Capítulo X
Hemos visto en qué condiciones se produjo este retomo, una noche, con un tiempo húmedo y frío. La vieja Marta había reconocido por la voz a Eva, después, abierta ya la puerta, las dos mujeres se abrazaron.
Si hubiera sido de día y hubiera hecho buen tiempo, Eva se hubiese lanzado al jardín, y hubiera querido volver a ver en la realidad todos los objetos que desde hacía tres años.
El árbol de la ciencia del bien y del mal, el arroyo que se filtraba por sus raíces, la ruta de las hadas, el cenador, etc.
Pero en esta noche negra, con esta lluvia helada y fina era imposible hacer una visita semejante.
Subió directamente a su pequeño dormitorio, blanca y pura como si la hubiese dejado la víspera y como si hubiese estado atendida continuamente. Allí tuvo que responder al torrente de preguntas que le hacía Marta. Esta vieja mujer también tenía su pasión; quería a Jacques Mérey con un amor distinto del de Eva, pero tan profundo y casi tan apasionado.
Sin embargo se dio cuenta que Eva, agotada por la fatiga y por el sueño, necesitaba quedarse sola.
Quiso desnudarla y acostarla como lo hacía antes.
Eva, que no deseaba otra cosa que volver a sus antiguas costumbres, se dejó hacer. Pero sólo exigió que cuando Marta se marchase de la habitación dejase encendida una vela. Los ojos de Eva sentían la necesidad de pasar revista a todas las cosas que le fueron familiares en su infancia, de las que estaba llena la habitación y ante las cuales, en presencia de Marta, su corazón no se hubiera atrevido a esponjarse como lo haría en la soledad y en el silencio.
Apenas había salido Marta, los ojos de Eva se abrieron y volvió a ver con embeleso su boj bendito traído por Bautista y su cristo de marfil, para el que su boj era una especie de cuna.
Eva pensaba con qué pureza de alma había sido arrancada de esta habitación bendita y en todo lo que había visto, vivido, y en todo lo que había sufrido desde que había salido de aquí.
No había ni un recuerdo que combatir o que rechazar de todos los que ella tenía de esta habitación; era el lado blanco y radiante de su vida. Cuando pasó el umbral de esta habitación y se cerró a sus espaldas la puerta de la calle, entonces fue cuando comenzó para ella la vida de dolor, de tristeza y de remordimientos.
Al salir Marta, se levantó, cogió la vela, fue mirando todos los objetos que casi no tenían nombre y que eran su mundo, los besó, los saludó, como se saluda al regresar, se arrodilló ante su cristo, aunque no supiera rezar oraciones corrientes, para verter ante el hombre del sacrificio, ante el Dios del dolor, el vaso rebosante de su alma.
Quiso abrir la ventana y mirar al jardín, pero el viento apagó la vela; además la densa lluvia que caía y la ausencia de la luna le impedían distinguir nada, como si ese pasado al que pretendía volver estuviese cerrado para ella.
Se volvió, cerró la ventana, llegó a tientas a la cama, se acostó empapada y tiritando y se cubrió la cabeza con las sábanas como si fuera un sudario.
Allí, en esta tumba anticipada, los objetos empezaron a confundirse unos con otros y a esfumarse lentamente en su espíritu. Vivió otra vez la sensación glacial que tuvo, cuando llevada por las olas del Sena había creído que iba a morir, y con una semejante insensibilidad creciente, le pareció deslizarse por la pendiente rápida de la vida hacia la muerte.
Hubo un momento en que no tenía más que esta sensación dolorosa en el corazón, que desaparecía poco a poco y que al desaparecer no dejaba paso ni siquiera a una sensación de vida.
Creyó que estaba muerta: dormía.
Al día siguiente, por no haber cerrado las contraventanas, la despertó un dulce rayo de sol que vino a acariciar su rostro. Este sol, sol de marzo todavía pálido y mortecino llegaba a través de las ramas de los árboles sin hojas, todavía en letargo y apenas vueltos a la vida. Entre estos árboles y ella había una semejanza: a pesar de los recuerdos del pasado era una especie de renacimiento titubeante lo que ella experimentaba.
Pero en fin, este sol, muy pálido aún era un rayo de esperanza, la certeza de que todavía existía. Eva abrió la ventana: ya no llovía, hacía uno de esos días revueltos de primavera en los que el aire está cargado de vapores que difícilmente entra en los pulmones y en los que el pecho, al respirar se siente como oprimido por una atmósfera muy pesada.
