II

Al día siguiente de nuestra partida del castillo de Chazelay, llegamos a Bourges. Realizamos el viaje en un pequeño coche propiedad del marqués tirado por un caballo de sus cuadras; un aldeano lo conducía.

Mademoiselle Chazelay debía reenviar al aldeano y quedarse con el coche y el caballo. Moría de deseos de poder escribirte, mi bienamado Jacques, pero sin duda el marqués había advertido a su hermana, puesto que no me apartaba ni un momento de sus ojos, haciéndome acostar en su habitación.

Esperaba estar más libre en Bourges y, en efecto, tuve una habitación para mí, que daba a un jardín.

Apenas habíamos llegado, mademoiselle Chazelay se puso a organizar toda la casa. Tenía una vieja sirviente, llamada Gertrudis que la había seguido al convento, pero que, al verme, dijo que no admitiría una sobrecarga en su trabajo.

Al día siguiente mi tía, por mediación de Gertrudis, pidió a su confesor una doncella. El mismo día envió a una de sus penitentes llamada Julia. La observé, pero no conozco todavía suficientemente el corazón humano, ni siquiera el de las doncellas. Al tercer día creí poder confiarme a ella y le entregué una carta para ti; me aseguró haberla llevado al correo, así como una segunda y una tercera, pero como hasta la fecha no he recibido contestación por tu parte, temo que se las haya entregado a mi tía.

Aparte tu ausencia, amado mío, y la duda que me embargaba, no de tu amor, puesto que siento que me amas todavía, sino de nuestro encuentro, el mes que pasé en Bourges no fue desgraciado. Sin quererme, mi tía tenía ciertas atenciones hacia mí. Había conservado al aldeano, al que había vestido con una especie de casaca y al que había convertido en su cochero. Todos los días, con pretexto de mi salud, y de la suya, nos paseábamos durante dos horas y, el resto del tiempo, salvo la hora de las comidas, estaba libre en mi habitación.

Disfrutaba estando sola.

Desde el instante en que supuse que Julia me había traicionado la detestaba tanto como soy capaz de detestar, lo que por otra parte no es mucho, mas para evitar su desagradable presencia, ya que por otra parte su despido me producía lástima, le prohibí su presencia en mi habitación.

Mi tía estaba suscrita al Moniteur. Todos los días yo devoraba el periódico con la esperanza de ver tu nombre. Por dos o tres veces mi deseo se cumplió. Primeramente vi tu nombre entre los diputados de Indre al hacer la relación nominal, después supe que te habían enviado en misión cerca de Dumouriez, que habías actuado como guía en el bosque de Argonne y que, finalmente, habías entregado a la Convención las banderas tomadas en Valmy.

Pero ocho o diez días después de la batalla de Valmy recibimos una carta del marqués en la que nos anunciaba que los acontecimientos políticos no se desarrollaban según sus deseos y que estuviésemos dispuestas a reunimos con él al primer aviso.

Hicimos los preparativos para el viaje para poder ponernos en camino en cuanto nos llamase.

Le encontraríamos en el asedio de Mayence.

A pesar de que la emigración de los hombres comenzase a hacerse severa, puesto que ello significaba que emigraban únicamente para poder combatir contra Francia, apenas si prestaban atención a las de las mujeres. Además, las autoridades de Bourges, todavía monárquicas, nos proveyeron de todos los documentos necesarios para asegurar nuestro viaje y partimos en nuestro pequeño coche.

Llegamos y pasamos la frontera sin haber corrido ningún peligro real, pero, poco más allá de Sarrelouis, nos tropezamos con prisioneros emigrados, a los que llevaban a una fortaleza o a una ciudadela para fusilarlos.

Llegamos hasta Kaiserslautern.

Allí supimos la toma de Mayence por el general Custine. Como dos mujeres que van a la búsqueda de un hermano y de un padre no corren jamás peligro por parte de un general francés, llegamos hasta Oppenheim. Allí las noticias fueron más precisas e inquietantes.

