XXI

Y de tal modo este silencio preconizaba una tempestad, que las fulgurantes miradas de todos estos hombres se cruzaron como relámpagos.

—Sí, ciudadanos —continúa Billaud-Varennes—; habéis de saber que el presidente del tribunal revolucionario, al que debiera estar prohibida toda iniciativa, propuso ayer a los jacobinos, en asamblea no sólo enemiga, sino ilegal, expulsar de la Convención y proscribir a los miembros que han osado resistir a Robespierre. Pero el pueblo está aquí —continúa Billaud, volviéndose hacia las tribunas—. ¿No es verdad, pueblo, que tú vigilas a tus representantes?

—Sí, sí, el pueblo está aquí —gritan las tribunas a una voz.

—Durante algún tiempo hemos visto en verdad un extraño espectáculo; y es que los mismos hombres que hablan sin cesar de virtud y de justicia, son los que, sin cesar, conculcan la justicia y la virtud. ¡Cómo es posible que hombres que han sido apartados, que no conocen a nadie, que no se mezclan en ninguna intriga, que salvan a Francia organizando la victoria, cómo es posible, repito, que estos hombres sean conspiradores! Y fue el mismo día en que gracias a los consejos y a un plan elaborado por ellos, Anvers fue recuperado para Francia del poder de los ingleses, cuando los conspiradores vienen a acusarlos de traicionar a Francia. Pero el abismo está a nuestros pies, y los verdaderos traidores ante nosotros: es menester que el abismo sea cubierto con sus cadáveres o con los nuestros.

El golpe ha ido a dar en pleno pecho a Robespierre; ya no puede retroceder; pálido y tembloroso, se lanza a la tribuna:

—¡Muera el traidor, muera el tirano, muera el dictador! —gritan por todas partes. Robespierre comprende que ha llegado la hora suprema; que, como el jabalí ha de hacer frente a toda esta masa que vocifera contra él. Llega a la barandilla de la tribuna, se aferra a ella; sube a pesar de todos; alcanza la plataforma. El sudor corre por su frente; está pálido, casi lívido; un paso más y sustituye a Billaud. Abre la boca para hablar en medio de un tumulto terrible, pero quizá cuando su palabra agria se haga oír cesará el tumulto.

Tallien comprende que va a ser conquistada la tribuna; se da cuenta del peligro, y se lanza apartando brutalmente con el codo a Robespierre.

Es un nuevo enemigo, una nueva acusación. En el instante, vuelve a reinar el silencio. Robespierre mira sorprendido a su alrededor; no reconoce esta asamblea a la que estaba acostumbrado a manejar desde hacía tres años.

Empieza a comprender el peligro que corre y la lucha mortal en que está implicado. Tallien se aprovecha del silencio y grita:

—He pedido hace un momento que se levantase el telón, y ya está; los conspiradores han sido desenmascarados, ¡la libertad triunfará!

—¡Sí! —grita la sala puesta en pie—. ¡Ya está triunfando! ¡Acaba, acaba, Tallien!

—Todo hace presagiar —continuó Tallien— que el enemigo de la representación nacional va a caer bajo nuestros golpes: hasta ahora yo me había impuesto el silencio; le permitía que tranquilamente confeccionase en las sombras su lista de proscritos, y yo no podía decir: «¡He visto, he oído!». Pero también yo estaba ayer en los Jacobinos y «he visto y he oído» y temblado por la patria. Un nuevo Cromwell reclutaba su ejército y esta mañana he cogido este puñal, que dormía detrás de la estatua de Bruto, para partirle el corazón, si la Convención no tiene el valor de ordenar una acusación contra él.

Y Tallien puso el puñal de Teresa en el pecho de Robespierre. Un rayo de sol brilló en la hoja. Robespierre ni se movió para eludir el golpe; pero ante el brillo del acero sus ojos pestañearon como los de los pájaros nocturnos ante la luz del día.

—Pero no —dijo Tallien separando su puñal del pecho que amenazaba—; somos representantes del pueblo y no asesinos; y este tirano pálido y mezquino no tiene ni el poder ni el genio de César. Francia ha puesto en nuestras manos la espada de la justicia y no el puñal de la venganza. Acusemos al traidor, juzguémosle, pero no lo asesinemos. ¡No más treinta y uno de mayo, no más proscripciones, ni incluso contra el autor del treinta y uno de mayo y las proscripciones! ¡A la justicia nacional, Robespierre!

Nunca había retumbado bajo las bóvedas de la Convención Nacional un trueno de aplausos semejantes.

—Y ahora —añadió Tallien—, pido la detención del miserable Henriot, que en estos momentos y por tercera vez apunta contra nosotros sus cañones. Primero desarmemos al dictador, después privémosle de su guardia pretoriana y por último, juzguémoslo.

Una especie de rugido se oyó en toda la Asamblea; eran dos años de odio y de terror que se manifestaban y que se expresaban por este portillo que acababa de abrir Tallien.

