XIV

La Forcé, 17 junio 1794, por la noche.

Estoy en La Forcé, en la celda que durante tiempo fue ocupada por Vergniaud. He aquí lo ocurrido.

Como quería asistir a la ejecución, bajé de casa de madame Condorcet y me coloqué, no detrás, sino delante de la carreta.

Un nombre con uniforme de general, cubierto de plumas y penacho, y haciendo el molinete con su sable, abría la marcha.

Era el general de la Comuna, Henriot. Tuvieron buen cuidado en informarme que únicamente representaba el papel de mariscal de la guillotina, en ocasiones solemnes.

El que me dio estas explicaciones era una especie de burgués de unos cuarenta y cinco años, ancho de espaldas y muy conocido, al parecer, por el pueblo de París, puesto que no tenía que utilizar su fuerza ya que el gentío se apartaba ante él y le saludaba.

—Señor —le dije—, tengo gran interés en ver lo que va a ocurrir. ¿Podríais permitirme caminar a vuestro lado y beneficiarme así de vuestra fuerza y popularidad?

—Mejor que eso, mi pequeña ciudadana —me contestó el hombre gordo—, tomad mi brazo pero no me llaméis «señor», es una palabra, que, añadida a mi apellido, suena a demasiado aristócrata para mí. Tomad mi brazo, y si queréis ver, quedaréis satisfecha.

Tomé su brazo. Deseaba ver, pero sobre todo, ser vista.

No había prometido más de lo que podía sostener. Aunque enorme, el gentío seguía abriéndole paso a fuerza de saludos con el sombrero y, al cabo de diez minutos, nos encontramos en el mismo sitio donde estuve con Danton el día de la ejecución de Carlota Corday, es decir al lado derecho de la guillotina.

Detrás de mí se encontraba la famosa estatua de la Libertad, que David mandó esculpir para la fiesta del 10 de agosto.

¿Qué era de las dos palomas que se refugiaron entre los pliegues de su vestido?

Los carros se pararon siguiendo el orden que habían traído desde la Conciergerie, en medio de los gritos de insulto.

No habían colocado a los condenados por orden de culpabilidad, con el fin de comenzar por los unos y terminar por los otros. No, todos sabían esta vez que eran inocentes.

No puedes hacerte idea, mí bienamado Jacques, del aspecto que ofrecía esta carnicería.

Una hora, durante toda una hora, una larga hora, funcionó la máquina, cayendo cincuenta y cuatro veces y cortando, a cada vez, una vida llena de ilusiones y esperanzas. Los verdugos estaban hartos, los pacientes les empujaban.

—¡Oh, es demasiado, demasiado, los hombres…! ¿Pero, y las mujeres?

Solamente faltaba la jovencita, la pequeña obrera que llevó la comida a mademoiselle de Grandmaison. El bribón que la había arrestado contaba que cuando llegó al séptimo piso, donde vivía, no vio más muebles que un jergón y se le saltaron las lágrimas y que también dijo al comité que era imposible matar a esa criatura. Pero no fue escuchado, había sido juzgada, condenada y colocada en la carreta con los demás. Había visto guillotinar a sus cincuenta y tres compañeros y había muerto con ellos cincuenta y tres veces, antes de morir ella misma.

Llegó su turno.

—¡Oh! —murmuró mi protector—, ¡ella también, también! ¿No encontráis que es infame? ¡Delante de tantos hombres que nada dicen! ¡Ya la cogen! ¡La hacen subir al patíbulo! ¡No les da vergüenza! ¡Mirad, mirad, ella misma se coloca…!

—Señor verdugo, ¿estoy bien así?

La plancha se lanceó y se oyó un golpe sordo. El hombre sobre el que me apoyaba cayó como herido por un rayo, yo, en medio de este lúgubre silencio, grité:

—¡Maldito sea Robespierre el día en que ha dado este espectáculo al cielo y a la tierra, maldito, maldito, maldito sea!

Se inició un gran movimiento, me sentí transportada y oí estas palabras:

—El ciudadano Santerre se ha encontrado mal. Sin embargo, ¡es un hombre!

