Capítulo II
Terminada la cena, como aún había dos horas de día, no se emprendió el camino de Sainte-Menehould, sino que fueron de peregrinación a Valmy.
Llegaron a Sainte-Menehould un poco más tarde, pero poco importaba. Se cenó bien, la fatiga había desaparecido, los voluntarios admiraban al sargento que proveía a las necesidades del cuerpo y que se bastaba, para las del espíritu, con sus propios recuerdos. Todos, sin excepción, le hubiesen seguido al fin del mundo y se hubiesen dejado matar por él.
Y él, aunque impaciente por reunirse con el alma de su vida, con aquella estrella de su corazón llamada Eva, se aprestaba a tomar con paciencia la obligación de ganar la frontera en pequeñas etapas.
Pisaba todavía la tierra de la patria que, en tres o cuatro jornadas abandonaría, para, quizá, no volver a verla nunca más.
De tiempo en tiempo sentía el deseo de tirarse contra la tierra y de besar esa madre de todos que, desde hacía dos mil seiscientos años, Brutus había besado como a la madre de las madres.
Todo le parecía bello, todo se le volvía encantador. Se detuvo para recoger una flor, para oír el canto de un pájaro, para ver correr el agua de un arroyuelo.
Para cada cosa tenía un suspiro de melancolía.
Liquidó sus cuentas con el hotelero y, en un campo de cebada y centeno tomó un sendero que sólo permitía el paso de uno en uno y que conducía a Valmy.
Los habitantes del pueblo viéronle venir desde lejos y, como ocurría a menudo en aquella época, pensaron que llegaba como visitante.
Se adelantaron a ellos.
Pero cuando supieron que era la simple curiosidad que les traía, todos quisieron hacer de cicerone y acaparar su atención.
Jacques Mérey sentóse sobre el banco de piedra a la puerta del molino, cuando uno de los mozos molineros ofrecióse a contarle la batalla:
—Inútil, amigo mío —respondióle el falso sargento—, ¡yo estaba allí!
—¿De los de «este lado»? —preguntó el molinero.
—No —respondió Jacques sonriéndole y señalando el campo de Dumouriez—, de «los del otro».
Pusiéronse de nuevo en marcha y, bordeando una corriente de agua y por otro sendero, fueron a alcanzar la bajada a Sainte-Menehould, donde el 23 de junio de 1791 murió M. de Dampierre. Extraña cosa y sin embargo corriente en las guerras civiles: el tío moría en la bajada hacia Sainte-Menehould gritando: «¡Viva el Rey!» y el sobrino moría en los bosques de Vicoigne gritando: «¡Viva la República!».
Entraron en Sainte-Menehould durante la noche. Los voluntarios fueron alojados por el ayuntamiento. Sin embargo, Jacques Mérey prefirió dormir en la posada.
Antes de separarse de sus compañeros, Jacques Mérey les propuso para el día siguiente una gran etapa. Una etapa de nueve leguas y pernoctar así en Verdún.
Desayunarían en Clermont.
Pensando que alguno de los voluntarios temiese esta etapa de nueve leguas, Jacques Mérey se procuró un carro tirado por dos caballos bien provisto de paja entre la que irían, primero, el desayuno, y además, los fusiles, los sacos y los cojos.
Tomadas estas precauciones, debiera llegarse a Verdún a las ocho de la noche.
El falso sargento temía ser reconocido en Verdún, deseaba llegar ya anochecido para salir antes del alba.
Se desayunaría y se haría una pausa de cuatro o cinco horas, o quizá de mucho más, bajo los grandes árboles que bordean el Aire.
Durante la espera comerían un trozo de pan y echarían un trago en Islettes, un pueblecito encantador, situado en el mismo corazón del bosque de Argonne.
Partieron al alba de Sainte-Menehould y llegaron a la cima de la montaña, detrás de la que se escondía el bosque, a esa hora encantadora de la mañana en la que en la cima de los árboles flota ese vapor transparente y azul. De pronto parece que la tierra falla bajo los pies y la vista se extiende sobre un océano intensamente verde, el camino se hunde como un torrente en este océano al que separa y donde, a veces, oleadas de hojas vuelan sobre la cabeza del viajero.
Las trincheras de la batería de Dillon todavía estaban en pie, intactas, como si acabaran de llevarse los cañones.
Dillon, como es sabido, resistió hasta el último momento y allí se replegó Dumouriez.
El descanso fue alegre; los comienzos del camino en los cuales todos se sienten alertas y relajados son siempre alegres.
La jornada transcurrió según el programa previsto: se desayunó a la orilla del Aire, se descansó, se jugó a las cartas y se dormitó sobre la hierba durante cuatro o cinco horas.
