Capítulo XIII

El doctor continuó al trote de su caballo por el sendero que le había indicado Joseph. Se encontraba efectivamente a un cuarto de legua del castillo, y a mitad del camino de herradura que le conducía hasta allí y que, en efecto, pasaba a trescientos o cuatrocientos metros del pequeño bosque.

El guardián del castillo era el mismo Jean Munier, antes comisario de policía, que se había hecho intendente del territorio de Chazelay.

En el momento en que sus bienes fueron devueltos a Eva, había preguntado al buen hombre si prefería un trabajo tranquilo con seis o siete mil francos de sueldo a un puesto en París que podría perder en cualquier momento. Se sentía inquieto en este puesto de intendente, puesto que había oído decir que el castillo y todas sus dependencias iban a ser vendidos.

Vio acercarse con cierto temor a Jacques Mérey, al que tomaba como un comprador.

En efecto, las primeras preguntas de Jacques, que pidió ver el castillo con todo detalle, no le tranquilizaron, y a partir de entonces trató de crearse un protector en el recién llegado. Preguntó a su vez:

—No creo —dijo Jacques—, que este castillo sea vendido, pero tendrá seguramente otro fin; si mademoiselle de Chazelay os ha prometido, como decís, encargarse de vuestro futuro, le recordaré su promesa. Decidme vuestro nombre y no os arrepentiréis de haberme encontrado en vuestro camino.

—Señor, me llamo Jean Munier.

Era el nombre del comisario de policía que había recogido a Eva al pie del patíbulo.

Le miró fijamente.

—Jean Munier —dijo—, en efecto, mademoiselle de Chazelay os debe muchos favores; si no le salvasteis precisamente la vida, se la habéis conservado en circunstancias terribles.

—¿Sabéis eso, señor?

—Sí… Y quizá la hayáis oído pronunciar mi nombre.

Jean Munier miró al desconocido con una nueva curiosidad.

—Me llamo Jacques Mérey —respondió el doctor fijando su profunda mirada en el intendente.

Jean Munier se sobresaltó, juntó las manos; y con una expresión de alegría sincera sobre la que no había dudas:

—¡Ah, señor! —exclamó—, os ha vuelto a encontrar.

—Sí —respondió fijamente Jacques.

—¡Ah! ¡Qué feliz debe ser, mi querida señorita! —exclamó el antiguo comisario de policía—. ¿Que si os ha nombrado? ¡Ah, ya lo creo! En todo momento os llamaba con gritos de dolor, con lágrimas. ¿Sabéis dónde la encontré, señor? —Continuó el buen hombre cogiendo el brazo del doctor—. La encontré al pie del patíbulo, donde quería morir porque os creía muerto. Y es un milagro que no haya pasado por él como los otros. ¡Veinte cabezas cayeron ante sus ojos! Afortunadamente el padre Sansou sabía llevar su cuenta y no quiso oír nada, estaba empeñada en morir. No está muerta, gracias a Dios, vive, es rica. Vais a casaros con ella, ¿no es cierto?

Jacques empalideció como un muerto.

—Enseñadme el castillo —dijo.

Jean Munier cogió las llaves y, sombrero en mano, condujo a Jacques Mérey a la escalera principal.

Jacques no había visto el castillo de Chazelay más que por fuera. Cuando el marqués vivía, siempre se había negado a entrar, aunque tres o cuatro veces fueron a buscarle, bien por indisposición de los dueños de la casa, bien por enfermedades de las gentes del señor marqués.

Era un castillo, como creemos haber dicho, del siglo XVI, con restos de torres, de murallas y de puentes levadizos. Tenía la formidable envergadura de los castillos de aquellos tiempos de guerra, y aún así, hubiese podido en rigor contener un asalto. Como todos los castillos de esa época, la entrada tenía una sala de armas tan grande como una casa de las de ahora; de esta sala de armas se pasaba a los salones, a las habitaciones, a los gabinetes, que se extendían a lo largo de tres fachadas, y estaban iluminados por ochenta ventanas. Una magnífica vista dominaba todos los alrededores. Una sola de estas habitaciones que parecía haber sido un dormitorio estaba totalmente desamueblada y conservaba, como único adorno, un gran retrato de una mujer parecida a Eva.

Era la habitación donde su madre se quemó la noche del baile. Este retrato era del que hablaba en el manuscrito y ante el cual, en sus días de tristeza, se ponía de rodillas y rezaba.

Después de esta habitación se sucedían los apartamentos amueblados, como ya hemos dicho, espléndidamente amueblados.

Ahí, en esas habitaciones, en esos gabinetes, Jacques encontró los cuadros de los que también le había hablado. El Rafael, que representaba a santa Genoveva hilando con un huso entre un cordero y el perro pastor; allí encontró los Claude, Lorrain, los Hobbema, los Ruysdaél, los Miéris, un Leonardo da Vinci maravilloso; en fin, todo un tesoro de pinturas italianas y flamencas.

