Capítulo XVII

A su vuelta a Argenton, Jacques estaba feliz de haber sido tan bien ayudado por Eva en sus compras y ella parecía triste por su gran parecido con la mujer que iba a tomar Jacques, de tal modo, que había podido medir los vestidos de la una, de acuerdo con la talla de la otra.

Mientras el día de la boda estaba lejano, Eva lo contemplaba con bastante filosofía; pero, a medida que la fecha se aproximaba, ante la idea de que otra mujer iba a instalarse en la casa y a apoderarse materialmente del hombre que amaba más que a su vida, y por el cual había querido morir dos veces, se apoderó de ella un sufrimiento imposible de superar. Esa dulce quietud que era el fondo de su carácter había dejado paso, poco a poco, a una sensibilidad nerviosa, que no la dejaba tranquila un solo instante.

En el momento en que menos se esperaba, saltaba de su sitio, iba de un lado a otro del salón, apoyaba su cabeza contra un mármol o contra un cristal, se retorcía los brazos, lanzaba un grito, se lanzaba al jardín bajo el manzano o el cenador, permanecía horas enteras rendida por su dolor.

Con la llegada del verano, el ruiseñor recuperó su más dulce voz. Por la noche, se levantaba de la habitación donde Jacques estudiaba un plano de la casa, salía como una insensata, iba a sentarse bajo el mirador, y de pronto, en medio de esas dulces melodías, como si estuviese hastiada de ese himno a la felicidad, se levantaba y le forzaba a salir volando y volvía a la casa llorando.

Jacques le dijo que su prometida llegaría el primero de julio, por lo tanto, le quedaban todavía ocho o diez días de respiro.

Todos los días, al levantarse, tachaba con una raya negra el día que comenzaba. Faltaban todavía tres o cuatro días para el momento fatal, cuando el abate Didier se presentó en la pequeña casa del doctor con una joven que quería entrar en el hospital como hermana de la caridad.

Era bella, tenía dieciséis años, era huérfana; nunca había sentido su corazón latir bajo ninguna pasión, y, feliz con la vida que llevaba hasta ese momento, deseaba continuar viviendo bajo la misma calma y la misma serenidad.

Mientras el abate Didier y la joven permanecían en el laboratorio de Jacques, Eva abrió la puerta e hizo una seña al abate Didier, indicándole que tenía algo que decirle.

El abate Didier preguntó a Jacques con los ojos; éste le dio permiso con un gesto y el abate siguió a Eva a su habitación.

Un momento después entraba llevando con él a la joven hermana, que había sido bien recibida por Jacques.

En algunas ciudades, esas dulces e inofensivas congregaciones habían sido abolidas, como las demás órdenes religiosas; pero, en ese piadoso rincón de Francia, llamado el Berri, seguían subsistiendo, y los desgraciados no habían sido privados de esos cuidados físicos que procuran las blancas y dulces manos, de esos consuelos espirituales que dan jóvenes y dulces voces.

De las cuatro hermanas que debían repartirse los cuidados y los pobres y enfermos del hospicio de Chazelay, tres habían sido ya aceptadas, era la tercera que salía de casa del doctor, con la promesa formal de ser recibida.

Durante el resto del día, Eva pareció más tranquila. En lugar de huir ante la presencia de

Jacques, parecía querer encontrarle; a su vez, se notaba que tenía algo que decirle, algo que pedirle, pero que no se atrevía.

Por su parte, Jacques parecía resuelto a no preguntarle nada; no huiría ante una explicación, pero no se adelantaría a ella. La mañana y la tarde, pasaron así. A las diez, Eva, pálida, el pecho sobresaltado, se levantó y se encaminó directamente hacia Jacques con intención de hablarle; pero le faltaron las fuerzas, contentándose con tenderle la mano, darle las buenas noches, y salir rápidamente; pero el sollozo que llevaba dentro de su pecho, se negó a ir más lejos sin estallar.

Jacques oyó este sollozo.

Desde hacía dos días se daba cuenta de lo que ella sufría, y sufría tanto como ella; pero quería que fuese su confianza en él lo que le abriese los labios, y no un ruego o una orden de su boca.

Se quedó por lo tanto con el ojo fijo y la oreja tendida hacia la puerta.

Comprendió que ella se había parado al oír el ruido de su llanto, que, en vez de alejarse por el camino que conducía a su habitación, seguía llegando del descansillo.

—Eva —preguntó—, ¿por qué lloráis hoy más amargamente que ayer o anteayer?

Eva volvió a abrir la puerta, entró tambaleante y cayó a sus pies.

