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Peter Sloterdijk busca unir a Heidegger y a Marx
Retornamos a Heidegger. Luego de la crítica al sujeto cartesiano y al tecno capitalismo devastador, tiene que proponer una salida a esa horrible situación. Marx está en sus antípodas. En Venir al mundo, venir al lenguaje, Peter Sloterdijk se esmerará —como ya tantos lo han hecho y desde hace mucho tiempo— por unir a Heidegger y a Marx. Se trata de unas conferencias que diera en la J. W. Goethe-Universität de Fráncfort en el semestre de verano de 1988. Hace, en verdad, mucho tiempo. Acababa de aparecer el libro de Hugo Ott sobre el nazismo de Heidegger y el año anterior el de Farías, todavía no asimilado o mal recibido, de modo que Sloterdijk brincaba por los campos del ser como un alegre y pícaro pastor que podía proponerlo todo. ¿Qué nos va a proponer? Unir a Marx y a Heidegger. También vemos que aún no había caído el Muro de Berlín, pues Marx conservaba ese glamour que perderá, aunque nunca del todo, luego del desenlace de la Guerra Fría (la Toma de la Bastilla de nuestro tiempo, según los neoliberales que se limaban las uñas para el botín), cuya horrible prolongación, la era informática, la concentración y el dominio absoluto del sujeto comunicacional, la globalización bélica, el terrorismo, las Torres Gemelas, Irak, la glorificación de la tortura como arma insoslayable de toda tarea de inteligencia, Guantánamo, todos estaban lejos de sospechar. Así las cosas, el joven y ascendente Sloterdijk (nacido en 1947: cuarenta y un años en 1988, ¿qué es eso para un filósofo?: el arenero del Jardín de Infantes) le dice a su auditorio: «Señoras y señores, a continuación iniciaré mi reflexión con el intento, demorado durante no poco tiempo, de aunar las ideas fundamentales de Marx y Heidegger. Creo poder mostrar que, si damos un paso más allá de las incompatibilidades políticas y morales que separan a estos dos autores, existe una coincidencia palmaria e incontestable…». Basta, no me interesa seguir. ¿Estaba de buen humor ese día el joven Sloterdijk, qué clase de impunidad creía tener? Detengámonos: un joven filósofo alemán (es decir, alguien que las tiene todas: es alemán, es joven, la conferencia es en Fráncfort, tierra nutricia de la Escuela que lleva ese nombre, en suma: un hombre con derecho a hablar de filosofía, no uno de nosotros, no un latinoamericano, que no sabemos a qué tenemos derecho, sobre todo en filosofía; no importa, ya veremos que los que no lo tenemos nos lo tomamos y ellos se asustan, retroceden: ¿qué es eso, que nos traen de insólito estas identidades diferenciadas del Trópico?), cree encontrar, en 1988, coincidencias palmarias e incontestables entre Marx y Heidegger. Lo notable, lo asombroso, es que la posibilidad de esas coincidencias incontestables surgirá «si damos un paso más allá de las incompatibilidades políticas y morales que separan a estos dos autores». Lo sentimos, Sloterdijk: no, de ninguna manera. Si aceptáramos eso, se produciría un aplanamiento pavoroso entre seres que no están del mismo lado. Algunos porque están del lado de la muerte. Y otros porque son sus víctimas. Algunos porque avalan regímenes genocidas. Y otros porque los atacan, aun a riesgo de su vida. De estas conductas se extraen morales diferenciadas. Porque la moral todavía existe. Aunque a nadie le interese y todos se serenen diciendo que no hay manera de fundamentar seriamente una. Pero entre el que mata y el que muere hay una diferencia. Y esa diferencia es moral. Uno destruye la vida del otro. Ojo: no la vida biológica. Pienso en los que atacan el aborto porque ven en una pantalla una ínfima lagartija que se mueve. La vida es la conciencia. Lo que distingue al hombre es la conciencia. El hombre no es un feto biológico. Es un ser consciente que puede y debe libremente (aunque, en uso de esa libertad, se someta) actuar. No soy dueño absoluto de mi cuerpo. Pero, si a un feto, que no es más que una lombriz que encadena mi libertad, me condenan a aceptarlo, sólo tendré odio para darle. Si a una mujer le imponen un fruto indeseado, jamás podrán imponerle que lo ame. Se ama al hijo que se busca, que se anhela, que es parte de una relación consentida, mutuamente aceptada por los