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Foucault y el poder pastoral (II)

Nuestra tarea tiene muchos puntos en común con la que Foucault realizó. Se trata de encontrar esos elementos que (ya en el siglo XXI) el poder sigue utilizando para someter a los individuos. Si bien la novedad (creemos) de nuestro trabajo radica en centralizar ese poder en los mass media, no podemos dejar atrás los trabajos de Foucault. El poder pastoral es privativo de la cristiandad y podemos postular que (así como después pasará a explicitarse en el consultorio del médico) en la Edad Media tenía lugar en el confesionario en que el santo pastor escuchaba los pecados de su manada. Las relaciones que se establecen en los dos ámbitos entre pastor/siervo manada y médico/paciente son muy, o más todavía: infinitamente, desiguales. Uno entra en el consultorio y ya siente la autoridad del médico. Él está detrás del escritorio, uno se sienta frente a él y él lo mira desde la autoridad de la Ciencia. Necesito a ese hombre. Necesito su saber. Algo me pasa y no sé nada de ello. Quiero, o necesito creer, que el médico lo sabe todo. Le cuento mis padeceres. Él escucha. De pronto, dice: «Bueno, acuéstese en la camilla. Sáquese todo menos el calzoncillo». Uno agradece: el calzoncillo, al menos, no. (Aunque esto depende del tipo de dolencia que uno ha confesado. Un dolor de testículos no tolera el calzoncillo). Ahí, en la camilla, uno ha quedado boca arriba. El médico se acerca. Todo dentista sabe que no hay oficio que se parezca más a la tortura que el suyo. Pero toda intervención médica establece una desigualdad impiadosa. La frase «relájese» siempre aparece. Aunque hay otra peor: «Esto va a doler». Luego uno vuelve al escritorio y, si tiene algún pudor vigente, contiene la pregunta desbocada que se le agolpa en la boca: «¿¡Qué tengo, doctor!?». El médico se toma su tiempo. Vuelve a revisar los informes, mira las radiografías, escribe en la ficha de uno y —al cabo de mil años— le clava la mirada: «Bueno, nada grave. Pero vamos a tener que operar». Hay cosas más suaves. Pero hay peores. Por ejemplo: un tipo sale presuroso y sonriente del consultorio, hay gente en la sala de espera, el tipo recuerda algo, algo, sin duda, que olvidó preguntar. Regresa, abre la puerta del consultorio y pregunta: «Perdón, doctor, ¿lo mío era géminis, aries, capricornio?». «Cáncer, señor». Se trataría de una forma extrema de negación de la realidad. Pero justamente eso —la «realidad» de lo que ocurre en mi cuerpo— es patrimonio del médico. Aunque lo quiera negar. Aunque estúpidamente habría preferido que me dijera: «Lo suyo es capricornio», no, para nada, el médico, y la Ciencia a través de él, dicen la Verdad: «Cáncer, señor».