A las ocho entraron en Verdún.
Verdún pagaba cara su debilidad. Todos aquellos que tomaron parte en la traición a la ciudad estaban detenidos. Se instruía el proceso contra las jóvenes que habían entregado flores y dulces al rey de Prusia. La ruta ofrecía por lo demás poco interés. La marcha de los prusianos y su entrada en Francia no ofreció obstáculos hasta más allá de Argonne. Pernoctaron en Briey, después en Thionville.
Una jornada les separaba de su destino. Jacques Mérey citó a sus compañeros de ruta en Sarrelouis para los dos días siguientes, anunciándoles que iba a visitar a uno de sus familiares que vivía en un pueblecito de los alrededores.
Antes de dejar a los voluntarios, el buen sargento León Milcent, que tan paternalmente había cuidado de sus necesidades mientras estuvo entre ellos, informóse de quiénes, durante su ausencia, podrían necesitarle.
Unos cientos de francos aseguraron el alimento de los más necesitados hasta el momento en que, en Sarrelouis, cobrasen su paga.
La Convención asignaba, hecho extraordinario, cuarenta céntimos por día a sus voluntarios.
Los que estaban a las órdenes de León Milcent despidieron a su jefe agradeciéndole los cuidados que por ellos tuvo y prometiéndose la gran fiesta a su llegada a Sarrelouis.
Pero inútilmente le esperaron al siguiente día e inútil fue la espera del siguiente y, como no dejó dicho hacia dónde se dirigía, no pudieron obtener información alguna.
Sin embargo, no perdían las esperanzas, pero pasó una semana, quince días y un mes sin noticia alguna y el tiempo transcurrió sin que jamás se oyese volver a hablar de él.
¿Qué había sido de él?
Jacques Mérey, quien, con razón, pensaba no tener más que temer, alquiló un coche en Thionville, cuyo propietario, mediante el pago de seis libras, prometió conducirle a la granja de las «Tres Encinas», una de las más bellas de la orilla derecha del Moselle y situada a legua y media de la frontera.
A las diez de la mañana, con su uniforme de sargento de voluntarios, Jacques Mérey descendió frente al portón de la granja, y, bajo la sombra de las tres encinas, de donde provenía su nombre, y con la seguridad que da al hombre la certeza de ser bien recibido, pagó y despidió al coche. Paseó su mirada por el edificio tratando de reavivar sus recuerdos.
Un perro corrió ladrando hacia él, pero lo calmó con sólo extender la mano.
Al oír los ladridos del perro, un niño, rubio como un rayo de sol, acudió corriendo.
—Cuidado, señor —dijo—. Thor es malo.
Thor era el nombre del perro.
—Conmigo, no —dijo el voluntario—. ¿Ves?
Hizo un gesto a Thor, y Thor vino a lamerle.
—¿Quién eres? —preguntó el niño al voluntario.
—Yo no necesito preguntarte quién eres, eres el nieto de Hans Rivers.
—Sí.
—¿Dónde está tu abuelo?
—En la granja.
—Llévame hasta él.
—Seguidme.
Cogió al niño de la mano y avanzó con él hacia el porche donde un anciano, de unos sesenta años, hizo su aparición.
—Abuelo —dijo el niño, corriendo hacia él—, aquí hay un señor que nos conoce.
El anciano, levantando su gorro de lana con la mano a modo de saludo, interrogó con la mirada.
—Señor —dijo Jacques—, tenía la edad de este niño cuando vine aquí, y fue la sola y única vez que estuve. Vine con mi padre, Daniel Mérey, con él firmasteis el subarriendo de esta granja que yo he renovado, creo, hace tres años.
—¡Dios me bendiga! —exclamó Hans—, ¿sois acaso nuestro amo Jacques Mérey? Jacques lanzó una carcajada.
—No soy el amo de nadie —dijo—, puesto que a mi entender, el hombre es el único dueño de sí mismo. Soy, solamente, vuestro propietario.
—Juana, María, Thibaud, venid todos —exclamó el anciano—, hoy es un día feliz. Venid, venid, venid.
Y a medida que los llamaba, corrían todos colocándose a su alrededor.
—Mirad bien al caballero; todos vosotros, todo lo que sois, y vosotros también —dijo, extendiendo la mirada a dos palafreneros, a un pastor y a una guardadora de gansos—, se lo debemos al caballero; él, Jacques Mérey, es nuestro benefactor.
Un grito unánime salió de sus gargantas y las cabezas se descubrieron.