Cuando recobré suficientemente el sentido para darme cuenta de lo que ocurría, me encontré dentro de un fiacre con dos agentes de policía que me conducían a prisión. Como no conocía el barrio de París por donde pasábamos, pregunté a dónde me llevaban. Uno de los agentes respondió:

—A La Forcé.

En el momento de llegar pude leer en la esquina «calle Pavee» y una gran puerta se abrió. Me encontré en un patio, me hicieron bajar y entrar en una celda. Allí me preguntaron por mi nombre.

—Eva —respondí.

—¿El de vuestros padres?

—No tengo padres.

—¿Qué han hecho? —preguntó el carcelero.

—Lanzar gritos sediciosos.

Mi escrutinio fue rápidamente hecho.

—Está bien —dijo el carcelero—, ahora podéis retiraros.

Los dos hombres salieron.

El portero me hizo subir al segundo. Una vez en el corredor silbó a un enorme perro.

—No tengáis miedo, jamás ha hecho daño a nadie.

Dejó que me olfatease.

—Ahora —dijo—, he aquí vuestro verdadero guardián. Si alguna vez intentaseis huir, cosa que dudo, él se encargará de impedíroslo. Pero no os hará ningún daño. ¿No es cierto, Plutón? El otro día un preso intentó evadirse. Plutón me lo trajo cogido por la muñeca, pero sin el menor rasguño.

Una vez en mi celda, le pregunté:

—¿Pensáis que estaré aquí mucho tiempo?

—Tres o cuatro días, quizá.

—Es demasiado —murmuré.

El carcelero me miró con extrañeza.

—¿Tenéis prisa, por casualidad?

—Y mucha.

—En efecto —dijo filosóficamente—, cuando hay que terminar…

—Es mejor cuanto antes —respondí.

—Si estáis verdaderamente decidida, volveremos a hablar de ello.

—¿Cómo haréis?

—Como se dice en el teatro, os ofreceré un papel especial. Ésta es la prisión de los comediantes: hemos tenido lo mejor de la Opera; en este momento tenemos parte de la Comedia Francesa. Mientras tanto, ¿de qué viviréis?

—Como es la primera vez que vengo —dije sonriendo—, no conozco las costumbres de la casa.

—Quiero decir, si tenéis dinero para haceros comida aparte, o comeréis la del rancho.

—No tengo ni un céntimo —respondí—. Pero tomad mi sortija, me alimentaréis con su venta, espero que tendré suficiente para dos o tres días.

El carcelero la examinó como hombre entendido en joyas. Hacía diez años que estaba en La Forcé y muchas habían pasado ya por sus manos.

—¡Oh! —dijo—, os alimentaré durante dos meses y todavía saldré ganando en el negocio.

Llamó a su mujer.

Madame Ferney —dijo.

Madame Ferney se acercó.

—Os presento a la ciudadana Eva, que os recomiendo. Arrestada bajo culpabilidad de gritos sediciosos. Dadle una buena habitación y todo cuanto desee.

—¿También papel, tinta y pluma? —pregunté.

—También. Es lo que todas nuestras presas nos piden al llegar.

—Entonces —dije—, no tendré tiempo de aburrirme.

—Tengo miedo —dijo el carcelero—, me gustaría guardaros durante más tiempo.

—¿Aunque se termine el dinero de la sortija? —pregunté riendo.

—Todo el que Dios quiera.

La dulzura del carcelero, la educación de su mujer, la palabra Dios vibrando bajo el techo de la prisión, no dejaron de extrañarme.

A fuerza de tratar con aristócratas, la rudeza de los carceleros había terminado por desaparecer.

Lo que todavía no sabía, y no conocí hasta más tarde, es que los Ferney tenían buena reputación entre los prisioneros.

Al tiempo que limpiaba mi cuarto, ponía sábanas limpias a mi cama, me llevaba tinta, plumas y papel, para esa misma noche, madame Fresnay me preguntó por qué estaba encarcelada.

