Capítulo III

Los dos hermanos Rivers depositaron a Jacques Mérey en la orilla del Moselle, aproximadamente a un kilómetro de la ciudad de Tréves.

Jacques los abrazó tiernamente; eran los dos brazos de Francia que le depositaban en tierra extranjera.

Tristemente, Jacques, apoyado sobre su fusil, vio cómo se alejaban; le saludaron con sus remos en el primer recodo del Moselle, él con su sombrero. La barca desapareció y todo terminó.

Jacques calóse el sombrero, saludó a su Francia con un largo y último adiós, colocóse el fusil en la espalda, y, cabizbajo, siguió el camino trazado por los que recorren la orilla del Moselle, a lo largo de ese caminito que llega a Tréves.

Jacques Mérey hablaba alemán como un nativo. Siempre precavidos, sus compañeros de ruta colocaron en su mochila algunos pájaros ribereños.

No se le planteó ningún problema. A las puertas de la ciudad le tomaron por un burgués que volvía de caza.

Pero, una vez pasada la puerta, se dio prisa en preguntar que le dijeran la dirección del alcalde.

Cuando llegó a casa del alcalde, Jacques Mérey se dio a conocer; ya sabían la catástrofe del 31 de mayo. Sin haber tenido tiempo de hacerse célebre, el nombre de Jacques Mérey era suficientemente conocido. El alcalde se inclinó ante él, como todo hombre de gran corazón se inclina ante un proscrito. En todos los países del mundo civilizado en honor de la humanidad y del progreso, y para vergüenza de los gobiernos, la proscripción es una majestad.

Adornando sus palabras con todas las delicadezas propias de un hombre de mundo, el alcalde le preguntó si necesitaba socorros, de esos que los gobiernos extranjeros habían puesto a disposición de las autoridades para aliviar a los emigrados en su huida. Jacques Mérey contestó que, por ser proscrito y no emigrado, sus bienes no habían sido confiscados y que, además de los diez mil o doce mil francos que tenía en su poder, dejaba en Francia una buena fortuna.

Por lo tanto, su único deseo era el de disponer de un pasaporte hasta Viena.

A causa de las circunstancias, se vio obligado a trazar el camino que quería seguir hasta llegar a Viena. Era el más directo: Karlsruhe, Stuttgart, Augsburg, Munich y Viena.

Una vez fuera de Francia y cuando ya sólo quedaba el espectro de su patria en el corazón de Jacques Mérey, la viva imagen de Eva fue recobrando poco a poco su fuerza; el recuerdo, momentáneamente borrado por los acontecimientos, esos acontecimientos del pasado, que se hacen presente, y que, al igual que el alba se levanta detrás de las montañas, se levantan detrás de la silueta árida y descarnada del pasado para iluminar un nuevo futuro.

Ahora que se encontraba en suelo extranjero, ahora que no pisaba esa tierra de Francia en la que Danton quiso morir, no pudiendo llevarla «en las suelas de sus zapatos». Sintió que su pensamiento se impregnaba de nuevo de su amor, y ese amor se difundió por todo su cuerpo como una savia regeneradora.

No había recibido ninguna carta de Eva; pero ese silencio no le inquietaba, puesto que sabía que las cartas de Eva eran generalmente confiscadas.

Sin embargo, lo que le inquietaba era que Eva, sin sospechar de su doncella, debía extrañarse por su silencio. Sin duda, en las cartas que le escribía y que Eva creía que él recibía, le indicaban la dirección a la que debía contestar.

¿Por qué no le contestaba él?

¿No debía sentirse olvidada y creyéndose olvidada…?

Pero el corazón de Eva no era un corazón vulgar; conocía el inmenso amor que Jacques Mérey le tenía; había visto cómo por ella renunciaba a toda ambición política, cómo renunciaba al puesto de diputado que, más tarde había aceptado como venganza y que, por divisiones internas no había logrado ser esa arma con la que esperaba defender la República y vencer a sus enemigos. Eva no podía pensar mal de su amigo, ni, en consecuencia, de ella misma. Eva no podía sentirse olvidada.

Jacques llevaba constantemente encima de él la carta de Eva, sustraída de entre los papeles del marqués de Chazelay, y que el joven ayudante de campo del general De Custine le había entregado.

Aunque se sabía esta carta de memoria y no cesaba de leerla, la palabra es impalpable y los objetos materiales, por la vista y el tacto, tienen más potencia que tendrá nunca aquélla.