miembros de la pareja. Pero si se impone (al modo de un castigo de la Ley de Dios, de un dios biologista, que cree que en un trozo de mínima materia reside ya la grandeza espiritual —o su cara antagónica— a la que un ser humano puede arribar, que existe algo tan exquisito como la conciencia, lo que hace del hombre un ser único de la naturaleza, el único capaz de concebir a un Dios y hasta de pensar el cosmos) la obligatoriedad de aceptar el fruto de una unión no querida o fracasada o equivocada, si esa decisión se le impone, además, a un ser libre, que es el que, desde esa libertad, ha sido capaz de imaginar al Dios en cuyo nombre se lo condena, que es capaz, también, de rezarle a ese Dios que es totalmente inconcebible para el gusano que lleva en sí y al que indignamente se lo somete, como si algo tuvieran que ver un ente antropológico que elige, que piensa, que sufre y sabe que sufre, que teme y sabe que teme, que padece la injusticia de leyes medievales y sabe que paga el precio del atraso espiritual y moral de las sociedades y hasta el precio de su hipocresía, de un concepto arcaico y clerical de «la familia», de «la vida» entendida como «vida biológica» y no como vida inteligente, lúcida, que dice que sí, que dice que no, que lo dice porque puede decirlo, porque es libre y puede y debe elegir a cada instante, se viola un bien que no debe violarse, que no debe herirse, porque ese bien, su libertad, es el más preciado en las controladas sociedades supramodernas, en las sociedades informáticas creadas para vigilarnos, tan pervertidas, ellas, en su pulsión por manipular a las personas, por erosionarles la libertad, que son capaces de apelar a un gusano ínfimo para encadenar a un ser libre, a una conciencia. Además, para la pareja que no desea un hijo ahora, sólo eso, o para la mujer que meramente se equivocó, lo único que hará la santificación del feto será sellar para siempre ese fracaso, esa equivocación, cuando ella quiere verse libre de esa persona, olvidarla y reiniciar su vida, dejando atrás lo que atrás debe dejarse o se desea dejar, ya que para eso es libre y dueña de sus actos, en tanto un hijo la ataría a esa relación frustrada, mera consecuencia tal vez de un momento de confusión, o de lo que sea, por la eternidad, oscureciendo sus días, que son contados, quitándole alegría, y llevándola a la casi imposibilidad de amar a ese fruto que le han impuesto, que no eligió, o que fue el resultado de una violación delictiva, brutal, aberrante, privativa de los machos violentos que ejercen violencia sobre el cuerpo de las mujeres, o peor, el colmo de todos los colmos, el horror de todos los horrores, si ese feto es fruto de la violación de una niña minusválida, de la que es fácil aprovecharse, jugar con ella, engañarla, burlarla, y luego violarla y después viene un juez o una jueza con una Cruz en la mano y habla en nombre de Dios y la defensa de la vida, habla en nombre de ese catolicismo cavernario, que se encarna en un hombre seco, que se ve claramente que acaso sepa de teología pero que de la vida nada, porque no ha entrado en ella. Y si no lo hizo fue en nombre de la pureza, ya que lo propio de los pastores es la pureza de la reclusión y no el extravío, la perdición en esa Babilonia en que todos jugamos a cara o cruz nuestra alma o nuestra percepción de nosotros mismos, o la mirada de los otros. ¿Qué pureza, Monseñor Bergoglio? Un pastor de almas tiene que conocer lo duro, lo áspero que es el mundo, y ustedes, que viven esa vida rumbosa de los jefes de la Iglesia, creen que pueden opinar, conocer el corazón de las gentes y no conocen nada, y tan poco conocen que para conocer algo pervierten el alma pura de los niños, ¡por favor! Vuelvan a ocuparse de cuántos santos o cuántas vírgenes caben en la cabeza de un alfiler, porque lo que saben de la vida apenas si da para más. ¿Que Dios les dio sabiduría? Podríamos creer eso si creyéramos en un Dios sabio. Pero creemos más en Primo Levi: «Existe Auschwitz, no existe Dios». O existirá en alguna parte. (Y vaya uno a saber cómo será: el de la Sixtina, no). Pero no aquí. No entre nosotros. Y si existe entre nosotros, no es Dios. O es un Dios con tanta maldad en sí mismo que existe para nuestro dolor, no para librarnos de él.