—Ya lo sabéis —le dije—. Proferí palabras sediciosas contra el rey Robespierre.

—¡Silencio! —me dijo—, callaos. Hay en esta prisión gente que hace el terrible empleo de espía. Se acercarán a vos y os contarán supuestos crímenes para arrancaros los verdaderos. Los hay para mujeres y para hombres. Desconfiad. Estamos obligados a tener semejante canalla, pero siempre que podemos advertimos a los prisioneros como gente honrada que somos.

—¡Oh!, yo no tengo nada que temer.

—¡Ay, hija mía, hasta los inocentes tienen por qué temer!

—Pero yo soy culpable, he gritado: «¡Abajo Robespierre, abajo el monstruo!». Lo he maldecido.

—¿Por qué lo habéis hecho?

—Para morir.

—¡Para morir! —dijo la mujer con extrañeza.

Cogiendo una palmatoria me la acercó para mirarme a la cara.

—¿Morir? ¡Vos! ¿Qué edad tenéis?,

—Acabo de cumplir diecisiete.

—Sois bonita.

Me encogí de hombros.

—Vuestro informe dice que sois rica.

—Lo fui.

—¿Y queréis morir?

—Sí.

—¡Paciencia! —dijo—. ¡Esto no puede durar eternamente!

—Poco me importa que dure mucho o que termine.

—Ya veo —dijo la madre Ferney poniendo la luz sobre la mesa y siguiendo con su barrido—. ¡Pobre juventud! Han guillotinado a vuestro amante y queréis morir.

No contesté. La carcelera continuó con su trabajo y, una vez terminado, me preguntó qué deseaba para la cena.

Le pedí un vaso de leche.

Poco después subió con el vaso, papel, tinta y pluma.

—¿No sabéis a quién acaban de traer? —me dijo.

—No.

—Santerre, el famoso Santerre, el rey del faubourg Saint Honoré. ¡Ah!, ése no morirá sin ser abucheado. ¿Queréis verle?

—Le conozco.

—¡Bah!

—No solamente estaba de su brazo cuando me arrestaron, sino que, probablemente, sea yo la causa de su arrestamiento. Quisiera que me perdonase. ¿Podría hablarle?

—Voy a decírselo a Ferney. ¡Si por lo menos los prisioneros pudiesen verse y consolarse! Salió. Me hice esta pregunta: ¿Qué es el destino?

He aquí un patriota conocido por su exageración más que por su indiferencia. Ha tomado parte en todo cuanto ha pasado desde la toma de la Bastilla. Ha tenido su distrito como un león a su cadena, ha prestado grandes servicios a la Revolución. Como yo, siente curiosidad por ver la última ejecución, le encuentro, el miedo a ser aplastada me hace apoyarme en su brazo. La vista del mismo espectáculo nos causa diferente reacción. A él le aplana, a mí, me exaspera. Maldigo al verdugo, y henos aquí, a los dos, en la misma prisión, probablemente destinados al mismo carro y al mismo patíbulo. Si no le hubiese encontrado, a mí me hubiese sucedido lo mismo, puesto que era una decisión tomada. Pero a él, ¿le hubiese ocurrido del mismo modo?

En ese momento se abrió mi puerta y oí la bronca voz del cargador que decía:

—¿Dónde está esa pequeña ciudadana que quiere que la perdone? No tengo nada que perdonar.

—Sí —le dije—, probablemente soy la causa de vuestro arresto.

—¿Qué decís? Soy yo el que se desmayó como una mujer. ¡Desmayarse es un crimen! ¿Quién iba a pensarlo de un elefante como yo? Sin embargo reconoceréis que la dulce voz de la pequeña Nicole diciendo al verdugo: «Señor verdugo, ¿estoy bien así?», arranca el alma de cualquiera. No habéis podido tragaros vuestra maldición y se la habéis lanzado a la cara, habéis hecho bien; que rompa las entrañas de aquellos que no tuvieron valor para escupírsela en la cara. ¡Oh!, serán las muertes de las mujeres las que terminarán con él.

