Capítulo XI

No hay momentos más dulces en la vida moral, ni en la vida física, como aquellos que, después de una total desesperación, renace un poco la esperanza, y como aquéllos en que, después de la tempestad y del rayo, clarea el cielo y recupera su color azul.

Pues bien, Eva se encontraba en esos momentos, la predicción que le había hecho el loco había producido su efecto moral y la vuelta del sol le produjo el efecto físico. Bajó por la escalera, abrió la puerta del jardín y adelantó su pie en tierra firme.

Como hemos dicho, algunas gotas de lluvia todavía se conservaban en la hierba, pero se notaba ese dulce olor que emana de todas las cosas mojadas cuando la naturaleza y el sol empiezan a triunfar sobre la tormenta y la lluvia.

Se detuvo un momento en el umbral; desde allí su mirada abarcaba a todo el recinto. En la atmósfera se notaba ese algo de virginal que anuncia la llegada de la primavera. Marzo, el mes precursor, a pesar de sus borrascas de lluvia y de granizo, es a veces uno de los encantadores meses del año.

La lluvia y el granizo de octubre anuncian el invierno; la lluvia y el granizo de marzo anuncian el retorno de las dulces brisas y de los días dorados.

Eva se adentró en el césped que dos horas antes estaba mojado, y que dos horas de sol habían secado.

En este césped, se veían con la cabeza inclinada algunas perezosas margaritas, algunos tímidos botones de oro. Las orillas del arroyo resurgían, tapizándose con un musgo primaveral en el que temblaban los primeros átomos de la vida vegetal.

El cauce que iba haciendo el agua estaba todavía revuelto pero, poco a poco, el agua se iba filtrando y empezaba a hacerse transparente. En fin, el árbol de la ciencia del bien y del mal, el bello manzano que estaba en el punto culminante del jardín, ya apuntaba sus primeras flores, casi antes de aparecer las primeras yemas. Si se hubiera puesto el oído en la tierra, sin duda alguna se hubiera oído, en el seno de esta madre común, cómo surgía la vida y cómo se preparaban las flores de la primavera y los frutos del verano.

Eva se acercó al manzano y besó sus ramas. El manzano, cuyos frutos ella había visto madurar, el arroyo en el que se había mirado por primera vez cuando iba a beber sus aguas como Escipión, eran sus dos más viejos amigos. Después miró en la gruta de las hadas ese estanque de agua límpida al que iba a buscar el frescor del baño en los ardientes días del verano, y donde había sentido por primera vez el pudor, que anunciaba, no sólo que se estaba haciendo inteligente, sino que estaba llegando a ser mujer.

Bajó hasta el cenador de la parra; allí todavía no aparecía ninguna señal de vida: la parra, que tiene esa sangre vegetal que tanto se parece a la nuestra, es el último de los arbustos que se despierta; los matorrales de siringa donde venía a cantar el ruiseñor, todavía estaban sin hojas.

Pero, a falta del ruiseñor, que es el virtuoso de la primavera, habían dado cobijo al colorín, cantor rústico encargado de dar consuelo a las chozas con su presencia y su cháchara, en ausencia del sol y del silencio de los otros pájaros.

Con frecuencia Eva se entretenía mirando los pájaros que pasaban sobre ella, o mirando a ese huésped familiar y amistoso, para el que todo es objeto de curiosidad y que, con su mirada viva y espiritual como la de la curuca o del ruiseñor, examina al hombre en el que no puede acostumbrarse a ver un enemigo.

¿Era un nuevo habitante del jardín, o era un gentil pájaro que la había conocido en sus días de felicidad? Se acercó tanto a ella, que sintió un gran deseo de creer que la reconocía y que quería alegrarse de su vuelta.

Eva había vuelto a encontrar su paraíso, pero su paraíso, que su culpa había hecho triste y desierto, y en el que ella esperaba, temblando más de miedo que de amor, no era el de Adán, cómplice de su culpa, era el del ángel con la espada flamígera que venía para perdonarla o para castigarla en nombre de Dios.

Estos suaves rayos de sol, ¿eran la sonrisa de un Dios inteligente o el dulce calor de un astro insensible, realizando su obra?

Todo lo interrogaba bajo ese gran misterio del perdón: el globo luminoso que avanzaba palideciendo hacia el occidente; la nube que se cubría de púrpura cuando pasaba ante sus últimos fuegos; la flor que nacía antes que la hoja; todo, incluso el pequeño pájaro que se aproximaba a ella en estos momentos de reposo y de silencio y que se alejaba de ella al menor movimiento y al más ligero suspiro.

En ningún sitio estaba la afirmación del bien y del mal, en todas partes la duda.

El «¿Qué sé yo?» de Montagne se extendía como un velo sobre toda la naturaleza y se alzaba, más espeso cada vez, entre ella y el futuro.