—Hoy lloro más amargamente que los demás días —dijo—, porque siento que me será imposible sostener hasta el fin la promesa que os hice. Quería, pasase lo que pasase, quedarme a vuestro lado, mi buen Jacques, pero únicamente seré para vos una fuente de problemas. ¿Qué mujer, por muy santa que fuese, podría soportarme cerca de vos, viendo que mis ojos buscan vuestros ojos, mis manos vuestras manos? Siempre habéis sido bueno para vuestra pobre amiga, no la rechacéis, y ¿qué mujer, si os ama, no se sentiría celosa de mí y os haría desgraciado por estos celos?

—No tenéis nada que temer a ese respecto —contestó Jacques—; le he dicho todo; me he acusado a mí mismo. Nunca, podéis estar segura, recibiréis una observación de su parte. —Respondéis de ella, Jacques, y os creo, pero entonces seré yo la que no pueda soportar el espectáculo que tendré sin cesar ante mis ojos. Me equivocaba, os mentí a vos y a mí misma cuando os dije que podría vivir a su lado, bajo el mismo techo que ella, que podría ser su dama de compañía, su amiga, y si fuese necesario, su esclava. Si existiese una mujer capaz de semejante abandono de sí misma, creedme, Jacques, ésa sería yo; pero lo que yo no pueda, nadie lo podrá, ¡no!, es necesario, sin alejarme de vos, Jacques, es necesario que os deje. ¡Oh mi pobre pequeña casa! ¡Oh mi pobre nido, tan dulce a mi cuerpo herido! ¡Oh, queridos objetos que mis ojos se han acostumbrado a ver y que ya no verán más! Mañana deberé deciros adiós, puesto que ella llega pasado mañana.

Y besaba el parquet, y extendiendo los brazos cogía los pies del buró que estrechaba contra su frente y andando dos pasos iba hasta el piano, sobre cuyas teclas apoyaba sus labios.

Jacques extendió el brazo, cogió su mano y la atrajo hacia él; volvió a caer de rodillas, apoyada en el brazo de su sillón.

—Pero cuando me decís eso —repuso él—, es porque habéis albergado en vuestro espíritu algún proyecto. ¿Cuál es?

—Escuchad —dijo Eva—, esa joven que ha venido hoy con el abate Didier me ha abierto los ojos sobre lo que debo hacer. Quisiera, como ella, vestir el santo hábito de las sirvientes; quisiera, como ella, entregarme al servicio del hospital fundado en el castillo donde he nacido. Exigid de mí lo que puedo dar, o pedidme mi vida, sufriré mi nuevo destino, ya que no tengo el valor de expiar.

—Es sobre esto que habéis consultado hoy al abate Didier, ¿no es cierto?

—Sí.

—¿Y qué os ha dicho este santo hombre?

—Me ha dicho que era una inspiración del Cielo, que me sostendrá, que me animará en el camino de la esperanza. Y me ha dicho sobre todo, y es lo que me ha decidido a pediros gracia para el resto de una penitencia que no tengo la fuerza de hacer, que por lo menos una vez por semana vendréis a visitar a los pobres, y que, entonces, podré veros.

—Pero sabéis, Eva, que las religiosas no pueden poseer nada, y todavía sois rica en más de un millón…

—¿Cómo hacer, Jacques, para desembarazarme de toda esta fortuna? ¿No sois mi procurador? Dadlo o vendedlo todo, haced lo que queráis. Lo que hagáis estará bien hecho, con tal de que en la soledad pueda entregarme a los pobres, a Dios y a vos.

—Reflexionad, Eva, si os arrepintieseis después de haber vestido el santo hábito de las Hijas del Señor, sería demasiado tarde.

—No me arrepentiré, estad tranquilo. Esta vez estoy segura de mí, lo quiero.

—Escuchad, reflexionad hasta mañana a las cinco. Mañana a las cinco cogeremos el coche, os llevaré hasta el castillo de Chazelay; allí, por última vez, pediréis consejo al abate Didier, y seguidamente haré por vos lo que vos deseéis que haga.

—Gracias, Jacques, gracias —dijo ella, cogiendo la mano de Mérey y dándole ardientes besos.

Después se fue a su habitación, pasó parte de la noche rezando y sólo se durmió al amanecer.

Cuando se despertó, Eva preguntó por Jacques Mérey, le dijeron que había salido muy temprano, pero que había encargado que la advirtiesen que pasaría a recogerla a las cinco.

A las cinco, en efecto, el coche se paró ante la puerta de la pequeña casa.

Eva había pasado el día despidiéndose de sus recuerdos más queridos. Cogió hojas de todos los árboles, flores de todas las plantas; había besado, uno tras otro, todos los muebles de su habitación y del laboratorio de Jacques. Su intención fue primero la de pedir que le llevasen su habitación completa. Pero el abate Didier le contestó que era imposible, dado que ello establecería una diferencia entre ella y el resto de las hermanas. No había insistido y únicamente había cogido de su cuarto el cristo de marfil que le había dado Jacques.