—Entonces, ¿me perdonáis?

—¡Naturalmente! ¡Os ensalzo, os admiro! Tengo una hija de vuestra edad, no tan bella como vos. ¡Pues bien!, quisiera que hubiese hecho lo que vos habéis hecho, aunque hubiese tenido que morir como vos moriréis y aunque yo mismo la condujese hasta el patíbulo.

—Me hacéis mucho bien, señor Santerre. Sabiendo que no moriréis por mi causa, yo moriré tranquila.

—¡Muerta!, todavía no lo estáis. ¡Cuándo sepan en mi distrito que me han arrestado, va a organizarse una buena bacanal! Quisiera estar allí para ver a mis obreros.

—Sí, pero dejemos una cosa bien sentada, señor Santerre, pase lo que pase, no haréis nada por salvarme, quiero morir.

—¿Vos, morir?

—Sí, y si os lo pido, me ayudaréis.

Santerre movió la cabeza.

—Decidme una vez más que me perdonáis y entrad; la ciudadana Ferney me está haciendo señas que debemos separarnos.

—Os perdono de todo corazón —dijo—, aunque nuestro encuentro deba conducirme al patíbulo. ¡Hasta mañana!

—De acuerdo. ¡Hasta mañana!

Me volví hacia madame Ferney:

—¿Podríamos vernos mañana?

—A las horas de paseo, sí.

—Entonces digo como vos, ciudadano Santerre, hasta mañana.

Salió. Tomé mi vaso de leche y me puse a escribirte.

En La Forcé, 18 de junio 1794.

Amigo mío, creo que tengo sobre la muerte la más clara idea que pueda tenerse. He dormido durante seis horas con un profundo sueño, sin pesadillas, con ausencia total del sentimiento de la vida.

Y a pesar de cualquier comparación, la muerte sólo puede parecerse a la muerte.

Si la muerte fuese un sueño, como el del que acabo de salir, nadie temería a la muerte puesto que nadie teme al sueño.

Lavoisier ha dicho que el hombre era «un gas solidificado» y no puede reducirse al hombre a una expresión más simple.

La cuchilla cae sobre el cuello y el gas se funde.

Pero el gas que ha formado al hombre, ¿para qué sirve, qué es de él mezclado de nuevo en el gran todo, es decir, cuando vuelve a su fuente?

¿Lo que era antes de nacer?

No, puesto que antes de nacer no era nada.

La muerte es necesaria, tanto como la vida. Sin la muerte, es decir, sin la sucesión de los seres, no existiría el progreso, no habría civilización. Creciendo las unas sobre las otras las generaciones agrandan su futuro.

Sin la muerte el mundo se estacionaría.

¿Pero qué hace la muerte con los muertos?

El pasto de las ideas, el abono de las ciencias.

No es demasiado divertido pensar que sea la sola cosa para la que nuestros cuerpos sirvan cuando ya seamos cadáveres.

¡Que la sublime Carlota Corday!, ¡que la buena Lucile!, ¡que la pobre pequeña Nicole, no lleguen a ser más que abono!

¡Oh!, el poeta inglés es por el contrario mucho más consolador cuando pone en boca del predicador que bendice a Ofelia en su lecho fúnebre, estos cuatro versos:

Oh, tú, que en tus días no pudiste soportar la carga,

En esta humilde tumba, virgen, reposa en calma,

Para que el Señor haga, en sus metamorfosis,

De tu alma un ángel, de tu cuerpo rosas.

Por desgracia la ciencia moderna admite todavía que un cuerpo haga rosas, pero ya no admite que del alma salga un ángel.

Cuando el ángel está hecho, ¿dónde se le aloja?

Mientras la ignorancia astronómica ha creído en la existencia del cielo, se le alojaba en el cielo; pero la ciencia moderna ha hecho desaparecer al tiempo el empíreo de los Griegos, el firmamento de los Hebreos, el cielo de los cristianos.

