XI
A partir de ese momento, me sentí tan sola, totalmente abandonada, sin noticias tuyas, sin saber de tu vida, que caí en una especie de letargo del cual salí momentáneamente para volver a caer más profundamente en él.
Ya te he dicho que conmigo estaba una chica llamada Jacinta. Dos días después de la muerte de Danton, me pidió permiso para ir a visitar a una tía suya que vivía en Clamart.
Le di permiso para ir.
Sabiendo que solamente la tenía a ella, dispuse todo para que nada me faltase durante las veinticuatro horas que iba a durar su ausencia.
Volvió al día siguiente antes de lo que yo esperaba. Algo extraordinario había sucedido en Clamart.
A las nueve de la mañana un joven con larga barba, ojos extraviados, y ropas desgarradas entró en el cabaret del «Puit-sans-vin». Pidió algo de comer y comió ávidamente para despertar la curiosidad de los campesinos que estaban a su lado y que formaban parte del comité revolucionario de Clamart.
Al tiempo que comía se puso a leer volviendo las páginas con unas manos tan blancas y cuidadas que los «sans-culottes» no dudaron que tenían que habérselas con un enemigo de la República.
Los campesinos le arrastraron y le condujeron al distrito. Pero como sus pies estaban maltrechos, y no podía dar un paso, tuvieron que ponerle sobre un caballo y le llevaron a la prisión de Bourg-la-Reine.
Estaba ansiosa por conocer la edad del joven.
Jacinta me dijo que estaba tan maltrecho por la fatiga y las privaciones que era realmente imposible saber su edad. Me dijo que había oído decir que era uno de aquellos proscritos del 31 de mayo y del 2 de junio que, con los girondinos, había logrado escapar.
La esperanza y el dolor se aferraron a un tiempo en mí, mi bienamado, al pensar que pudieses ser tú. Envié por un coche, hice subir a Jacinta conmigo y partimos al instante mismo hacia Clamart, aunque sabía que él ya no estaba allí, pero no quería perder ningún detalle.
Empecé a dudar que fueses tú, las señas que me daban del preso no tenían relación contigo. Pero el sufrimiento nos marca de tal forma que seguí con mis pesquisas.
Llegamos de noche a Bourg-la-Reine; el prisionero estaba en el calabozo y al día siguiente lo llevarían a París.
Nos hospedamos en un pequeño hotel donde esperé con impaciencia el día sin acostarme y sin dormir.
Allí me informaron que el preso, escondido desde hacía un año, bien en Francia o en el extranjero, había sido arrestado al volver a París.
Se equivocaban. Fue precisamente en el momento en que intentó salir de París.
Al amanecer abrí la ventana. Un gran tumulto reinaba en el pueblecito, todos corrían hacia la prisión.
Envié a Jacinta. Sentía que las fuerzas me faltaban. Jacinta volvió totalmente horrorizada. El prisionero se había envenenado durante la noche. Le encontraron muerto en su celda. Mientras supe que vivía, me faltaron las fuerzas, pero una vez muerto no dudé ni un momento.
Cuando llegué a la cárcel, supe su nombre. Era un nombre que había oído pronunciar muchas veces, y con gran respeto, a Danton y Camille Desmoulins. Se llamaba Condorcet. Quise verle.
Entramos en la celda, estaba acostado en su cama. Parecía dormir.
Era un hombre de unos cincuenta y cinco años, casi calvo. Su rostro era dulce, grave y lleno de nobleza. Me incliné sobre su cama y le miré durante largo tiempo.
¡Era eso, la muerte!
Por segunda vez me invadió el sentimiento de la envidia. ¡No era mil veces mejor ese reposo que la vida agitada que llevaba!
¿Para qué continuar? Para conocer tu muerte un día u otro, como madame Condorcet había conocido la de su esposo. Indudablemente el veneno que había tomado debía ser dulce y fácil para darle ese aspecto de tranquilidad. Tampoco hacía falta demasiado. Vi la sortija que lo encerraba.
¿Dónde encontraría ese veneno y por qué no te había dicho, amor mío, que me preparases una sortija semejante en el caso que tuviese que separarme de ti?
Sabía que madame de Condorcet era una mujer joven y bella. Sabía que tenía un niño y que quería con verdadera ternura a ese hombre, que podía haber sido su padre. Sabía también que vivía en la calle Saint Honoré, número trescientos cincuenta y dos, en una pequeña tienda de ropa blanca. Hacía también retratos y de este trabajo, de la venta de su tienda, vivían ella, su hermana enferma, su gobernanta y su pequeño.
Me concedieron, según pedí, que el cadáver no fuese enterrado hasta el día siguiente. Tomé una pluma y escribí a madame Condorcet:
Como vos, lloro al hombre del que estoy separada quizá para siempre. El destino me ha guiado hasta el lecho de muerte de uno de los más grandes hombres de nuestra época. No os digo su nombre, señora, adivinaréis quién es. Os envío a mi doncella y el coche que la condujo hasta aquí, él os traerá también. No es a mí a quien está reservado el honor de realizar las últimas obligaciones para con el hombre por el que rezo.
Di la carta a Jacinta, diciendo que la llevase a París a la dirección indicada.