El jardín estaba igual salvo que parecía un poco descuidado y que hubiera por tanto crecido al azar como la tristeza en el corazón; la hierba estaba alta y mojada, el arroyo crecido por la lluvia se había salido de madre, el árbol de la ciencia no tenía hojas ni frutos y el viento mecía su espesa cabeza; el cenador agobiado por los tortuosos troncos de la parra, parecía una cuna devastada, por cuyo enrejado caían sarmientos lánguidos, casi muertos.
No cantaba ningún pájaro, su ruiseñor y sus doce curucas aún no habían vuelto, y tal vez no volverían jamás, o lo harían como ella, tristes y silenciosos.
De todos los hermosos días vividos en esta pequeña casa tan querida, Eva sólo recordaba los alegres días de la primavera, los cálidos días del verano y los poéticos días del otoño; había olvidado los melancólicos días del invierno, en los que a su jardín no le daba ni sol, ni sombra, y en los que ella lo animaba con sus alegres gritos y su retozante juventud. Tuvo que cerrar la ventana y volver a la cama; pronto oyó unos pasos: era la vieja Marta que en su prisa por volver a verla venía a averiguar si ya estaba despierta. Llamó.
La vieja mujer entró, fue a abrazarla en la cama, y se dispuso, como antes, a encender el fuego.
¡Ay! Entre ese antes y este ahora nada había pasado para ella, salvo los días de tal modo parecidos que confundía el verano con el invierno, o más aún, que para ella sólo eran una especie de crepúsculo que se extendía desde la época en que Jacques y Eva se marcharon hasta el día en que había vuelto a ver a Eva con la promesa de volver a ver a Jacques.
Encendido el fuego, se volvió y miró a la cama; Eva respondió a esta mirada con una sonrisa triste.
—Querida mademoiselle —dijo moviendo la cabeza—, no sois la misma que erais cuando vivíais aquí, sois desgraciada; ¿pero qué os puede hacer desgraciada si nuestro querido señor vive, si lo seguís amando y probablemente él os sigue amando?
—Pobre Marta —dijo Eva—, cuánto ha cambiado todo.
—Sí —dijo la vieja Marta—, aquí hemos sabido que habéis perdido a vuestro padre y que vuestra tía murió; que después de estas dos desgracias, os fue confiscada toda vuestra fortuna porque vos erais, ¿quién lo hubiera dicho?, aunque una niña tanto tiempo sin voz y sin pensamiento, una de las más ricas herederas del país. Pero también se ha dicho que con la protección de uno de esos nuevos grandes señores que han sustituido a los antiguos, os han sido devueltos todos vuestros bienes y toda vuestra fortuna.
—¡Oh! No me hable de eso. No me hable jamás de eso, querida Marta. Vuelvo más pobre, más desgraciada, y más desprovista de todo que nunca.
—¿Y Escipión? —preguntó Marta—. No me atrevo a preguntaros sobre él. El pobre animal lo dejó todo por seguiros. ¡Ah! Si nuestro pobre dueño hubiera podido, aunque era hombre hubiera hecho como Escipión; porque eran él y el pobre perro los que más os querían y yo después.
—Escipión ha muerto, Marta, y siento vergüenza de decirlo, en medio de todo el duelo que pesa sobre mí, el de mi pobre Escipión ha sido uno de los más duros de soportar.
—Pero en fin —dijo Marta, ante cuyos ojos la situación no se aclaraba—, nuestro querido dueño ¿os sigue amando?
Eva estalló en sollozos.
—¡Oh! No me hable más de su amor —gritó—. Me veríais llorar si todavía me quisiera. ¿Hay en el mundo alguna cosa distinta de su amor que merezca la tristeza o la alegría, la sonrisa o las lágrimas? ¡Oh! Si todavía me amase, si yo creyera que un día su corazón puede volver a mí, ¿no estaría yo a la puerta de la calle esperándolo?
Marta bajó la cabeza; se notaba que toda la inteligencia que había en la pobre vieja se inclinaba ante estas incomprensibles palabras.
—¡Todavía vive, pero no la ama!
Ella que había visto a través del corazón de su dueño como a través de un cristal, no comprendía cómo ese corazón, al que únicamente el amor hacía latir, podía seguir viviendo sin el amor; pero desde hacía mucho tiempo ella era pobre y como todas las personas sometidas a la voluntad de otra, era resignada. Era una nueva desgracia gratuita, como esas tantas otras que había visto caer sobre la pobre humanidad. Inclinó la cabeza y se dijo:
—Si es así, así tenía que ser.
Y como en todas las circunstancias de la vida en las que la desgracia la había señalado, inclinó una vez más la cabeza y una vez más se resignó.