El poder del pastor, durante los mil años de la Edad Media, se expresa en el confesionario. Aquí la relación desigual es más notoria. El cubículo del confesionario es pequeño, no le veo la cara al sacerdote, hay una entramado férreo entre él y yo. Él representa a la Iglesia, al Papa y, en última instancia, a Dios. Pero como —frente a mí— no está el Papa, el pastor que va a prestarme sus oídos es la Iglesia, en la que estamos, el Papa, que no está, y Dios, que tampoco está, pero él, el buen pastor ocupa ese lugar y sé que lo sagrado hablará por medio de sus labios. «Te escucho, hijo». «He pecado, padre». «Lo sé. Si no, no estarías aquí. ¿Qué has hecho?». «He practicado la lujuria de la carne con mi hermano». «¿Qué edad tiene él?». «Siete años». «Grave». «No lo niego». «¿Qué solución crees que tiene eso? Ya lo has hecho». «Querría fortalecerme en la fe. Y no hacerlo más». «Y tu hermano, ¿qué piensa?». «Él es un pecador irredento, padre. Me tienta como si fuera el demonio». «¿Con siete años?». «Ha nacido con la lascivia en el cuerpo». «Raro. Sin duda precoz». «Pero cierto». «Tal vez lo sea. Todo aquel que tienta a otro al pecado de lascivia actúa bajo el influjo del demonio». «No lo sabía». «Ahora lo sabes. ¿Cómo se llama él?». «Lucrecio». «Ajá. ¿Es un bello niño?». «Oh, padre, es hermosísimo». «Bien, reza tres Padrenuestros esta noche. Yo te absuelvo». «¿Tan poco, padre?». «Tú no eres el culpable. Lucrecio lo es. Dile que es imperioso que venga a verme». «Lucrecio odia a los sacerdotes, a la Iglesia toda y con frecuencia emite espantosos juramentos contra nuestro Santo Padre». «Un hijo del demonio. Ninguna duda cabe. Le dirás, de todos modos, que limpiaré su alma, purificaré su cuerpo y lo entregaré libre y puro a la fe cristiana. ¿Se lo dirás?». «Sí, padre». «Puedes irte». El buen siervo se dispone a salir del confesionario. La situación ha sido difícil. Hay dolor en sus rodillas. Aún la voz del pastor a sus espaldas: «¡Espera! Si no se lo dices, olvídate de los tres Padrenuestros. Deberás recitar doscientos y flagelarte cien veces por día con un látigo de nueve colas. Pero si se lo dices y Lucrecio viene hacia mí hasta de los tres Padrenuestros te libraré».

Se conoce el valor de las clases de Foucault en el Collège de France. Uno de los aspectos más entrañables que tienen y revela la personalidad abierta de Michel como pedagogo es que no tiene remilgos en confesar sus estados de ánimo. Por ejemplo: en el final de la clase del 8 de febrero de 1978. Ahí dice: «Bien, escuchen, como estoy verdaderamente molido, no me voy a meter en este asunto y les voy a pedir que dejemos aquí. Estoy realmente demasiado cansado»[73]. Sin embargo, sorpresivamente y sin duda impulsado por su pasión por la enseñanza, se olvida de su cansancio y entrega aún ciertas precisiones de gran valor: «Entre todas las civilizaciones, la del Occidente cristiano fue sin lugar a dudas, a la vez, la más creativa, la más conquistadora, la más arrogante y, en verdad, una de las más sangrientas. Fue en todo caso de las que desplegaron las mayores violencias. Pero al mismo tiempo —y ésta es la paradoja en la que me gustaría insistir—, el hombre occidental aprendió durante milenios lo que ningún griego, a no dudar, jamás habría estado dispuesto a admitir: aprendió a considerarse como una oveja entre las ovejas. Durante milenios, aprendió a pedir su salvación a un pastor que se sacrificaba por él. La forma de poder más extraña y característica de Occidente, y también la que estaba llamada a tener el destino más grande y más duradero, no nació, me parece, ni en las estepas ni en las ciudades. No nació junto al hombre de naturaleza ni en el seno de los primeros imperios. Esa forma de poder, tan característica de Occidente, tan única en la historia de las civilizaciones, nació o al menos tomó su modelo de las majadas, la política considerada como un asunto de rebaños»[74]. Hay aquí algo que Foucault deja de lado: el poder pastoral no podía sino estar al servicio de la Inquisición[75]. Si es así, la funcionalidad de ese poder se torna más terrible. El pastor escucha del siervo todo lo que éste le confiesa. El pastor y toda la legión de pastores de la cristiandad están en posesión de los secretos de la manada. Así, el poder pastoral, la información recogida en el confesionario, se constituye —si se me permite el anacronismo— en Servicio de Informaciones de la Inquisición. Pero Foucault no se ocupa de la Inquisición. Del poder más persecutorio y más cruel de la Iglesia Católica.