Una voz la llamó.

Era la de Marta: la noche había llegado, tocaban las cuatro, y Marta, puntual como el mismo reloj, venía a anunciar que la cena estaba servida.

Allí la esperaba una soledad aún mayor. Le pasaba a menudo que, entregada a sus trabajos, persiguiendo un problema que se creía a punto de resolver y que se le escapaba sin cesar, como todo lo que el hombre cree agarrar, Jacques rogaba a Eva que comiese sola puesto que él no bajaría; pero en ese caso, Jacques estaba siempre allí, y Eva sabía que un simple tabique la separaba de él.

Pero a la hora de la cena, Jacques estaba siempre presente, era su hora de esparcimiento, la hora en la que volvía a encontrar a Eva, separada materialmente de él por la ausencia e intelectualmente por su pensamiento que se detenía en un nuevo trabajo reclamando toda su atención.

Entonces, le miraba de nuevo a los ojos, se unían de nuevo sus corazones, y su cara, como la de un niño, turbado un momento por el estudio, recuperaba toda la serenidad de la felicidad.

No estaba allí; no era un trabajo absoluto, sino su voluntad lo que lo mantenía lejos de ella. ¿Volvería alguna vez? ¿Cuándo volvería? ¿Con qué sentimientos volvería?

Era la eterna pregunta que Eva trataba de arrojar fuera de su corazón, como la roca de Sísifo y que, como la roca de Sísifo volvía constantemente a su corazón.

Del mismo modo que había reconocido la comida, reconoció la cena. Era exactamente la misma que hubiese tenido que compartir con Jacques, sólo que, al faltar el cubierto de él, se notaba que Jacques estaba ausente.

Marta no se dio cuenta de ello, hasta que no quitó la mesa.

—¡Oh, Dios mío! —dijo—, qué poco habéis comido, querida mademoiselle.

—No es que haya comido poco —respondió Eva—, es que he comido sola.

—¿Qué voy a hacer con todo lo que sobra? —preguntó Marta.

—Llamad mañana a una pobre y dádselo para ella y para sus niños.

—¿Tendremos que continuar sirviéndoos la misma cena?

—Sí —dijo Eva—, los pobres comerán su parte y estad tranquila, querida Marta; él no se quejará de este dispendio, que, como veis, no será en vano.

—Tenéis razón, mademoiselle, ¡era tan bueno!

—Hoy todavía es mejor, Marta.

—¡Oh!, no es posible —gritó la buena mujer.

—Espero que lo sea —dijo Eva alzando los ojos al cielo.

Después de la cena subió al laboratorio y colocó una vela de tal modo que pudiera ser vista desde fuera.

—Van a creer —dijo Marta—, que ha llegado el señor doctor.

—A los que vengan habréis de decir que todavía no ha llegado, pero que llegará y las pobres gentes sabrán que van a tener un protector contra todos los males que les amenazan y aun contra el bien que no saben apreciar, contra la muerte.

—¿Por qué decís semejantes cosas desde que habéis vuelto, mademoiselle? —preguntó Marta—; antes de vuestra marcha nunca os las oí decir.

—Marta, yo no me marché, me llevaron. Marta, he estado tres años sin ver a la persona que era todo para mí, mi dios, mi dueño, mi rey, mi ídolo, el único hombre que he querido y que querré jamás.

Iba a añadir «y que no me quiere» pero el pudor ahogó estas palabras.

Colocó la vela donde Jacques solía colocar su lámpara, después siguió soñando en el laboratorio escasamente iluminado.

Y sin embargo la estrella de los pobres ya había sido vista por ellos; antes que Eva bajase, oyó llamar a la puerta de la calle dos o tres veces.

Eran los pobres que acudían al faro salvador y que se iban medio consolados al saber que el doctor no había vuelto todavía, pero que llegaría pronto.

Eva bajó dejando lucir su bujía y guiada tan sólo por los rayos de la luna, que esa noche era espléndida, exactamente lo contrario que la noche anterior. Y encontró a Marta que la esperaba en la habitación.

Marta no reconocía a la alegre y normal niña en la joven triste y fantástica que había regresado.

Dos o tres veces había estado a punto de contar su secreto a Marta. Sin duda era el secreto de su tristeza y Marta hubiera querido saberlo, porque estaba segura de que la consolaría.

No era Eva la que ya no quería a Jacques, su amor por él se había transformado casi en un estado religioso, pero tampoco era Jacques el que no podía amar a Eva. ¿Cómo no amar a esta adorable criatura que estaba más atractiva que nunca?

Marta esperó a que le fuese confiado el secreto. No tardaría demasiado porque Jacques llegaría de un momento a otro. Eva le pareció más tranquila que la víspera y la buena vieja atribuyó a la vuelta de Jacques, que se aproximaba, este cambio en el carácter de su joven amiga.