Del más recóndito rincón de su cartera, sacó la carta; la miró, la tocó y la besó. A los treinta años y por su modo de vida, Jacques había vuelto a encontrar todas las ilusiones de un joven; sólo había tenido dos amores: la ciencia y Eva y sacrificó el primero en favor del segundo. Por otra parte, nada favorece más el ensueño que el balanceo de un coche. La monotonía del ruido de las ruedas nos aíslan de los demás ruidos y mientras avanzamos nuestros pensamientos nos cercan. Jacques se puso a meditar sobre los acontecimientos a los que debía agradecer la dicha de volver a encontrarse con Eva y de volver a encontrarla libre.

No, Dios no era en modo alguno un Dios personal que se mezcla en la vida del hombre e influye en el hombre. Pero, ya lo hemos dicho, Jacques creía en la influencia y hasta en la voluntad de Dios sobre los grandes acontecimientos de las naciones, que se desprenden de los pequeños hechos de la vida humana; y así es como, por un pequeño hilo invisible que lo acercaba a las creencias comunes, relacionaba todo con Dios, pero sin imponer a esta suprema majestad, que llamaba Dios, Naturaleza, Providencia, con la responsabilidad de los pequeños accidentes de la vida o de la muerte, que el hombre se disputa como si de dos divinidades se tratara: la fatalidad o el azar.

Y así, por muchos favores que Jacques hubiese otorgado a Eva y en contrapartida al marqués de Chazelay, haciendo que su hija recobrase la salud, la inteligencia y la razón, no podía salvar el abismo que, en esta época de prejuicios sociales, lo separaba de la amada, incluso echando en el abismo los servicios prestados. Pero si Jacques hubiera sido uno de esos cristianos egoístas que todo lo relacionan con ellos, que se convierten en el centro de todo y piensan que Dios está dispuesto a hacer caer una estrella del cielo para que ellos enciendan su lámpara, se hubiese dicho: «Francia hizo la Revolución para que el marqués de Chazelay me quitase su hija a la que, por otra parte, no hubiera podido tomar por mi amante, ni por mi esposa, sino de manera subrepticia; hizo su revolución para que emigrase con ella, dejándola bajo la protección de su tía; para que se hiciese matar luchando contra su país, lo que priva a Eva, no sólo de su padre, sino también de su fortuna, puesto que la confiscación de los bienes sigue inmediatamente a la muerte del emigrado que es capturado con las armas en la mano y todo para que sin padre ni fortuna volviera a sentirse dueña de sí misma encontrando el apoyo y la fortuna perdidos».

Y aunque sin hacerse semejantes reflexiones, Jacques Mérey no dejaba de asombrarse, como hombre de ingenio que era, ante todas esas ramificaciones extrañas que sirven de trama a la vida del hombre, que sin ver el árbol recogen el fruto.

Únicamente salía de su ensueño, que le llevaba de lo conocido a lo desconocido, de lo material al ideal, para gritar al cochero:

—De prisa, más a prisa.

Se había jurado que no saldría del coche antes de recorrer las ciento setenta leguas que le separaban de Viena; pero no había contado con las dificultades que los acontecimientos políticos creaban al viajero francés que se encontraba en frontera alemana. Para todos los príncipes alemanes, en completa oposición con nuestros principios, todos los franceses eran unos incendiarios dispuestos a prender fuego a sus estados.

Por ello, en cada frontera, por minúscula que fuese en el mapa, había de bajarse del coche, acreditar su identidad y soportar un interrogatorio.

Y tuvo que plegarse igualmente a este requisito y perder por ello dos o tres horas diarias en estas formalidades. Es bien cierto que, una vez llegado a Salzburgo, toda Austria fue recorrida sin más pérdida de tiempo. Una vez franqueada la frontera, quedaba libre el camino para llegar a Víena.

Por fin, después de meter prisa al cochero y a los caballos, llegaron a Viena a las cinco de la tarde.

Allí, tras un nuevo interrogatorio y revisión de documentos, concedieron al viajero un permiso de una semana de estancia, después de la cual debía renovarlo y dar parte del tiempo que pensaba continuar en la capital de Austria.

Cuando subió de nuevo al coche el postillón le preguntó a dónde debía conducirlo. Jacques, dispuesto a jugárselo todo dijo:

—Plaza de Joseph, número once.

El cochero se adentró por un laberinto de callejuelas para desembocar finalmente frente a la estatua del emperador que daba el nombre a la plaza.

Jacques, sacando la cabeza por la portezuela, buscaba con la mirada la casa que Eva podía ocupar.

Una sola entre todas ellas tenía sus ventanas, sus puertas y persianas cerradas como una tumba.

Vio, con creciente angustia, que el postillón se dirigía hacia ella.

Paróse al fin ante esa casa ciega y muda.