Durante uno de los últimos combates que habían tenido lugar unos días antes, cierto número de emigrados habían sido hechos prisioneros y, cuando mi tía pronunció el nombre de Chazelay, aquél a quien interrogaba le dijo que, en efecto, creía haber oído ese nombre. Vivos o muertos, los prisioneros habían sido conducidos a Mayence, donde únicamente podían tenerse noticias suyas.

Llegamos a Mayence. Se nos detuvo en las puertas.

Tuvimos que escribir al general Mayence. No le ocultamos nada; le dijimos quiénes éramos y la misión sagrada que hasta allí nos llevaba.

Un cuarto de hora después uno de sus oficiales vino a buscarnos.

—¡Ay, amado mío, las noticias eran terribles! Mi padre, hecho prisionero con las armas en mano había sido condenado y fusilado en veinticuatro horas.

No tenía especiales motivos para adorar a un padre que me había abandonado durante mi infancia y que me había vuelto a llevar a su lado para romperme el corazón. Sin embargo, cuando supe la horrible catástrofe, lo lloré.

Pero un incidente totalmente imprevisto dio tregua a mi dolor. El joven oficial al que el general había asignado para acompañarnos dijo que debía comunicarme algo importante. Con una mirada solicité a mi tía permiso para escucharle. Ella creyó que, al haber mandado el pelotón de ejecución, debía transmitirme algún mensaje de parte del marqués. Le seguí a un gabinete mientras mi tía, para hacerle constar el fallecimiento, escuchaba la notificación de la ejecución.

Pero, cosa increíble, ¿de quién piensas que me habló el desconocido? De ti, mi bienamado Jacques. Habías venido dos días antes a Mayence para saber, si entre los papeles de mi padre, había alguno que hablase de nuestro paradero. Además de saber que estábamos en Bourges encontraste una carta mía, dirigida a ti, que mi tía había interceptado y enviado a su hermano. ¡Mi bienamado Jacques! Fue él quien me dijo con cuánta alegría la habías leído, cómo habías pedido una copia y cómo, una vez hecha, habías cogido la carta, la habías besado y colocado junto a tu corazón.

¡Dios mío, pensar que la voz de la sangre, por sí misma sea tan poca cosa! ¡Que esas palabras dichas de pronto referidas a aquel que creíamos un extraño —«tu padre»— representen tan poco, porque frente a su tumba apenas sellada tu nombre quedamente pronunciado me hacía olvidarlo todo! ¡Tan poco, que sólo pensé en ti! ¡Porque tú eres mi verdadero padre! Salvo la vida material, a ti te debo todo. Soy tu hijo, tu obra, tu creación y con ello, Dios en su suprema bondad, hizo que pudiese ser otra cosa.

¡Qué cierto es que el amor es todo cuanto me dijiste, la creación entera, el fluido obstinado que perpetúa la vida y que, de pequeñas partículas de nuestra vida, crea la eternidad de los seres! Soñamos a Dios, sentimos el amor. ¿Pero no será el amor el único y verdadero Dios?

Escondía mi felicidad bajo mi velo. ¿Qué hubiese pensado la rígida religiosa viendo mis falsas lágrimas y mi verdadera sonrisa?

Mi esperanza renació. Desde que nos habíamos separado, era la primera vez que oía algo sobre ti. El hilo de mi vida, casi roto, volvía a anudarse, más ardiente que nunca, al amor y a la felicidad.

Y tú, mi bienamado, ¿qué hacías? Correr tras una nueva decepción. Te veía tomando la posta con la esperanza de encontrarme en Bourges, inclinándote hacia adelante, acuciando al cochero y llegar a nuestra sombría calle, a nuestra triste casa para encontrarla cerrada y conocer mi marcha.

Pero, ¡no importa!, me decía egoístamente. Todas esas decepciones harían revivir tu amor al igual que la que acababa de recibir había galvanizado el mío.