El momento de la despedida fue cruel; no podía arrancarse de los brazos de la buena Marta, quien, por su parte, lloraba con todas las lágrimas de su cuerpo. Por fin, con el pañuelo sobre sus ojos, se lanzó hacia el coche y los caballos partieron al galope.

No había vuelto al castillo desde el día en que lo había dejado con su tía para ir a Bourges; por lo tanto, éste no le traía más que tristes recuerdos, y no echaba de menos ninguno de los adornos señoriales que el hospital había arrebatado a la castellanía.

En la puerta, parecían esperarla dos personas; una era Jean Munier, a quien tendió dulcemente la mano; la otra era Joseph, el cazador furtivo, a quien extendió las dos manos y a quien dijo humildemente:

—Abrazadme, padre mío, puesto que sois como un padre para mí.

—¿Y él? —preguntó Joseph señalándole a Jacques Mérey.

—¡Él! —dijo ella besándole la mano—, ha sido más que un padre, ¡ha sido un dios! Jacques estaba ya en tierra. Tendió la mano a Eva, que saltó a su lado.

—¿Queréis visitar el establecimiento del que sois fundadora, mi querida Eva? —preguntó

Mérey.

—Con mucho gusto —respondió apoyándose en su brazo, porque tantos diferentes sentimientos se agitaban en ella que su cabeza daba vueltas y sus piernas se negaban a sostenerla.

Había ya en el hospital quince o veinte enfermos, y en el hospicio que ocupaba la primera planta, una docena de madres, viudas con sus hijos. Todos estos enfermos y estos desgraciados estaban prevenidos de su visita como antigua propietaria del castillo, del que había hecho un refugio por misericordia y como renuncia a los bienes de este mundo. Todos la rodearon, tanto los enfermos que se encontraban en cama como los otros; todos la siguieron colmándola de bendiciones. Atravesaron sucesivamente todas las salas ocupadas de los dos pisos.

Eva interrogaba a las viudas sobre sus desgracias y a los enfermos sobre sus sufrimientos. Encontró a la joven hermana que había estado el día antes con el abate Didier, la reconoció y la abrazó. Se alejó de ella mirando su hábito tan pintoresco y a la vez tan triste.

Eva preguntó cuál era la dependencia que estaba iluminada en el interior.

Le contestaron que era la iglesia.

—Vamos ahí —dijo ella.

En el mismo instante los niños se dispersaron por el jardín, recogieron flores; las madres cortaron ramas para que imitaran los ramos; los niños diseminaron sus flores desde la puerta de la iglesia hasta el pie del altar; los hombres y las mujeres formaron un arco de follaje bajo el que pasaron Eva y Jacques.

El abate Didier, vestido de oficiante, estaba delante del altar; tenía los pies sobre un cojín. Eva no dudó que la estaba esperando para hablarle sobre los deberes del estado que iba a abrazar; humildad. Apartó el cojín y se puso de rodillas sobre la piedra.

Entonces, con gran extrañeza por su parte, Jacques se arrodilló a su lado.

—Padre —dijo—, no solamente os traigo una santa, sino una mártir. La quiero y deseo que ante todas estas gentes que le deben el reposo y la tranquilidad nos unáis a los dos por el sagrado sacramento del matrimonio.

Eva lanzó un grito, que más asemejaba un grito de dolor que un grito de alegría; después, levantándose de golpe cogió su cabeza entre sus manos:

—¿Es que me vuelvo loca? —dijo ella—. Ante todos vosotros, ¿no acaba de decirme este hombre que me ama?

—Sí, Eva, os amo —repitió Jacques—. No tanto como merecéis ser amada, pero tanto como un hombre puede amar a una mujer.

—¡Oh, Dios mío, Dios mío! —exclamó Eva.

Y palideciendo cayó sin conocimiento sobre el pavimento de la iglesia.

Cuando volvió en sí, se encontraba en la sacristía. Jacques Mérey estaba a sus pies y la apretaba contra su corazón.

El aire resonaba por los gritos de:

—¡Viva el doctor Mérey! ¡Viva mademoiselle de Chazelay!

Conclusión

Los desmayos producidos por la alegría, no son, a pesar de lo que se diga, ni largos ni peligrosos.

A los diez minutos, Eva había recuperado el dominio de sí misma, salvo que dudaba que todo fuera un sueño.

A la puerta de la iglesia la esperaba el coche. Pero Eva se encontraba tan débil, que Jacques tuvo que llevarla en brazos. El cochero sabía donde tenía que ir; no pidió ninguna orden, y, en medio de los gritos:

—¡Viva Jacques Mérey! ¡Viva mademoiselle de Chazelay!

El coche se alejó y todo volvió a la oscuridad y al silencio.