—Entrad en vuestro hogar —dijo el anciano—. Desde el momento en que vuestros pies pisaron el umbral de esta casa, somos vuestros servidores.
Colocáronse todos en fila. Jacques Mérey entró.
—Id a buscar a Bernardo a la cochera y a Rosina al establo… ¡Bah! Hoy es fiesta y descanso para todos.
Bernardo era el hijo mayor y Rosina la nuera del anciano, padres del niño rubio.
Una hora más tarde estaban todos reunidos alrededor de la mesa. Era mediodía.
Hans, era el abuelo; Juana, la abuela; Bernardo, el hijo mayor; Rosina era su mujer; Thibaud, el segundo hijo, de veintidós años; María, una hija, de dieciocho; Ricardo, el niño rubio, de diez años, hijo de Bernardo y de Rosina. Todos ellos componían la familia.
El anciano cedió su sitio a Jacques, quien presidía la mesa.
Llegados a los postres, Jacques preguntó:
—Hans Rivers, ¿cuánto tiempo hace que sois granjero de nuestra familia?
—Hace…, ¡un momento, señor Jacques!, fue entre el nacimiento de Thibaud y de María, hace veintiún años.
—¿Durante cuántos años habéis pagado vuestras rentas?
—Durante el tiempo en que vuestro padre, el señor Daniel, vivió, es decir, quince años.
—Por lo tanto… ¿hace siete años que no pagáis nada?
—Es cierto, señor Jacques, pero por orden vuestra.
—Os dije: «Sois gente honrada, guardad vuestras rentas, comprad bienes con ellas; cuanto más ricos seáis, más rico seré yo».
—Palabra por palabra, fue lo que nos dijisteis, señor Jacques, y diciéndonoslo, comenzasteis nuestra fortuna.
—Y cuando se pusieron en venta los bienes de los emigrados, es decir, de todos aquellos que lucharon contra Francia, os dije: «Guardad dinero como mío o como vuestro, poco importa; comprad bienes de los emigrados, son buenos bienes que no se venderán a más de doscientos o trescientos francos la media hectárea, y que valdrán seis y ocho».
—Hicimos como lo dijisteis, señor Jacques, de forma que hoy poseemos ciento cincuenta hectáreas de tierras. Ello hace, Dios nos perdone, que seamos casi tan ricos como nuestro amo. Es cierto que de ello le adeudamos, con los intereses compuestos, casi cuarenta mil francos. Pero estamos dispuestos a devolvéroslos y no en mal papel, sino en buen dinero, tal y como os lo debemos.
—Ésta no es la cuestión, mis queridos amigos. Por ahora, no preciso de ese dinero, pero quizá, más tarde, lo necesite.
—En ese momento, señor Jacques, hacédnoslo saber, y ocho días más tarde, palabra de Hans Rivers, se os pagará.
Jacques se puso a reír.
—Tendréis un medio más fácil y rápido de pagarme —dijo—, simplemente deberéis denunciarme. Soy proscrito. Me cortarán el cuello y ya no me deberéis nada.
Al oír estas palabras el padre y los hijos se levantaron y lanzaron un grito.
El padre levantó los brazos al cielo.
—Os han proscrito —dijo—, a vos, a vos que sois la rectitud, a justicia, a vos que sois la representación de Dios sobre la tierra, pero, ¿qué es lo que quieren?
—Quieren el bien, al menos creen quererlo. Por ello, y como estoy obligado a abandonar Francia y puesto que puedo ser arrestado en la frontera, he pensado en vos, Hans Rivers. —He ahí una buena cosa, señor Jacques.
—Pensé, Hans Rivers se ocupa de una granja de mi padre en el Roselle, a dos kilómetros de la frontera y, seguramente, es cazador.
—Ya no lo soy, pero mis dos hijos Bernardo y Thibaud, sí lo son.
—Es lo mismo, ¿no poseen acaso una barca?
—¡Ah! Eso sí —dijo Thibaud—, y una buena barca. Soy yo personalmente quien se encarga de ella. Ya la veréis, señor Jacques.
—¡Pues bien!, pondré en ella las ropas de Hans o de uno de sus hijos y subiremos a la barca como cazadores de aves acuáticas. La caza está siempre permitida en el río. Iremos a la deriva hasta Tréves y, una vez allí, fuera de las fronteras francesas, estaré a salvo.
—Todo se hará según vuestros deseos, señor Jacques —dijo Hans—. En el acto, si lo mandáis.
—¡Diablos, no!, mi buen amigo —respondió Jacques Mérey—, nos queda tiempo hasta mañana. Pensaríais que he tenido miedo de pasar una noche bajo vuestro techo.