—Yo pido —continuó diciendo— que acordemos mantenernos en sesión permanente hasta que la espada de David haya asegurado la existencia de la República y haya castigado a los que conspiran contra ella.

Se someten a votación todas las propuestas de Tallien y son aprobadas con entusiasmo.

Robespierre quiere hablar, no ha abandonado la tribuna a la que sigue asido, con los labios palpitando y contraídos los músculos de la cara.

Apenas es visible el rictus de su boca, tan fuertemente tiene apretados sus dientes.

De todas partes se alzan gritos de:

—¡Muera el tirano!

La consigna dada por Sieyés se ha cumplido. Robespierre no hablará. Por tanto no hará «frases».

Tallien continúa:

—No hay uno de nosotros que no pueda citar un acto de inquisición o de tiranía de este hombre; pero es por su conducta de ayer ante los jacobinos por lo que yo reclamo vuestro horror. Allí es donde se ha descubierto el tirano, por eso es por lo que yo quiero abatirlo. ¡Ah!, si yo quisiera recordar todos los actos de opresión que han ocurrido, demostraría que todos han sido cometidos desde que Robespierre ha estado al frente de la policía. Robespierre hace un esfuerzo, llega a colocarse casi cara a cara con Tallien, y levantando la mano grita:

—¡No es verdad! Yo…

Pero renace el tumulto más terrible todavía que antes.

Entonces Robespierre se da cuenta que jamás podrá adueñarse de la tribuna, de la que es despojado por una conspiración; busca un lugar desde el que su voz pueda dominar la Asamblea. Mira a la Montagne, baja deprisa las escaleras de la tribuna, y corre hacia sus antiguos amigos y quiere hablar desde un escaño vacío.

—¡Cállate! —le grita una voz—; estás en el sitio de Danton.

Robespierre baja de nuevo al centro:

—¡Ah!, no queréis dejarme hablar, partidarios de la Montagne —dijo—, pues bien, a vosotros que sois hombres puros es a los que yo vengo a pedir asilo y no a esos bribones.

—¡Atrás! —gritó una voz desde el centro—, ¡te has colocado en el lugar de Verniaud!

Robespierre huyó de las filas de los girondinos, como si estuviera perseguido por la sombra de los que había hecho decapitar.

Ya casi fulminado, se lanza de nuevo a la tribuna, y, mostrando su puño al presidente, le gritó:

—Presidente de una asamblea de asesinos, por última vez, ¿quieres concederme la palabra?

—Cuando sea tu turno, la tendrás —respondió Thuriot que había sustituido al derrumbado Collot-d’Herbois.

—No, no —gritaron los conjurados—; se defenderá, como los demás, ante el tribunal revolucionario.

Pero se obstina; por encima de todos estos ruidos, de todo este tumulto, de todos estos gritos, se oyen los gañidos de la voz de Robespierre que de pronto se apagan en un enronquecimiento inesperado.

—¡Es la sangre de Danton que le ahoga! —grita una voz a su lado.

Bajo esta última puñalada, Robespierre se sobresalta y se retuerce como bajo la pila voltaica.

—¡La acusación! —grita una voz de los partidarios de la Montagne.

—¡El arresto! —grita una voz de los del Centro.

Toda la Asamblea lo apoya.

Robespierre, aniquilado, al borde de su fuerza, de su esperanza, cae sobre un banco.

—Puesto que acusan y juzgan a Robespierre —exclamaron al unísono dos voces—, pido ser juzgado y acusado con él.

Una de estas dos voces es la de Lebas; la otra la de Robespierre el joven.

—¡Hermano! —exclama Robespierre levantándose—, te sacrificas por mí.

Si le hubiesen dejado hablar, quizás hubiese escapado de la acusación por la puerta de la piedad; pero no, esas dos palabras: «acusación, arresto», cayeron sobre él como la roca de Sísifo.

—¡Cuan duro es abatir un tirano! —gritó Fréron—, que pide venganza por la sangre de Camille Desmoulins y la de Lucille.

El arresto tomó cuerpo en la voz del presidente Thuriot, y decretado por unanimidad.

—Todo no se reduce a votarlo —dijo una voz—: ¡qué le ejecuten!

Thoriot da orden por segunda vez de ejecutar el decreto en el que están implicados Robespierre, Lebas y Robespierre el joven. Couthon y Saint-Just se colocan a su lado. Están en el primer banco de la Plaine, y un gran vacío se establece a su alrededor.

Los alguaciles dudan en cumplir con su obligación; ¿cómo van a atreverse a poner la mano sobre estos reyes de la Asamblea de los que durante tanto tiempo han recibido órdenes?

Por fin se deciden a acercarse a ellos y les comunican el decreto de la Convención.

Los cinco acusados se levantan y salen lentamente para ser conducidos ante los comités.

Toda la Asamblea respira. Esta lucha de cuatrocientos diputados contra un solo hombre indica hasta qué punto este hombre era fuerte. Mientras estaba allí, todos se preguntaban: «¿Se terminó?». Yo también respiro, yo también me lanzo.