Anotó todos estos cuadros en un cuaderno, dio la lista a Jean Munier y le ordenó ponerlos en cajas. En las chimeneas encontró miniaturas de Petitot, Latour, d’Isabey y de madame Lebrun, tres o cuatro Greuze, encantadoras telas de gabinete, viejas joyas de Sajonia tan frecuentes en las chimeneas de los viejos castillos a orillas del Rhin. Había también una fortuna en estas pequeñas cosas inútiles que son las primeras exigencias del lujo. Todo esto fue anotado por Jacques con orden en las cómodas y secreteres de Boule y de palo de rosa que llenaban las dependencias del castillo.

Candelabros, espejos venecianos, lámparas con millares de cristales tallados, candelabros caprichosos como sueños de la Pompadour o de la Dubarry; los dinteles de las puertas de Boucher, de Watteau, de Vanloo, de Joseph Vernet, colecciones de esmalte de Limoges, tesoros a los que Eva no había hecho el menor aprecio, bien porque ignorara su valor, o porque estuviese demasiado triste para ocuparse de demasiadas bagatelas.

En el segundo piso, toda una colección de muebles Luis XVI que en aquella época sólo valían su precio de compra, pero que hoy hubiesen arruinado a un coleccionista. Se hubiese necesitado no de un solo día, sino de un mes para visitar todas las habitaciones y todos los salones apreciando sus riquezas; había tapices de Beauvais y D’Arras maravillosos. Habitaciones enteras tapizadas en telas de la China, cuyos muebles, adornos y porcelanas venían de la China; hubiese necesitado tres generaciones de ricos amantes y coquetas amadas, para poder reunir lo que había en este gigantesco templo de granito.

Como todos los emigrados, el marqués de Chazelay, pensaba que su ausencia no duraría más de cuatro o cinco meses, por lo tanto había dejado en sus estuches, en sus cajas, los objetos más preciosos; el embargo había conservado todo intacto. Sólo con lo que Jacques Mérey iba a coger del castillo de Chazelay, se podían amueblar cuatro casas y dos castillos de los que se construían entonces. Los terrenos que rodeaban el dominio estaban dedicados a huertos frutales, a parques con paseos como empezaban a hacerlos en Francia, según la moda inglesa; pues bien, también había uno de esos parques cuyas avenidas sin fin parecían conducir a los confines del universo.

Solamente con talar los árboles superfluos se podrían reunir más de cien mil francos.

En el fondo de la meseta sobre la cual estaba situado el castillo había una pequeña ribera que después de formar dos o tres remansos rebosantes de peces iba a entregar sus aguas al Creuse.

No hay nada más pintoresco que estos molinos que semejaban las fábricas que el arquitecto de María Antonieta había construido en el pequeño Trianon y que dieron origen a la mayor parte de los calumniosos rumores que persiguieron a la pobre reina durante su vida, y que aún la perseguían.

Cada una de estas edificaciones podía servir de retiro para un poeta, para un pintor, para un compositor. Por cada una de las ventanas arregladas artísticamente, se veía un panorama diferente, siempre bien elegido, unas veces terrible, otras gracioso.

El administrador que encontró Jacques en el castillo, al que por lo demás iba todos los días para cerciorarse de que todo seguía bien, vivía en uno de esos pequeños retiros con su mujer, que todavía era joven, y con sus dos niños.

Jacques le dijo lo que había hecho en favor de Joseph, el leñador.

Jean Munier conocía al hombre, pero ignoraba lo que había influido en la vida de Eva y de Jacques.

Sin decirle más de lo que ya sabía, sin presentir lo que quería hacer con el bosque en donde estaba la cabaña del leñador, Jacques le recomendó que fuese bueno con él y que le permitiera cazar todo lo que quisiera.

A cada paso que daba en su regreso, Jacques encontraba un recuerdo. Aquí había curado a un niño que se había caído de un árbol en el que buscaba un nido; un poco más allá era una madre que había contraído la difteria cuando cuidaba de su hija, allí era un viejo paralítico con el que por primera vez había intentado la cura por medio de venenos, es decir, con estricnina y glucina. Un campesino cuyo fusil había reventado se había mutilado la mano y gracias a los meticulosos cuidados que el doctor le había prestado, lo vio cómo trabajaba con la mano que otro hubiese amputado y que él le había conservado para ayudarle a alimentar a su familia.

Al reconocerlo, todas estas personas lo paraban, le hablaban de él, sin que ninguno lo dejase ir sin hablarle también de Eva, reproduciéndole siempre un dolor creciente cada vez que pronunciaban su nombre.