Cuando la tierra era el centro del mundo; cuando, según Tales, navegaba sobre las aguas como un gran barco; cuando, según Píndaro, era sostenida por columnas de diamantes; cuando, según Moisés, era el sol el que giraba a su alrededor; cuando, según Aristóteles, había ocho cielos por encima de nosotros, el cielo de la Luna, el de Mercurio, el de Venus, el del Sol, el de Marte, el de Júpiter, el de Saturno y, por fin el firmamento, sólida bóveda donde estaban incrustadas las estrellas, podíamos, aunque fuese en un cielo pagano, colocar a Dios, a los ángeles, a los serafines, las dominaciones, los santos, las santas, igual que se entrona a un conquistador en el reino que ha conquistado. Ahora que la Tierra es después de la Luna el planeta más pequeño, que la Tierra es la que se mueve mientras el sol permanece fijo, que los ocho cielos han desaparecido para dejar paso al infinito, ¿en qué parte del infinito colocaremos vuestros ángeles, Señor?

Amigo mío, ¿por qué me enseñaste todas estas cosas, árbol de la vida, árbol de la ciencia, árbol de la duda?

* * *

Ferney y su mujer me han dicho que a menos que los agentes hayan ido a denunciarme directamente al tribunal revolucionario, puede que me olviden aquí sin entablar mi proceso.

Estarás de acuerdo en que tendría muy mala suerte.

Estoy tan cansada de la vida, más desierta, más silenciosa, más muda para mí que la muerte, que cualquier medio será bueno para escaparme de ella.

Verás lo que he pensado.

Puesto que al parecer mi proceso no va a entablarse, me pasaré sin él.

Tenemos dos recreos por día.

Los prisioneros podemos tomar parte en ambos.

El paseo en el patio: ver salir los condenados hacia la plaza de la Revolution.

En la primera hornada bajaremos, Santerre y yo, para ver marchar a los condenados. Tendré las manos atadas a la espalda, los cabellos anudados en lo alto de la cabeza.

Me deslizaré entre los condenados y subiré al carro. Y entonces, ¡por mi fe!, tendré muy mala suerte si la guillotina no quiere nada de mí.

Tengo que convencer a Santerre; creo que ahí estriba mi mayor dificultad.

* * *

Este tabernero es realmente un buen hombre. Cuando le dije que era a ti a quien amaba, cuando le dije que habían corrido a caballo tras los dos últimos girondinos en las grutas de Saint-Emilion; cuando le dije que uno de esos dos mártires eras probablemente tú, y se acordó que a él también se lo habían dicho; cuando por fin le dije que solamente podía confiarme a él, que únicamente a él podía pedir este favor, consintió llorando; pero, consintió.

Mañana habrá ejecuciones. Se han anunciado tres carretas, lo que significa dieciocho personas, por lo menos.

Una de más, una de menos, nadie se dará cuenta, ¡ni siquiera la muerte!

Te he dicho ya todo cuanto tenía que decirte, mi bienamado: voy a emplear mi noche a tratar de dormir bien.

Como el caballero de Canolles: Me pruebo.

* * *

¡Qué buena noche he pasado, mi amor!. ¡Ojalá sea la primera tan dulce! Soñé con nuestra casa de Argenton, con el jardín, con el cenador, con el árbol de la vida, con la fuente; en una palabra, he visto todo nuestro pasado en sueños.

¿Es un adelanto de vuestra eternidad, Señor? Si me lo hacéis así, ¡gracias os sean dadas, Señor!

La llegada de los carros se acerca, no quiero hacerlos esperar.

Adiós, mi bienamado, adiós. Esta vez es verdaderamente la última. Esta vez voy a ver el espectáculo entre candilejas en lugar de verlo desde el patio de butacas.

Nunca, mi bienamado, mi corazón estuvo tan tranquilo y tan alegre. Una vez más te digo: «Si has muerto, voy a reunirme contigo; si vives, voy a esperarte». ¡Oh!, pero… ¡la nada!, ¡la nada!

Los carros entran en el patio, adiós.

Santerre viene a buscarme.

Voy.

Te quiero.

Tu Eva,

En la vida y en la muerte.