Eva le preguntó por sus antiguos conocidos y especialmente por las jóvenes sin fortuna y las viejas pobres.

La caridad seguía siendo, como antes, el móvil de sus acciones. Se informó acerca del número de niños que era posible reunir en una escuela gratuita de chicos y chicas. Indagó el número de viejos de uno y otro sexo que vivían de la caridad pública. Nadie mejor que Marta podía decirle todo esto.

Eva le rogó que evocase todos sus recuerdos en el transcurso de la noche y que le ayudara al día siguiente a hacer una lista de los desgraciados que necesitaban ser socorridos.

Como se ve, Eva no necesitaba que hubiese vuelto Jacques para empezar su piadosa misión.

Marta la dejó a la una de la madrugada; durmió tranquilamente y, al día siguiente, en la misma mesa en que había servido la comida, encontró papel, pluma y tinta para hacer las listas.

En este trabajo se empleó todo el día, que por eso pasó rápidamente.

Al llegar la noche, se había averiguado que había sesenta viejos, hombres y mujeres, que había que llevar a un asilo; de cincuenta a cincuenta y cinco niños aproximadamente necesitaban ir a la escuela y treinta o cuarenta personas precisaban auxilio en su domicilio.

Después de este trabajo, Eva visitó de nuevo su jardín. Le pareció que, desde la víspera, las hierbas ya estaban secas, que se habían abierto las flores de su manzano, que las orillas de su riachuelo habían reverdecido y que su colorín era más alegre y más familiar. Como la víspera, recibió a la hora de costumbre la visita de Bautista y de Antonio, que le anunciaron que en la ciudad habría fiesta para los pobres con la vuelta de Jacques Mérey.

Eva se preguntó, pero sin poder contestarse, por qué eran siempre los pobres los que querían a las buenas personas y, cómo, las gentes llamadas «comme il faut» no sentían entusiasmo por los verdaderos filántropos.

Por la noche, más de cincuenta personas esperaban la vuelta de Jacques. Una vez más la espera resultó fallida y se dejó la fiesta para el día siguiente.

Eva no creyó que fuera conveniente esperar la llegada de Jacques para dar principio a su oficio de dama de la caridad. ¿No le había dejado Jacques una bolsa de veinticinco luises y no podía, con la mitad de esta suma, satisfacer muchas necesidades?

Se puso una capa y, seguida de Marta, visitó una docena de casas en las que era necesaria su presencia.

El invierno del 96 al 97 había sido muy frío, y por consecuencia, la miseria había sido mayor.

Esta primera visita de Eva dejaba una huella de bienestar en la gente pobre. El panadero recibió órdenes de llevar sesenta panes a domicilio y el vinatero sesenta botellas. Tomó nota de los niños que no estaban bien vestidos a tenor de su escasa edad y encargó quince o veinte trajes de las telas más cálidas que hubiera.

Pasó el día con una rapidez de la que Eva no tenía ni idea; empezó a darse cuenta que el ser bienhechora era una de las mayores distracciones del corazón que podía imaginar. Se encontró con la dirección de dos o tres asilos y casas de caridad y observó que lo que se había impuesto como una expiación, era una suprema felicidad. En medio de todo esto, preguntaba, inquiría, descubría, los rudos secretos de la miseria que hacen saltar de gozo a los corazones que pueden y quieren aliviarla.

Como no se trataba de inspirarle una piedad rebelde, nadie pretendía engañarla. Le contaban las cosas tal y como eran y las cosas le parecían casi siempre dignas de su interés y de sus lágrimas.

Había llegado a Argenton dos días antes y ya no había una casa que no supiera que la pupila del doctor había vuelto y que el doctor volvería también.

Los que la habían visto decían que estaba más guapa que nunca, pero también más triste. En efecto. Ante los ojos de los que ignoraban en qué condiciones había vuelto, ella había perdido a su padre y había visto cómo le confiscaban su fortuna; este secuestro era sobre todo lo que daba lugar principalmente a gran número de conjeturas en los que la veían cómo hacía numerosas limosnas, cómo pagaba todo e incluso cómo daba las limosnas con monedas de oro.

Como siempre se había ignorado en Argenton la verdadera fortuna del doctor, y se le había visto vivir con la economía propia de un hombre de cien luises de renta, empezaban a rumorearse las más extrañas historias.

Se decía, y era verdad, que había estado en América y que allí había hecho una fortuna. No había hecho fortuna, solamente había aumentado la que tenía.

Se decía que había encontrado un tesoro en las cuevas de Saint Emilion, donde había tenido que refugiarse en la época de la proscripción de los girondinos.

Se decía que se había hecho amigo de un rico yanqui que le había dejado su fortuna.