Por lo demás, ¿no estaba más presente que nunca ese nombre en su pensamiento? ¿No seguía el mismo camino por el que había vuelto el día en que él llevaba a Eva envuelta con su abrigo? Hacía casi diez años de todo esto y cada uno de los detalles del camino todavía le eran actuales como si hubiese ocurrido ayer, acompañado de Escipión que corría delante de él y que volvía a su encuentro saltando alrededor del abrigo en el que iba envuelta su pobre amada.

Entregado a sus pensamientos, dejaba ir a su caballo a paso de andadura, agradeciendo a Dios que el hecho de no poder el hombre adivinar el futuro era un supremo bien, cuando, con el fin de realizar no sólo una buena acción, sino de hacer progresar a la ciencia, llevaba ese cuerpo inerte y mal formado, sin esperar verlo llegar a un desarrollo tan perfecto como el que había conseguido a costa de tantos cuidados.

Estaba lejos de adivinar la influencia que aquella niña enmudecida, desvaída, desprovista de inteligencia y casi sin aliento, habría de tener en su destino.

El hombre tenía escrita ya su historia en el libro del universo, en el que el hombre, sorteando al azar todos los accidentes de su camino, cada uno de los cuales lo impulsaban a derecha o izquierda, cambiaba en algo su futuro tan desconocido para Dios como para el propio hombre.

¿Qué hubiera hecho él con ese ser informe que entorpeciéndolo retrasaba su marcha? ¡Si hubiera sabido que de él nacería esa fuente de dolor en la que bebería y en la que durante seis años había creído beber todas las delicias de la vida!, sin duda la hubiera abandonado en cualquier punto del camino, o cuando menos la hubiese devuelto a la fétida paja en la que la encontró. ¡Pues bien!, no, ¿cuántos sombríos misterios guarda el corazón?, la curiosidad hizo acaso que esta pequeña criatura le fuera más querida y más interesante cuando supo de qué instrumentos se servía la desgracia para sondear su inagotable bondad. ¡No!, la conservó viva y por los momentos de felicidad que le había dado este encuentro inesperado, hubiera estado dispuesto a correr el riesgo de grandes torturas, que, estaba obligado a confesarse a sí mismo había padecido no sin una amarga dulzura.

Dominado por estos pensamientos entró en Argenton. Desde lejos vio la pequeña casa con su mirador, en el que lo esperaba Eva, y con un sentimiento de dolor, que por otra parte deseaba vivir, se dijo que iba a encontrar de nuevo la bella flor salida de la raquítica planta que allí había sembrado.

A unos veinticinco pasos de la casa se encontró con Bautista, que vino hacia él con cara alegre. Había ido a ver al doctor y no lo había encontrado, pero había encontrado a Eva. Con aire familiar puso su mano en el cuello del caballo de Jacques y lo acompañó agradeciéndole por centésima vez haberle salvado la vida.

—¿Eres feliz?, mi buen Bautista —preguntó Jacques.

—Claro que sí, señor doctor —respondió éste— y en verdad creo que hay una Providencia para los pobres.

—¿Por qué para los pobres, Bautista?

—¡Ah!, porque se necesitan muchas cosas para contentar a los ricos, señor Jacques, mientras que, para los pobres, con tres o cuatro días que se asegure el pan, ya estamos contentos. La menor cosa que nos cae del cielo nos satisface. Hace tres días yo no tenía ni un céntimo, ni un pedazo de pan; me enteré que había llegado mademoiselle Eva, me alegro con la noticia, y ya tengo para comer; voy a verla, me da un luis, ya tengo para diez o doce días y dentro de diez o doce días, conseguiré una parte de la pensión que me habéis concedido.

Mérey lanzó un suspiro. Eva empezaba a ejercitar, por sí misma, y sin ser impulsada la caridad que él le había inculcado como un deber.

Entregó su caballo a Bautista, sacó la llave del bolsillo, abrió la puerta y entró en la casa. Era la hora de comer. Jacques Mérey se fue directamente al comedor.

Al pasar ante la habitación de Eva la encontró abierta y vio la sombra de la joven proyectándose en la habitación.

La mesa estaba servida, pero había un solo cubierto. Llamó a Marta con un tono más brusco que de costumbre.

—¿Dónde está Eva? —preguntó.

—En su habitación —respondió Marta—, donde sin duda espera a que la llaméis. —¿Quién ha ordenado poner un solo cubierto en la mesa?

—Ella.

—¿Por qué?

—Porque ha dicho que no sabía si le permitiríais comer con vos.

Dos lágrimas rodaron por las mejillas del doctor.

—¡Eva! —gritó con un movimiento irreflexivo.

—Aquí estoy, dulce dueño mío —dijo Eva.

—Poned el cubierto de mademoiselle —dijo el doctor a Marta, volviéndose para ocultar la alteración de su rostro.