que viven en el mundo de la diferencia. Que es el del conflicto, el antagonismo. Si las cosas nunca son lo que son es porque la diferencia de la trama histórica les impide la plenitud cósica de la presencia. La despresencia muestra un hueco o —digámoslo así— es una nihilización de la presencia. Esta despresencia es la dinámica de la historia. Aquello que me impide ser lo que soy, esa despresencia que hiere mi ambición de ser una entidad total y totalitaria es mi enemiga. Podría verla con otros ojos. Como una diferencia que dibuja mi unidad, ya que —sólo por medio de ella— me completaré. Esto es el Eros. Pero cada vez su aparición es más débil. El mundo pareciera entregado a la pulsión de muerte y estancado ahí, entre guerras y torturas.