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Filippo Marinetti, fascista: «El tiempo y el espacio murieron ayer»
Benjamin —en su ensayo sobre la reproductibilidad técnica, que es buenísimo y sólo suena anticuado pero no lo es— propone una meditación sobre la guerra como espectáculo. Y hasta como espectáculo bello. Creo que nos entendemos: tal cosa es un gran triunfo del poder mediático. De su infinita capacidad y hasta su maestría para trastocar lo real, eso que estamos acostumbrados a ver como lo cotidiano. El espectáculo mediático mata lo cotidiano. Lo transforma en espectáculo. Escribe Benjamin: «La humanidad, que antaño, en Homero, era un objeto de espectáculo para los dioses olímpicos, se ha transformado ahora en espectáculo de sí misma»[53]. La observación de Benjamin es de gran penetración. Porque el pensamiento, la tarea del gran pensamiento-crítico es la de la penetrabilidad. Romper la malla que lo mediático ha construido para impedir «ver» la realidad que el Poder no quiere que sea vista y exponerla en conceptos contundentes, que «abran» la cabeza del que los lee. El pensamiento crítico (en la medida en que tenga cómo difundirse: ésta es su batalla política) tiene todavía su tarea en este mundo. La de siempre: desmitificar la mentira del Poder, cada vez mejor «armada», más difundida, más agradable, divertida o —si hace falta— más destructora. Es, sobre todo, en La Ilíada, donde Homero exhibe a los dioses en tanto seres de marcada insensibilidad. Se entretienen o se divierten y hasta ríen jugando con los destinos de los hombres. Porque (con el respeto debido a tan espléndido pensador) los hombres, en La Ilíada, no son un mero espectáculo para los dioses. Los dioses juegan con ellos. Trazan sus destinos y se divierten con sus desdichas. Los hombres son juguetes con que los dioses, como los niños, alegran su tiempo, se entretienen. Siempre nos apenó este espectáculo que los poemas homéricos ofrecen de los sufrientes protagonistas. Sus destinos, lejos de estar en sus manos, son arbitrios, jugarretas, travesuras de los dioses. Esto nos lleva al mundo actual. Creemos que se trata de un juego similar. Los dioses ya no son los dioses homéricos, pero son más despiadados y más caprichosos. Entretienen a sus criaturas sin cesar. Las deslumbran, las enceguecen con juegos —precisamente— enceguecedores. Bill Gates, Ted Turner, Rupert Murdoch, la Disney y muchos otros son los dioses homéricos de hoy. Son más despiadados porque —al conformar un Imperio jamás visto sobre la Tierra— incurren en los actos de barbarie que el poder ilimitado autoriza y posibilita naturalizando esa posibilidad. La posibilidad de la destrucción es connatural al Poder. Le pertenece, es su patrimonio y su capricho. Vivimos en una época que hace de la destrucción un gran espectáculo. Benjamin ya lo decía de la suya. Advertía que el capitalismo —para conservar el régimen de la propiedad— habría de inmovilizar a las masas con un embellecimiento de todo aquello que fuera destructivo. Se basaba en Filippo Tommaso Marinetti, un poeta italiano que nace en 1876 y muere en 1944, con la caída del fascismo, régimen al que adhirió y del que fue uno de sus ideólogos estéticos y políticos más importantes. Si varios «vanguardistas» de hoy leyeran el Primer Manifiesto del Futurismo, publicado en Le Figaro el 20 de febrero de 1909, se les caería la cara de vergüenza. Nadie inventa nada. Hay que admitir y aceptar sin autoflagelarse por eso que la mejor vanguardia es la que —lejos de ignorar el pasado, incorporándolo, tomando de él los elementos que más contribuyen a nuestra propia identidad— puede crear algo nuevo, siempre urdido por la tradición. Porque —de lo contrario— la vanguardia cae en el ridículo. Y muchos que se presentan como vanguardistas no hacen más que repetir cosas que han sido dichas y hechas, de mejor modo, décadas atrás. Cierta leyenda cuenta que había cuatro músicos en un café. Todos vanguardistas, revolucionarios, atonalistas, dodecafonistas, etc. Uno permanecía callado y hasta casi aburrido. Los otros tres hablaban pestes de Brahms. Que era un clasicista tardío. Que no había descubierto nada. Que, prisionero de la sombra de Beethoven, sombra que pesaba excesivamente sobre él y de la que nunca pudo librarse, recién se animó a componer una sinfonía más allá de los cuarenta años. Y a esa sinfonía —burlonamente, entre carcajadas estentóreas— decidieron decirle como ya casi era clásico decirle, pues era una obra maestra del agravio: la décima de Beethoven. Volvieron a reír. De pronto, al notar el silencio del cuarto amigo, que ahora había encargado una cerveza, le dicen:
—¿Y vos qué opinás, Arnold?