Hacia la noche, los visitantes que habían rodeado la cama durante todo el día, se hicieron más raros.
La influencia piadosa es tal, que entre todos esos hombres groseros, ninguno de ellos me insultó ni se mofó de mí.
Cuando cayó la noche, el carcelero trajo dos velas, que depositó sobre la chimenea, preguntándome si deseaba algo.
Pedí un caldo, que me trajeron, y volví a quedarme sola.
¿Quién puede decir, mi bienamado Jacques, que la muerte es algo espantoso, cuando el amor, que es el alma de la vida, se escapa dulcemente en el horizonte, igual que el sol lo hace todas las noches? La vida es entonces como la noche, y la noche la hermana de la muerte.
Durante las cinco o seis horas en que velé este cadáver, tomé mi resolución.
Tengo dinero para aproximadamente unos dos meses. No quiero mendigar. No sé trabajar. Viviré todavía dos meses esperando que la Providencia me permita recibir noticias tuyas. Si no llegan dentro de dos meses y teniendo en cuenta que el hambre es demasiado dolorosa, iré un día de ejecución a la plaza Luis XV y gritaré: «Viva el rey». A los tres días todo terminará y dormiré con la misma tranquilidad que este cuerpo con el que he pasado la noche.
Cuanto más miraba ese cuerpo, más me hundía en la creencia fatal de la nada. Ese cadáver era el de un genio, el de un hombre de bien, el de un hombre con el corazón de Cristo. Si alguna vez un alma con esencia celestial ha habitado un cuerpo, ha sido ésta.
Cuántas veces le pregunté durante la larga velada, sola con él en medio de la soledad, del silencio, cuando era la única en velarle en la prisión, quizás en todo el pueblo, cuántas veces le pregunté: «Cadáver, ¿qué has hecho de tu alma?».
Pienso que si el alma existiese, cuando se la llama así, en la solemnidad de la noche, debiera dar algún signo de su presencia. Únicamente lo que no existe no puede responder.
Si el alma tuviese que responder, hubiese respondido a Shakespeare a través de Hamlet. Nunca nadie le dirigió jamás un ruego más apremiante.
¿Y qué hace Shakespeare? Viendo que la muerte permanece muda, envía al mismo Hamlet a buscar en la muerte su secreto.
¡Si este secreto fuese simplemente la nada, si el hombre hubiese vivido toda una vida de angustia y dolor, suspendido por esta esperanza vaga y frágil, para ver cómo esa esperanza se rompe en el último suspiro, sin luz, de allí de dónde salió el día de su nacimiento!
¿Qué sería entonces de nuestros bellos proyectos de vida eterna uno al lado del otro?
¡Tras las ilusiones del tiempo perdido vendría la pérdida de las ilusiones de la eternidad! ¡Si pudiésemos comprender cuál ha sido la voluntad de Dios al dejarnos en la duda!
¡Pero no, sus actos son tan incomprensibles como Él!
Cuando un rey envía a un mensajero al otro lado de los mares, y por miedo a que el mensajero pueda perderse en ruta, le explica el fin de su mensaje.
Cuando Luis XVI envió a La Pérousse a Oceanía, le trazó la ruta que debía seguir en ese mundo desconocido.
La Pérousse murió, pero sabía con qué fin había sido enviado, qué es lo que buscaba, y qué debía traer si hubiese sobrevivido.
A nosotros nos envían a un océano mucho más tormentoso que el océano Indico, pero no nos dicen qué es lo que debemos hacer, ni lo que seremos cuando la tormenta nos trague.
Cuando pienso que los más grandes espíritus creados por ese Dios mudo e invisible llamados Hornero o Moisés, Solón o Zoroastro, Escilio o Confucio, Dante o Shakespeare, se han visto frente al cadáver de un hermano, de un amigo o de un extraño, habrán hecho las preguntas que yo le hago y debiera estar más dispuesto a contestarme que cuando él lo estuvo ante la muerte, y que, sin embargo, ninguno de ellos ha visto estremecerse una fibra del cadáver para que pueda contestarles sí o no.
¡Amigo mío!, cuando estabas aquí, creía, porque es mucho más fácil creer cuando se está lleno de esperanza, amor y alegría. Lejos de ti, en mi aislamiento, en mi soledad, en mi dolor, ni siquiera me paro ante la duda. Únicamente creo en la ausencia del bien y del mal, en el reposo eterno, en la disolución de nuestro ser en esa naturaleza ignorante que produce, sin más cariño por uno que por otro, el árbol venenoso y la planta bienhechora, el perro que lame a su amo y la serpiente que muerde al que le ha vuelto a dar la vida.
* * *
A las tres de la mañana oí rodar un coche sobre el pavimento del pueblo. Se paró ante la puerta de la prisión.
Llamaron, las puertas se abrieron y conducida por el carcelero y Jacinta, que se quedó a la puerta, entró madame de Condorcet.
Su primer gesto fue el de echarse sobre la cama donde reposaba el cuerpo de su marido.
Aproveché el dolor en que se hallaba sumida para salir de la habitación, bajar a la calle y huir rápidamente.
A las seis llegaba a mi casa y me dormí tranquilamente. Mi decisión estaba tomada.