Al siguiente día, al alba, tres hombres vestidos de cazadores y acompañados de dos perros de agua, soltaban una barca atada con una cadena al pie de un sauce, situada en una pequeña bahía del Moselle y subieron a ella.
Dos de estos tres hombres iban a comenzar a remar cuando, el tercero, sentado al timón, les indicó que guardasen silencio.
—Siempre irá demasiado de prisa —dijo con una triste sonrisa.
Estos tres hombres eran los dos hijos de Hans Rivers y Jacques Mérey. Jacques Mérey había encomendado con gran cuidado a los dos jóvenes que le indicaran, exactamente, dónde terminaba la frontera francesa.
Al cabo de un cuarto de hora de navegación, le señalaron un mojón: era la frontera. De un lado, Luxemburgo; del otro, el Palatinado. De acá del mojón, la patria; de allá, la tierra extranjera.
La barca se paró al pie del mojón. Jacques Mérey quiso, una vez más, pisar el suelo sagrado de Francia.
Rodeó con sus brazos el mojón, como si ese pedazo de madera inerte fuese un hombre, un compañero, un hermano.
Apoyó su cabeza contra él, como lo hubiese hecho sobre el hombro de un amigo.
Su dolor era doblemente profundo: abandonar Francia y dejarla en el estado en que se encontraba.
Todo un ejército sitiaba Mayence. El enemigo en Valenciennes, nuestra última esperanza. El ejército de Midi en retirada; el español marchando sobre Francia; Saboya, nuestra hija por adopción, vuelta contra nosotros por la voz del clero; nuestro ejército de los Alpes hambriento; Lyon en plena revolución ametrallando a los comisarios de la Convención, quienes, por desgracia, pagarían con la misma moneda; y como final, los Vendéens victoriosos en Fontenay y prestos a marchar sobre París.
Nunca nación alguna sin perderse, estuvo tan cerca de su pérdida. Ni siquiera Atenas arrojándose al mar para huir de Jerjes, y alcanzar a nado la isla de Salamina.
A pesar de que la ciencia había hecho un materialista de Jacques Mérey, no por ello dejó de pensar que los acontecimientos que se sucedían sobre la tierra obedecían a un poder misterioso escondido en las profundidades de la eternidad y que, sin duda, desde nuestro punto de vista, debían terminar en algo más inteligente y humanitario.
Elevando los ojos al cielo, murmuró:
—Tú, al que busco con cualquiera de estos nombres: Zeus, Uranio, Jehová, Dios, creador invisible y desconocido de los mundos, esencia celeste o materia inmortal, no creo que el hombre, como tal individuo, merezca ni siquiera una de tus miradas, pero creo que cubres con tu protección omnipotente a toda nuestra especie y al igual que las flotas sucumben con el viento, los grandes acontecimientos de los pueblos deben inclinarse ante tu gran fuerza. De cualquier manera que el hombre haya sido creado, viene de Ti; y si lo creaste solo, pobre y desnudo, era para concederle el mérito de darle la experiencia de crear, a su vez, la familia, después la tribu y por fin, la sociedad. Una vez constituida la sociedad, debe enriquecerla con el trabajo e iluminarla con su inteligencia. Hace ya seis mil años que cada uno coopera a este fin según su fuerza y su genio. Pero, ¿cuál es el resultado que quieres esperar de tanto esfuerzo? La mayor cantidad de posible felicidad propagándose sobre el mayor número de individuos. ¿Quién ha hecho más para realizar esta obra inmensa, las monarquías de toda clase que se suceden desde hace mil años, desde la monarquía feudal de Hugo el Capeto hasta la monarquía constitucional de Luis XVI, o cinco años de revolución que acaban de terminar? ¿Quién ha otorgado al hombre la igualdad de derechos? ¿Quién le ha dado el pan del espíritu por medio de la educación y el pan del cuerpo por el reparto de sus tierras? Nuestra santa Revolución y nuestra bien amada República lo han logrado. Francia es tu elegida, ¡oh, Señor!, puesto que, en cierto modo, la elegiste como víctima y la ofreciste como ejemplo al ser humano. ¡Pues bien, que su sangre corra y la mía por encima de todas; que sea el Cristo de las naciones como Jesús fue el de los hombres y que estas palabras: LIBERTAD, IGUALDAD, FRATERNIDAD, pronunciadas por Él y adoptadas por Él sean el sol luminoso del futuro! ¡Adiós, patria; adiós, patria; adiós, patria! Y ahora —dijo Jacques Mérey, dejándose caer en la barca—, llevadme donde os plazca, puesto que, donde quiera que me llevéis, ya no será mi Francia.