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Welles y Santo Biasatti no son lo mismo
Hay que admitirlo: pocos han conseguido salir de un problema mejor que Welles en esta ocasión. Junto con John Houseman (un talentoso de los tantos que lo rodeaban) elige la novela de Herbert George Wells La guerra de los mundos. Todo cerraba: la similitud del apellido del novelista con el del realizador: Wells-Welles. El destino había preparado este plot. Welles saldría disparado a la gloria de la mano de sí mismo. Él también se llamaba George. Corría el año 1938. Se estaba por desatar la Segunda Guerra Mundial. Todos estaban muy nerviosos. Nadie quería que algo así ocurriera. Si «América» no había tenido otro remedio que tomar las armas en la Primera, ¿qué se podía esperar de la Segunda, que, sin duda, sería más terrible y exigiría más esfuerzos para que el Gran País del Norte restaurara la democracia en el mundo? Además, otra coincidencia favorable, otro guiño amoroso del destino era que el programa del Mercury Theatre On the Air tendría lugar un día —apenas un día— antes de Halloween. Houseman tenía serias dudas acerca de la adaptación del libro. Pero recurrieron a un guionista que ha hecho —sin que muchos amantes del cine lo sepan— más hermosas sus vidas, que les regaló frases memorables, o, tal vez, la más grande historia de amor jamás filmada: Howard Koch, ¡el guionista de Casablanca! Welles y Houseman no lo sabían por un motivo insuperable: Casablanca aún no se había filmado ni estaba —aparentemente— en la cabeza de nadie hacerlo. Pero Howard Koch (que firmaría el guión de Casablanca junto con los hermanos Epstein) ya era Howard Koch. No en el sentido en que la esposa de Billy Wilder decía eso que solía decir sobre su marido: «Billy Wilder, antes de ser Billy Wilder, ya se creía Billy Wilder». Koch no se creía ya el guionista de Casablanca en 1938, pero podemos aceptar que tenía el mismo talento y que posiblemente lo supiera. Era famoso por otra cosa: podía terminar cualquier guión de cine (de no menos de sesenta páginas) en el asombrosamente breve tiempo de una semana. (Nos referimos a un guión de cine en serio. No a esas idioteces que se empezaron a utilizar al amparo de una frase lamentable de Godard: «Cuando voy al set llevo escrito el guión en el boleto del colectivo». Cierta vez, en tanto escribíamos con Aristarain el guión de Últimos días de la víctima, me encontré con el productor, Héctor Olivera, en una reunión. «¿Y? ¿Cómo va eso?», dice. Yo, joven primerizo petulante, digo: «Bien, este fin de semana escribimos cuarenta páginas». Olivera se ríe: «¡Caramba, así habrán salido!». La vida es un largo aprendizaje. El largo aprendizaje de dejar de ser un boludo. Algunos jamás lo logran. Ese día aprendí para siempre que cuarenta páginas de un guión no se pueden escribir en un fin de semana).
Koch tiene una idea genial: encarar el relato según el formato de los noticieros radiales. Durante esos días, se escuchaban con palpitaciones cardíacas por lo que dijimos: la guerra estaba a punto de estallar. (Apuntemos esto: la idea de los informes radiales de noticias fue de Koch, lo primero que les entregó a Welles y a Houseman).
Para el miércoles de la semana siguiente ya había un guión a la mano de todos. La mayoría de los integrantes del Mercury lo juzgaron aburrido. Koch volvió sobre el trabajo. Lo ayudaron interpretaciones de los actores, ensayos veloces, que corrían contra el tiempo pero parecían ser efectivos. Aquí, el que dirigía los ensayos era un destacado actor del Mercury Theatre of the Air, Paul Stewart, que hará el mayordomo de Charles Foster Kane en El ciudadano. Paul Stewart es uno de los casos más extraños del cine. Notable actor, buena jeta, buena voz, intervino en un par de films (siempre como actor de reparto) y nunca más. Es el asesino de La ventana, con Bobby Driscoll, Ruth Roman y el gran Arthur Kennedy. Es el mánager de Kirk Douglas en el poderoso film de box de Mark Robson, El triunfador. Una interpretación excepcional. Y ahí se pierde casi hasta Bésame mortalmente, de Robert Aldrich (el mejor film jamás hecho sobre Mike Hammer, con Ralph Meeker en la piel del detective), y después lo reencontré diciendo un par de líneas (muy bien dichas, jamás podría negarlo) en la gran versión que hizo Richard Brooks de la novela de Truman Capote, A sangre fría. La vi en una pequeña sala para cinéfilos a mediados de los sesenta. Cuando apareció todos exclamaron: «¡Paul Stewart!». Pero ¿quién era o quién había sido Paul Stewart? Nunca lo averigüé. En el Mercury Theatre era una pieza fundamental para Orson Welles. Mi padre, cuando se refería a un tipo que de joven había hecho un montón de cosas bien y luego nada, decía: «Y después… Bueno, después la vida». «¿Qué querés decir con la vida?». «Ya lo vas a averiguar». Pero no es así. O no necesariamente. No a todos «la vida» los destruye. Mi padre estaba seguro de decir una verdad amasada por la sabiduría de los años. Sin embargo (ahora que uno tiene la misma tentación), comprende que había confundido su desencanto con la verdad. Sólo eso. Como vivió hasta los noventa años tuvo tiempo de salir de esa trampa y llegó feliz hasta el final. (Lo subo a la ambulancia: «Quedate tranquilo, papá. No te vas a morir». «¿Cómo que no me voy a morir? Hijo querido, vos te vas a morir. Alguna vez, claro. Yo no. Yo me tengo que morir»).
Welles se hace cargo de la totalidad de la cuestión el mismo día —domingo 30 de octubre de 1938— en que el programa tenía que ser emitido. Nadie tenía buenos presentimientos. Demasiadas cosas se precipitaron, no se sabía si se habían hecho bien o mal. Cómo saldrían en el momento decisivo. No es que el Mercury Theatre desconociera este tipo de situaciones: hacerlo todo rápido, y hasta algo alocadamente. Sólo que nunca se había llegado a ese extremo. La música, en manos de Bernard Hermann, sonaría como la famosa orquesta de Ramón Roquello en el Meridian Room del Park Plaza Hotel en Nueva York. Welles dirigió todo. Fue, además, el narrador y asumió el papel del Profesor Pierson en el Observatorio de Princeton. Y como escribe impecablemente David Thomson: «De modo que lo sensacional simplemente ocurrió, por feliz o infeliz coincidencia del poder de la radio y el disponible idiotismo de muchos miles de personas»[75]. La frase es excepcional. El poder de los medios siempre tiene que contar con el idiotismo de los sujetos. Una vez que conquista ese idiotismo, lo profundiza y trata de evitar que el sujeto salga de él. En suma, por más que hablemos de la inminencia de la guerra, de los temores que siempre provoca pensar en lo que podría venir del infinito cielo estrellado, la causa del desastre que provocó en Estados Unidos el programa de Orson Welles tuvo sus raíces en el siempre disponible (para todo tipo de manipulación) idiotismo de los seres humanos. Welles hizo gritar a todos: «¡Se acaba el mundo! ¡Llegan los marcianos!». Durante estos días, en nuestro país y ante el desastre de Japón, muchos aprendices de Welles (pésimos todos) andan gritando: «¡Cuidado, viene el Apocalipsis! Estallan las plantas nucleares. Se multiplican los tsunamis». Pero nadie entra en pánico. No pasa nada. Tal vez porque Santo Biasatti no es Orson Welles.