—¿Y…? —gritó Jacques.

—Es aquí, señor —le contestó.

—¿Es aquí el número once?

—Sí.

Jacques saltó del coche, dio un paso atrás para comprobar si en efecto era ésa la casa, revolvió en su bolsillo y leyó por centésima vez la nota de Danton. Efectivamente, en ella decía claramente: Plaza de Joseph, n.º 11.

Se lanzó como un loco sobre el pomo y la campanilla; llamó y golpeó al tiempo. Nadie contestó. El eco le devolvía un sonido mate y sordo que indicaba que todo, tanto dentro como fuera, permanecía cerrado.

—¡Ay, Señor, Señor! —murmuró Jacques—. ¿Qué habrá sucedido?

Tiraba de la campanilla cada vez más violentamente, hasta que la gente se paró a su alrededor.

Por fin, en la casa de al lado se oyó un rechinar y una cabeza se asomó a la ventana. Era la de un hombre que tendría unos sesenta años.

—Perdón, señor —dijo en buen francés con acento vienes—, ¿por qué os empeñáis en llamar a esa puerta, donde nadie puede contestaros?

—¿Cómo nadie? —exclamó Jacques.

—No, señor, desde hace por lo menos ocho días.

—¿No habitaban en la casa dos mujeres?

—Sí, señor.

—¿Dos damas francesas?

—Sí.

—¿Una joven y otra mayor?

—Creo que efectivamente eran una joven y otra mayor. Como no salgo de mi biblioteca no me ocupo de lo que ocurre a mis vecinos.

—Perdón, os ruego que me perdonéis si abuso de vuestra bondad, señor, pero, ¿qué ha sido de ellas?

—Creo haber oído que una de ellas murió; sí, era incluso católica. Recuerdo haber oído el cántico de los curas mientras trabajaba en mis investigaciones.

—¿Cuál de ellas, señor?, por amor de Dios, ¿cuál de ellas?

—¿Cómo, cuál de ellas?

—Sí, cuál de ellas murió, ¿la joven o la vieja?

—¡Oh!, eso no lo sé.

—¡Dios mío, Dios mío! —sollozó Jacques Mérey.

—Pero, si ello os interesa —repuso el anciano—, puedo preguntárselo a mi mujer, siempre se mete en lo que no le importa… Seguramente ella lo sabe.

—Id, por favor, id —contestó Jacques Mérey—, os lo ruego.

Poco después volvió el anciano, Jacques no se había atrevido ni a respirar durante su ausencia.

—¿Y…?

—Era la vieja.

Jacques se apoyó en el coche y respiró lentamente.

—¿Y la otra, la otra? —preguntó con voz apenas inteligible.

—¿La otra?

—Sí, la otra mujer, la que no murió, ¿dónde está?

—No sé, tendré que volver a preguntarle a mi mujer.

El anciano se apresuró en volver de nuevo a su fuente de información.

—Señor, señor —gritó Jacques—, ¿no podría yo hablar directamente con vuestra esposa?, me parece que sería mucho más rápido.

—En efecto, me parece que sería más rápido, pero deberéis dirigiros a la tercera ventana a partir de ésta, es la habitación de madame Haal. No permito que ella entre en mi gabinete. Desapareció, y Jacques se dirigió hacia la tercera ventana.

Durante este tiempo, un gran círculo de curiosos se había formado en torno al viajero y, como los dos interlocutores hablaban francés, aquellos que lo comprendían explicaban a los demás lo que sucedía.

La ventana se abrió y madame Haal apareció.

Era una viejecilla, coqueta y atildada, que empezó por mandar a su marido a su gabinete y con toda amabilidad, se puso a disposición de Jacques.

Aquellos que conozcan la hospitalidad de los vieneses, no se extrañarán de estos detalles que forman parte de las costumbres de ese pueblo, uno de los mejores y más acogedores del mundo.

La viejecita no había tenido todavía ocasión de hablar, cuando Jacques le preguntó en perfecto alemán:

—Señora, tengo sumo interés en conocer lo que ha sido de la joven francesa que habitaba la casa de al lado.

—Señor —contestó madame Haal—, puedo decíroslo con toda seguridad. La más joven de las dos damas, que se llamaba Eva de Chazelay, marchó a Francia para reunirse con el hombre que amaba, después de haber cumplido con sus últimas obligaciones con su tía muerta.

—¡Oh! —murmuró Jacques Mérey—, ¿por qué no me habré quedado con mis amigos para morir con ellos y como ellos?

Sin tener en cuenta las personas que le rodeaban, sintiendo que su corazón se le partía, estalló en sollozos.