Miró a Eva que se había llevado el pañuelo a los ojos y que movía las sábanas con las palpitaciones de sus senos; después, para no añadirle a ella su propio dolor, se marchó de puntillas para no ser oída.
Pero ninguno de estos sentimientos, por delicados que fueran, habían pasado inadvertidos para Eva. En el dolor, todos los sentidos alcanzan la perfección de la agudeza y la buena Marta había manifestado sus pensamientos de tal modo que no fueran claros para Eva, sino ocultos como ella los había guardado tanto tiempo en el fondo de su corazón.
Eva siguió inmóvil y poco a poco se fue calmando el lado punzante de su dolor; que la pregunta de la vieja Marta había removido, pero las lágrimas son como la sangre: una vez agotadas, hay que abrirles de nuevo el camino para que puedan salir. Eva oyó dar las nueve al reloj de la iglesia. A esa hora, en otro tiempo, Marta entraba en la habitación con la última campanada, los días que Eva aún no había bajado, para decirle:
—Querida mademoiselle, el desayuno está servido.
Aún estaba sonando la última campanada, cuando Eva oyó los pasos de Marta, se abrió la puerta de la habitación y la voz de la buena mujer le dijo, acaso con un tono más triste, pero sin modificar la fórmula ordinaria:
—Querida mademoiselle, el desayuno está servido.
—Bien, Marta. Voy —respondió Eva.
Marta cerró la puerta. Eva se vistió rápidamente y bajó.
En el comedor nada había cambiado: la mesa y las sillas ocupaban los mismos lugares, la mesa camilla en la que durante siete años se había sentado Eva frente a Jacques ¡permanecía en el mismo sitio!
Ahora sólo había un cubierto, pero en esta ocasión el desayuno era el de siempre: mantequilla, miel, huevos y leche.
Marta no había averiguado si en su ausencia Eva había cambiado de costumbres y por eso había servido el desayuno de otros tiempos; para ella, Eva, joven todavía, bella todavía, seguía siendo la misma Eva.
Cada una de las cosas que veía le producía una sensación nueva: la vieja que entraba a la misma hora, anunciándole con las mismas palabras que el desayuno estaba servido; Eva bajando por la misma escalera, entrando en el mismo comedor, pero encontrándose sola ante la mesa en la que estaba servido el desayuno, era una mezcla de sentimientos a la vez dulces y crueles. Aunque estos sentimientos le privasen de ese apetito juvenil que convertía en una fiesta esta comida frugal, no quiso entristecer a Marta, se sentó a la mesa como de costumbre y se esforzó en comer.
Marta la miraba con satisfacción. En los espíritus vulgares, el apetito e incluso la apariencia del apetito es un síntoma de convalecencia para los dolores físicos y para los morales.
Una vez que Eva hubo terminado el huevo, y tenía mediado el tazón de la leche, empezó a comer la miel, después de probar la mantequilla recién hecha y bebido la mitad del tazón de leche, Marta, que no había advertido que todo este esfuerzo había sido hecho en consideración a ella, se decía alegremente en voz baja: «Bien, bien, no todo está perdido».
A pesar del deseo que tenía Eva de visitar el jardín, todavía no era posible hacerlo; pero el sol, que se iba levantando y calentando cada vez más, hacía esperar que estaría seco antes de terminar el día.
Por otra parte Eva tenía en la casa otras muchas cosas que ver y que le eran tan queridas como las del jardín; tenía que ver, pero cuando pensaba en ello sentía una viva emoción, el laboratorio de Jacques Mérey…
Este laboratorio, que constituía su estancia la mayor parte del día, y en el que hubiese querido adivinar mirando por la alta y estrecha ventana la luz, la luz de aquella lámpara que miraban los que venían por la tarde o por la noche en demanda de los cuidados del doctor.
Mientras lucía esta lámpara, nadie dudaba en llamar; es verdad que, aun estando apagada, aunque dudándolo, si bien el doctor respondía con la misma rapidez.
En ese laboratorio estaba el piano con el que Eva tomó sus primeras lecciones de música y con el que, por primera vez, después de una espantosa tormenta, por la revolución que en ella produjo el trueno que cayó a unos treinta pasos de ella, había tocado continuamente y de manera notable un pasaje que Jacques había intentado inútilmente durante tres meses hacerle repetir.