Volvemos (luego de ver el peso, la densidad que tiene la moral en un caso concreto) a las frases de Sloterdijk. Proponía dar «un paso más allá» de las «incompatibilidades políticas y morales» que separan a Heidegger y Marx. Sucede que ese paso no se puede dar. Que lo que hay «más allá» de la política y la moral no puede sino prolongar las incompatibilidades detectadas en esos campos. No hay un más allá de la política y la moral. En suma, si Heidegger y Marx son incompatibles en moral y en política, no pueden ser compatibles en nada. Si no, ¿qué son la política y la moral? ¿Cuestiones laterales, adyacentes, supletorias? Para estos filósofos, créase o no, sí. Sloterdijk nos dice: «Marx y Heidegger son los dos grandes fenomenólogos de la dureza del mundo, esa dureza que resulta obligatoria para introducir una sobriedad desencantada en los delirios de libertad de todos los idealismos pusilánimes. Desarrollando ambos, cada uno a su manera pero inequívocamente, el hecho de estar-en-el-mundo a partir de este a priori de la urgencia, llevan al lenguaje la situación en el mundo de un modo ya no más contemplativo, sino dramático-activo, entendiéndola como compendio de la confrontación, del trabajo y las luchas con las resistencias»[13]. Bravo. Que tanto Marx como Heidegger afrontaron la situación del hombre en el mundo de un modo no contemplativo es notoriamente cierto. (Aunque Marx no la lleva al lenguaje, eso es falso). Si ese modo no fue contemplativo, ha de haber sido dramático-activo. Bien. Por qué no. Si la modalidad dramática-activa se entendió como confrontación, trabajo y lucha contra las resistencias, aceptémoslo, aunque es bastante caprichoso el lenguaje y el mezclar a Marx en esa verborrea del pastor del ser. Pero ¿y la política? Porque el modo de Marx de no ser contemplativo sino dramático-activo fueron sus largas luchas por el socialismo. Heidegger fue Rektor de la Universidad nacionalsocialista de Friburgo respaldado por las SA de Ernst Röhm. No es lo mismo. Las SA inauguraron los primeros campos de concentración. Pelearon sanguinariamente en las calles de Berlín contra los obreros alemanes e irrumpieron en las fábricas a poner orden. Encarcelaron a millares de opositores para ganar las elecciones que harían de Hitler el canciller del Reich. Y persiguieron y golpearon y mataron a miles de judíos. Marx escribió el Manifiesto comunista. Señaló las asimetrías entre las clases poseedoras y las desposeídas y escribió con pasión a favor de la Comuna de París, que el filósofo contemporáneamente más admirado por Heidegger (Nietzsche) calificó como la aparición en París de la hidra socialista. Suficiente: las diferencias políticas y morales que determinaron elecciones tan radicalmente disímiles son fundamentales. Son esenciales. No hay unidad posible entre un pensador y otro. Además, la frase «sobriedad desencantada» no se le puede aplicar a Marx. Sólo tal vez en el final de su vida. Pero, si un hombre inteligente, en esa etapa, no tiene al menos una sobriedad desencantada, acaso no lo sea. (Y el acercamiento del proletariado británico a la burguesía amargó mucho a Marx y también a Engels en el final de las vidas de ambos). Pero Marx fue —durante toda su vida— un luchador entusiasta. Heidegger, en cambio, temía a los obreros. Y le causaba pánico la Revolución Rusa, sólo por pequeño burgués asustado pues aún no sabía mucho de ella. Marx enfrentó a los idealismos filosóficos. Y sobre todo al de su gigantesco maestro Hegel. Pero en Sloterdijk (que en su versión de la Carta sobre el humanismo no se acerca precisamente a Sartre) la frase «los delirios de la libertad» apunta al gran filósofo de la libertad, al único pensador de izquierda que arrebató ese concepto de las manos del vocabulario de la economía y la política del capitalismo[14]. ¿Por qué a Sloterdijk le resulta tan sencillo dejar de lado la moral y la política? Porque en eso está la filosofía europea desde la caída del marxismo y desde antes, desde que se la olfateaba, desde que era evidente. Nada mejor para la filosofía académica (la única que existe hoy) que morar con el ser en la casa del lenguaje. El lenguaje no compromete seriamente, no conlleva la elección de una política o una moral. Lleva al multiculturalismo, cuyos planteos el capitalismo acepta. Porque el multiculturalismo implica el ajuste, dentro del sistema político-moral establecido, de ciertos temas que no lo cuestionan en totalidad. El capitalismo puede conceder todo: que un afroamericano sea presidente de Estados Unidos, que las parejas gay se casen y adopten hijos y, a regañadientes, temas ligados a la ecología. Lo que jamás tolerará es que le metan la mano en el bolsillo. Democracia para todo, menos para la riqueza. El capital es antidemocrático: siempre está en manos de unos pocos. Siempre lejos de las mayorías.