El rumor sobre el arresto de Robespierre se ha extendido en la corte del Carroussel, y de la corte del Carroussel sobre todo París.

No sé si me hago ilusiones, pero creo que todos los corazones están alegres, que todas las bocas sonríen; gentes que no se conocían caen unas en brazos de otras, gritando:

—¡Bien!, ¿lo sabéis?

—No… ¿Qué?

—¡Robespierre ha sido arrestado!

—¡Imposible!

—He visto como le conducían ante los comités.

Y el que acaba de recibir la noticia, corre a divulgarla.

Pero a través de las puertas de encina, a través de los barrotes de hierro de las cárceles, las noticias pasan con lentitud. Busco con los ojos a mi comisario, que me ha prometido estar en el patio del Carroussel.

Mis ojos se detienen sobre un hombre que parece esperar a que le mire. Lanzo un grito: es él.

Se ha adelantado a la opinión pública; ya no lleva su gorro rojo, ha bajado su carmañola, se viste como todo el mundo. Es porque ha asistido desde la tribuna a la caída de Robespierre. Se me acerca sin afectación.

—¿Me necesitáis? —dijo.

—Quisiera anunciar el triunfo de Tallien a mis pobres amigas —respondí.

—Tened cuidado —me dijo—, y no os lancéis demasiado en el terreno de la esperanza; los comités ante los cuales ha sido llevado pueden decretar que no hay motivo de acusación y ordenar que no ha lugar. El tribunal revolucionario ante el que va a ser conducido, y que le es completamente fiel, puede declarar que no es culpable y hacerle triunfar como hizo el de Marat. Es decir, esto sólo es un primer paso.

—¡Da igual! —respondí—. Está ganado, ¿no es cierto? Ahora, vamos a por el segundo.

—Andad despacio —me dijo—, cruzad el puente, entrad en la calle del Bac; a la altura de la calle de Lille, me reuniré con vos en un coche.

Sin responder, me encaminé hacia la calle del Bac.

Cuando llegué a la calle de Lille, oí un coche que se paró detrás de mí. Subí. El comisario me esperaba.

Ordenó al cochero que siguiese por la calle de Lille, siguiendo por los muelles hasta la Gréve y conducirnos a la Forcé.

Había devuelto a las presas al lugar de donde habían salido.

Volví a ver al bueno de Ferney; volvía a encontrar a Santerre, que lanzó grandes gritos; me creía guillotinada. Les comuniqué el arresto de Robespierre.

¡Cosa extraña!, el que pareció alegrarse más con la noticia fue el carcelero.

No opuso ninguna dificultad cuando mi guía, haciéndose reconocer, le ordenó conducirme a la cámara de las dos nuevas presas.

Al verme, lanzaron un grito. Mi sonrisa les anunciaba buenas noticias.

—¡Triunfo! —les grité—, ¡triunfo! Robespierre ha sido acusado y arrestado.

—Y Tallien —preguntó Teresa—, ¿cómo ha estado?

—Magnífico de coraje y sobre todo de amor.

—El caso es que si sólo se hubiese tratado de él, se hubiese dejado cortar el cuello, ¡es tan perezoso!

—Vamos, vamos, vas a llevar un bello nombre, ciudadana Tallien —dijo madame de Beauharnais.

—Ambiciono otro más bello todavía —dijo Teresa con su orgullo español.

—¿Cuál?

—¡El de Notre-Dame-de-Thermidor!

Pero, como mi comisario tan juiciosamente me había advertido, no habíamos dado más que el primer paso, y Robespierre podía salir de ésta más fuerte que nunca.

Quedé de acuerdo con mis dos amigas en que al día siguiente seguiría con todo detalle los acontecimientos, seguramente tan importantes como los que venían de desarrollarse.

Teresa pensó entonces que sería muy difícil seguir estos acontecimientos, que quizá pasasen en medio de un enorme gentío, con un traje de mujer.

Me ofreció que cogiese de su casa de los Campos Elíseos uno de sus trajes de hombre, que tenía la costumbre de llevar, para seguir a su primer marido en las carreras de caballos y a la caza; me dio una carta para su vieja nodriza que era quien cuidaba de la casa. Al mismo tiempo debería dar noticias suyas a la buena mujer y tranquilizarla. Les conté todo lo que debía al buen hombre que me había acogido bajo su protección, previniéndolas primeramente de que si salíamos victoriosos no deberíamos olvidarle. Me prometió todo lo que quise.

El tiempo pasaba, debía dejar la prisión. No prometí volver al día siguiente, ya que si resultábamos vencedores me dirigiría directamente a Tallien para evitarle cualquier pesquisa inútil, y decirle donde encontraría a su amiga. Pero prometí escribir, palabra por palabra, hora por hora, todo lo que viese. Gracias a la intervención de mi buen comisario, estaba segura que mi carta les llegaría.

Nos abrazamos estrechamente madame de Beauharnais, Teresa y yo, y bajé, ligera y llena de esperanza, por esa escalera por la que la última vez bajé creyendo ir al patíbulo.