—Brahms no sólo es uno de los más grandes músicos de la historia. También es uno de sus más importantes vanguardistas. Estoy terminando un ensayo sobre él. Se llama: Brahms, el progresista.
Dijo Arnold Schönberg.
Siguió tomando su cerveza.
Marinetti es el creador del movimiento futurista. Hay mucho Nietzsche en ese Manifiesto de 1909. Pero hay también mucha de la locura que estallará en la década del veinte del siglo pasado, la década de las vanguardias. Como bien analiza Benjamin, la estética de Marinetti ya prefigura el fascismo. Esa estética se parece demasiado a la estética de la violencia que hoy impone Hollywood a sus productos. ¿Por qué todo estalla? ¿Por qué se ve tanta sangre? ¿Por qué se les pegan patadas a los caídos? (Ya es un lugar abominablemente común: si un tipo derriba a otro de tres o cuatro trompadas, luego lo patea con furia incontenible). ¿Por qué el box está siendo reemplazado por una basura en la que todo vale, en la que se utilizan los pies, en la que —precisamente— se le pega al caído, en la que el árbitro apenas si interviene cuando un boxeador aniquila a otro que ha caído? Porque la estética violenta actual de Hollywood es fascista. Dice el primer punto del Manifiesto de Marinetti: «1. Nosotros queremos cantar el amor al peligro, el hábito de la energía y de la temeridad. 2. El valor, la audacia, la rebelión serán elementos esenciales de nuestra poesía. 3. Hasta hoy, la literatura exaltó la inmovilidad pensativa, el éxtasis y el sueño. Nosotros queremos exaltar el movimiento agresivo, el insomnio febril, el paso ligero, el salto mortal, la bofetada y el puñetazo. 4. Nosotros afirmamos que la magnificencia del mundo se ha embellecido con una belleza nueva: la belleza de la velocidad (…) un automóvil rugiente que parece correr sobre la metralla, es más bello que la Victoria de Samotracia (…). ¡Nos hallamos sobre el último promontorio de los siglos! ¿Por qué deberíamos mirar a nuestras espaldas si queremos echar abajo las misteriosas fuerzas de lo Imposible? El Tiempo y el Espacio murieron ayer. Nosotros ya vivimos en lo absoluto, pues hemos creado ya la eterna velocidad omnipresente»[54]. En 1929, Mussolini nombra a Marinetti miembro de la Real Academia de Italia. ¿No suena bonito que un automóvil vale más que la Victoria de Samotracia, que el Tiempo y el Espacio murieron ayer? ¡Estos fascistas tenían lo suyo! Pavadas como las que acabamos de leer encendían los pechos guerreros de las generaciones jóvenes y allá iban a morir despedazados por la metralla o ahogados por el gas en las trincheras o a conquistar Etiopía sacando pecho como patéticos idiotas manipulados por la prosa altisonante de un poeta mediocre, de un loco de la guerra. Mayakovski buscó hacer la tarea de Marinetti en Rusia. En todo esto hay mucho Nietzsche. Podríamos decir que Marinetti es al fascismo lo que Nietzsche a los nazis. Pero dejémoslo así. Para Benjamin, el esteticismo político de Marinetti culmina en un solo punto: la guerra. «La guerra, y sólo ella, hace posible dar una meta a movimientos de masas de gran escala»[55].