Insiste, sí, en que el poder pastoral es el que considera al hombre como parte de una manada. Pero no sólo los que obedecen forman parte del conjunto (manada), sino también el pastor: «Creo que también podríamos agregar (…) que en la teoría y práctica de la obediencia cristiana, el mismo que manda, en este caso el pastor, sea abad u obispo, no debe mandar por mandar, por supuesto, sino únicamente porque se le ha dado la orden de hacerlo»[76]. Se llega, así, a «una especie de campo generalizado de la obediencia que es característico del espacio donde van a desplegarse las relaciones pastorales»[77]. Agreguemos: esto es sustancial en la vida cristiana. Más aún en una época que se caracterizó por el sometimiento de las conciencias, como esos mil años de la Edad Media en que los hombres vivieron sojuzgados siempre a alguna jerarquía superior. Al tratar la cuestión de la enseñanza que el pastor debe ejercer sobre su rebaño, Foucault no deja de señalar que esa enseñanza lo implica a él mismo: «Desde luego, esa misión de enseñanza no es una actividad unidimensional, no se trata simplemente de una lección determinada que debe impartirse a los otros, sino de algo más complicado. El pastor debe enseñar con su ejemplo, su propia vida; además, el valor de ese ejemplo es tan fuerte que si aquél no da una buena lección a través de su propia vida, la enseñanza teórica y verbal que pueda impartir se borrará»[78]. Y aquí se revela el valor teórico del «chiste» que contamos páginas atrás. Cuando el monseñor le dice al joven cura (enviado por las autoridades eclesiásticas para investigar las conductas lujuriosas de su comunidad): «Suerte que demoraste; si no, me encontrabas a mí mismo con el monaguillo», revela que éste no cumplía con la práctica de enseñanza cristiana que era su deber cumplir antes que nadie. Traicionaba eso que Foucault menciona como una de las primeras frases del De officiis ministrorum de San Ambrosio: Episcopi proprium munus docere. Es decir, el obispo sólo puede hacer honor a su magistratura si cumple con su misión esencial y primera: enseñar, y enseñar, sobre todo, con su propia conducta. De modo que la misión del joven cura (de nuestro «chiste») será informar a sus autoridades que el pecado de lujuria se ha expandido en ese pueblo por el pésimo ejemplo del monseñor, del jefe del rebaño. Si el jefe de la manada incurre en pecado carnal, ¿qué esperar de la manada?

Lateralidad

En su estupendo Vocabulario de Foucault. Temas, conceptos y autores, Edgardo Castro traza una línea —muy presente en Foucault— entre el Estado medieval y Estado moderno. Menciona esa tesis del maestro francés que radica en afirmar «que las formas de racionalidad del Estado moderno son una apropiación-transformación de las prácticas del poder pastoral»[79]. Aquí —deducía Castro— hay una teleología. Como me lo dijo en una conversación privada en la confitería Olalá, en la esquina de mi casa, puede negarlo. Pero así lo dijo. Y creo que se trata de una afirmación correcta. Si en la historia no hay linealidades, si transcurre en medio de rupturas, quiebres, temporalidades diferenciadas, etc., ¿cómo se ha producido esta linealidad entre el poder pastoral y el poder del Estado moderno? Entre, digamos, el confesionario del pastor y el consultorio del médico, temas que también hemos explicitado por medio de dos «chistes» cognoscitivos. ¿Hay un salto entre el poder pastoral y el poder de la ciencia médica o una linealidad que se ha expresado a lo largo de la historia bajo otras facetas? Si reemplazamos teleología por persistencia, acaso encontremos una salida al problema. De lo que se trata —y todos coincidiremos en esto— será en no caer en ninguna teleología, en ningún discurrir o sucesión o devenir necesario e inmanente de la historia. El abandono del telos hegeliano-marxista ha dejado atrás esa corriente de la historia que tanto —según decía Benjamin— había perjudicado a la clase obrera alemana al creer que corría tumultuosa hacia la misma dirección en que ella nadaba. No hay corrientes teleológicas en la historia. Las que hay nadie sabe a dónde conducen. Nadie, por consiguiente, puede saber en cuál arrojarse. Las corrientes son tan imprevisibles y azarosas como la historia misma. El que crea arrojarse en la suya, puede recibir la amarga sorpresa de haberlo hecho en la de su impecable fracaso.

Filosofía política del poder mediático
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