Pero en fin, la opinión de todos era que volvía rico y que volvía a Argenton para repartir su fortuna con los pobres. En cuanto a mademoiselle de Chazelay, como hacía algún tiempo que habían visto llegar a Jean Munier para tomar datos de sus bienes muebles e inmuebles, no habían pensado que fuera para devolvérselos a su legítima propietaria, se la creía completamente arruinada y que vivía de la caridad de Mérey.

Pero era seguramente de Jacques Mérey del que recibía todas las informaciones necesarias y se la sabía buena y no dudaban de sus intenciones.

Bautista y Antonio, que habían sido consultados por ella y que la habían ayudado a completar sus listas, contribuían con sus indiscreciones a extender el rumor de los futuros proyectos filantrópicos del doctor y de su pupila.

Por fin llegó la hora de la llegada de la diligencia.

Como la víspera, el día anterior y el precedente, una parte de los pobres de Argenton esperaban a la llegada.

Esta vez la espera no fue en vano.

Cuando vieron descender al doctor del coche los gritos de «¡Viva Mérey!» se oyeron por todas partes. Antonio por un lado, Bautista por el otro, llevando cada uno una antorcha en la mano y seguidos por todo un pueblo cargado de teas, rodearon al doctor y, siempre acompañado por los mismos gritos le llevaron por las calles de Argenton hasta su pequeña casa.

Desde hacía tiempo Eva y Marta oían esos gritos, pero únicamente Eva adivinaba su significado. Sin embargo, cuando se acercaron a la casa, Marta llamó a la joven para que saliese a la puerta y viese lo que sucedía.

Pero Eva lo había adivinado todo; temblando como el día en que lo volvió a ver, temiendo presentarse ante él, temerosa de alejarle por miedo a las conjeturas, esperaba detrás de la puerta a que esa puerta se abriese y a que su juez se presentase ante ella.

La vieja Marta había comprendido por fin que era a su amo al que aclamaban; había abierto la puerta, y feliz ante el umbral de esa puerta, levantó los brazos al cielo y exclamó:

—¡Oh, es nuestro amo!, ¡nuestro querido amo el doctor! Pero, ¿dónde estáis, mademoiselle? ¡Venid, mademoiselle! ¿Qué va a decir si no os ve?

Mas para Eva esta voz llena de ternura y simpatía era la voz del arcángel lanzando el terrible grito: «¡Tierra, arroja tus muertos!».

¡Oh!, sí, en ese momento hubiese querido confundirse entre los millares de muertos que aparecían ante el Señor más blancos que los sudarios en los que estaban envueltos.

Oyó cómo Jacques, emocionado, daba las gracias a todo ese honrado pueblo. Cada sonido de esa voz amada hacia vibrar una fibra de su alma. Después, la puerta se cerró. A medida que avanzaba, ella subía una por una, de espaldas, los tramos de la escalera.

—¿No habéis visto a Eva? —preguntó por fin con una voz calmada y como si hiciese la pregunta más indiferente del mundo.

—Sí, por cierto, mi querido amo —dijo Marta—; estaba aquí hace un momento; es ella quien en seguida ha adivinado que todas esas voces anunciaban vuestro retorno, casi se ha desmayado y la vi apoyarse contra la pared para no caer. Sin duda, ha debido sentirse mal en algún sitio, en vuestro laboratorio, que casi no ha abandonado desde su regreso.

Jacques arrancó la vela de las manos de Marta y subió rápidamente a su laboratorio. Apoyada exteriormente contra la puerta, encontró a Eva de rodillas en la posición de la Magdalena de Canova; se paró, a pesar suyo puso la mano en su corazón, para mirarla.

—¡Señor, Señor! —dijo ella—, quisiera poseer todos los aromas de Arabia para perfumar vuestros pies; pero sólo tengo mis lágrimas. Aceptadlas.

Y se abrazó a las rodillas de Mérey, besándolas en un transporte en que era imposible decir si había más humildad que amor o más amor que humildad.

Jacques Mérey inclinó su cabeza y la miró con una profunda piedad; pero como ella curvaba su cabeza hacia el suelo, no pudo ver esa expresión de su rostro; después, al cabo de un momento de silencio, le tendió la mano:

—Levantaos —dijo—, e id en paz.

La abrazó sobre la frente, más bien con los labios de un padre que con los de un amigo, entró en su laboratorio y cerrando la puerta, la dejó en la escalera.

A pesar de que había una gran dulzura en el acento de su voz, a pesar de que sus movimientos fuesen más tiernos que irritados, el corazón de Eva se hinchó, y entró en sus habitaciones con ríos de lágrimas.

No durmió nada durante las dos o tres primeras horas de la noche, y, durante todo el tiempo que duró su insomnio, oyó andar a Jacques Mérey por encima de su cabeza con el paso mesurado de un hombre soñador.