A este laboratorio subía Bautista normalmente, cuya proximidad ella descubría por el ruido singular que su pata de palo, hacía al golpear los escalones, y como si ninguno de estos antiguos recuerdos le faltase, en el mismo momento en que había vuelto a subir al laboratorio, cuya puerta abrió con una ansiedad supersticiosa, al igual que le parecía que iba a encontrar de nuevo a Jacques haciendo alguno de sus misteriosos experimentos, Eva miraba con tristeza las mudas y polvorientas teclas del piano que nadie había mirado hacía tres años, y oyó llamar a la puerta y, un momento después oyó el ruido de la pata de palo de Bautista, que se acercaba.
Por fin se abrió la puerta y apareció Bautista en el quicio, con el mismo aire, igualmente alegre, y complaciente.
—¡Ah!, querida mademoiselle —dijo juntando las manos y mirándola con su habitual admiración—, hace cinco minutos que he sabido que habíais vuelto esta noche, y he venido corriendo a saber noticias vuestras y de nuestro querido amo el ciudadano Jacques. Puesto que si hubiese venido después de lo ocurrido, no era esto una prueba de que vos volveríais. Pero siendo vos la que ha vuelto, nada impedirá, si todavía está vivo, que también vuelva él. Tenéis los ojos enrojecidos y habéis llorado. ¿Es que acaso ha muerto él?
—No, amigo mío, ¡gracias a Dios! —respondió Eva.
—¡Ah!, nos habían dicho tantas cosas rasas en esta maldita ciudad —dijo Bautista—. Se había dicho que habíais muerto en una revuelta, después que había sido estrangulado en no sé qué cavernas; ¡en fin, que se había refugiado en América! Desde hace dieciocho meses no habíamos oído hablar más de él. Pero habéis llegado y con vos la esperanza de volver a verlo. ¿Volverá?, decídmelo, y yo podré dar esa alegría a todas las personas que le siguen queriendo. ¡Ah!, lo que los señores llaman la canalla es algo que tiene corazón, que tiene recuerdos: no es como los aristócratas que sólo se acuerdan para causar penas. No digo esto por vuestro padre, mademoiselle, aunque también pudiera aplicarse a él.
—¡Mi pobre Bautista! —dijo Eva, tendiéndole la mano y poniendo en la suya un luis que en esta época valía siete u ocho mil francos en billetes.
Bautista miró el luis, miró a Eva, besó al luis y de una voz triste, dijo:
—¡Qué buena sois, mademoiselle!
Eva se llevó el pañuelo a los ojos.
—¡Y desgraciada —añadió—, que es lo propio!
—Mi buen Bautista —dijo Eva—, el doctor vendrá dentro de tres o cuatro días; espero que volveréis a la costumbre de verlo todas las mañanas.
—¡Oh, sí!, mademoiselle, y Antonio también. ¿Por qué no está todavía aquí? Lo he encontrado en la calle y me ha dicho que venía.
En efecto, se abrió la puerta del laboratorio y apareció Antonio.
Dio un golpe con el pie, según su costumbre, y gritó:
—¡Dios es justo!, ¡Dios es verdadero! Todavía sois bella y joven, mademoiselle Eva, ¡qué bien!
—Buenos días, querido Antonio, ¿cómo estáis?
—Sigo siendo el profeta —dijo Antonio—, el enviado para hacer saber la palabra del Señor.
—¿Y cuál es esa palabra del Señor que me traéis? —dijo Eva suspirando.
—Las personas honradas tendrán su momento —respondió Antonio—, los desgraciados serán felices y consolados los afligidos.
—Dios os oiga —dijo Eva. Le puso un luis en la mano, como había hecho con Bautista. Los dos viejos tendieron sus manos hacia ella como para bendecirla. Después, apoyados uno en otro, se marcharon y Eva pudo oír la pata de palo de Bautista que se alejaba poco a poco, del mismo modo que la había oído acercarse.
Entonces se sentó delante del piano, sus dedos acariciaron las teclas y una dulce sinfonía salió de ellas; podría decirse que la predicción del insensato Antonio había despertado en su corazón esa clase de esperanza tan dispuesta a este inhibirse, y que era esa esperanza, huidiza como la razón del que la había formulado, la que llenaba las teclas de una luz sobre la sombría melodía que hacía saltar el eco mudo desde hacía tres años, en este laboratorio abandonado.
Después de estas excitaciones musicales, Eva caía invariablemente, o en un éxtasis doloroso o en un acceso de alegría ingenua.
En esta ocasión, los sonidos se extinguieron poco a poco, su cabeza se inclinó melancólicamente sobre su pecho, no se produjo ninguno de esos accidentes ordinarios. Cuando despertó de esta especie de sueño el sol parecía haber recuperado toda la fuerza de los mejores días, y las gotas del rocío, que todavía no se habían secado, brillaban en la hierba y en las hojas, como si fueran diamantes.