Eva miró a su alrededor, solamente vio a Jacques; lanzó un grito de júbilo, se echó a sus brazos y se fundió en lágrimas.

Desde aquella insuflación después de la asfixia, que había terminado por un beso, ninguna caricia de amantes se había intercambiado entre Jacques y Eva.

Quedaron enlazados el uno en brazos de otro; Eva pidió al Cielo que si era un sueño que este sueño no terminase nunca.

De repente se abrió la portezuela. Una viva luz obligó a Eva a abrir los ojos y se encontró rodeada por criados que sostenían antorchas.

Jacques la ayudó a bajar del coche; ignoraba completamente donde se hallaba.

Eva había calculado que el coche rodó por espacio de unos cinco minutos y se había detenido ante esta casa desconocida que nunca había visto en los alrededores del castillo de Chazelay.

Subió la escalinata adornada con flores, entró en un vestíbulo adornado con candelabros y jarrones de China, cuya forma le era conocida sin que pudiese recordar sin embargo donde los había visto, si no en lo más profundo de un sueño.

A continuación entró en el salón, también adornado con muebles Luis XV; del salón, por dos puertas, se entraba en dos dormitorios.

Uno era la habitación granate que como ya hemos dicho tenía como único adorno un gran retrato de mujer con una plegaria debajo.

A la vista de este retrato, Eva exclamó:

—¡Mi madre!

Cayó de rodillas ante la plegaria. Jacques la dejó rezar un momento, y envolviéndola con su brazo la levantó a la altura de sus labios:

—Madre —dijo—, tomo a tu hija, pero me obligo a hacerla feliz.

—Pero, ¿dónde estamos? —preguntó Eva mirando a su alrededor y viendo a través de los cristales de las ventanas, en las que rutilaban las luces de Argenton.

—Estás en la casa del bosque Joseph o en tu mansión Escipión, como prefieras. Esta habitación, que por el retrato de tu madre adivinarás que es tu dormitorio, se encuentra justo en el lugar donde se levantaba la cabaña del cazador Joseph, que es el guarda general de tus bosques.

—¡Ah! —dijo Eva, echándose al cuello de Jacques—, no te olvidas de nada. Y de cada recuerdo haces una cosa sagrada.

Sabemos que por medio de un corredor los dos dormitorios se comunicaban entre sí. Mérey condujo a Eva por el de su habitación a su dormitorio.

Eva no había visto nunca nada que se le pareciese, era puro pompeyano. Las pinturas que cubrían las paredes retuvieron un instante su atención, después pasó a los dos gabinetes que parecían gemelos, tan iguales eran, excepto por los cuadros pertenecientes unos a la escuela lombarda y otros a la florentina.

Después había una galería adornada con cuadros pertenecientes a todas las escuelas.

La visita terminó con los dos comedores. Una mesa con dos cubiertos estaba servida en el comedor de verano, y la noche era luminosa, las ventanas estaban abiertas, y desde el sitio donde debían sentarse se divisaban a la vez las flores, las hojas de los árboles y las estrellas del cielo.

Jacques indicó a Eva que se sentase, la besó la mano y se sentó enfrente de ella.

Ella cenó sin darse cuenta de que estaba comiendo. Las emociones del día la habían debilitado, nada produce más apetito que las lágrimas. Mientras son desgraciados, los desgraciados no quieren reconocerlo; pero cuando ya no lo son, es una verdad que confiesan.

Fue entonces cuando Jacques Mérey puso a Eva al corriente de sus negocios. El hospital había sido construido e inaugurado; la mansión Escipión, o la casa del bosque Joseph estaba completamente terminada; en el mes de octubre, un hotel les esperaba en París, y de la fortuna de Eva, así como de la de Mérey, tan considerable la una como la otra, quedaban todavía cien mil libras en rentas.

Eva había querido cerrar los oídos a todos estos cálculos, pero Jacques había juzgado necesario informarla sobre todas estas cosas.

Cuando terminaron la cena, Jacques condujo a Eva a su habitación.

—Aquí —dijo— estáis completamente en vuestra casa; las puertas cierran únicamente por vuestro lado. Cuando las dejéis abiertas, es porque me estará permitido entrar.

Eva le miró tiernamente.

—Jacques —dijo—, un íntimo ruego: volvamos esta noche a Argenton.

—¿Por qué, querida amiga? —preguntó Jacques.

—Porque me parece que sería una ingratitud pasar la noche más feliz de mi vida lejos de la casa donde me creaste, donde me liberaste.

Jacques tomó a Eva en sus brazos.

—Eres tú quien no olvida nada —dijo él—. Salgamos hacia Argenton. Marchemos ahora mismo.

Una hora después la puerta de la pequeña casa se cerró tras las dos criaturas más felices de la creación.

FIN