El resto del día estuvo dedicado a visitar la tumba del marqués. Allí, volví a llorar. El general nos permitió colocar una piedra con su nombre sobre la tumba que le cubría. Mademoiselle de Chazelay se obstinaba en inscribir: «Muerto por su rey», pero el general le hizo comprender que semejante inscripción haría saltar la piedra en pedazos por los soldados de la República antes de las veinticuatro horas.

Partimos de Mayence esa misma noche y fuimos camino de Viena, donde mademoiselle Chazelay quería fijar su residencia. Tenía con ella una docena de miles de francos oro. Era toda nuestra fortuna y no podíamos contar con otra cosa.

Era evidente que la República heredaba algunos bienes del marqués de Chazelay, emigrado y preso con las armas en la mano y fusilado.

Marchamos hacia Viena pero dejamos de viajar por la posta. Tomamos una diligencia y rogaba por que dejasen viajar al pobre Escipión con nosotras.

Escipión era la enciclopedia de mi vida pasada.

Llegamos a Viena y nos instalamos primeramente en el mejor barrio de la ciudad, en el «Cordero de Oro».

Mi tía confió al dueño del hotel que deseaba instalarse en un barrio tranquilo y retirado y alquilar allí alguna casa. Tres días después una vieja dama nos recogía en coche y nos conducía a la plaza del Emperador Joseph, donde disponía de una casa amueblada.

La casita nos convenía desde todos los puntos de vista. El propietario pedía cien luises por año. Mi tía, tras largas discusiones, consiguió obtenerla por dos mil francos y renovar el alquiler año tras año, a medida de sus deseos.

Al finalizar el año podía resolver el contrato, pero una vez empezado el año debía pagarlo por entero.

Nos instalamos en la plaza de Joseph.

Una vez instaladas y puesto que ya no tenía doncella que me espiase —mi tía había juzgado que podíamos valemos solas y que por lo tanto este gasto era inútil— te escribí una larga carta que yo misma llevé al correo.

Ni ésta, ni otras tres que te envié, obtuvieron respuesta.

Me desesperaba. ¿Me habías olvidado? Me parecía imposible.

Desgraciadamente fue más tarde cuando reflexioné.

Había una doble razón para que mis pobres cartas no te llegasen.

No sabía tu dirección y mis cartas iban dirigidas a:

«Monsieur Jacques Mérey, diputado del departamento de Indre en la Convención». Ignoraba la desconfianza del gobierno austríaco. Mis cartas eran abiertas y leídas

El encargado de ese triste oficio de leer las cartas no juzgaba necesario volver a cerrarlas y hacerlas seguir su curso.

¡Para un indiferente son tan poco importantes la cartas de amor!

Hubiese dado la mitad de mi sangre por una sola carta tuya.

Y, aun suponiendo que mis cartas hubiesen vuelto al correo, ¿la policía francesa hubiese hecho llegar al «Monsieur». Jacques Mérey, diputado de la Convención, cartas procedentes de Viena?

Este calificativo de «Monsieur», completamente abolido en París, olía a aristocracia desde una legua.

Me sentí muy desgraciada cuando, las observaciones que hago ahora, me fueron hechas por un viejo sabio, vecino nuestro, cuya mujer y mi tía jugaban de cuando en cuando al whist.

Te gustará saber una cosa, querido Jacques, y es que a este viejo sabio le gustaba charlar conmigo, porque decía que yo también lo era.

¡Yo sabía! La primera cosa que hubiese debido saber para que mis cartas llegasen a su destino era escribir «ciudadano» en lugar de «Monsieur». Mérey.

Una vez hallada la razón de tu silencio, mi amado Jacques, en lugar de odiarte te amaba cada vez más. Pero quererte no era todo, quería que tú también me amases.

Una vez aclarada la causa de tu silencio y sabiendo que me amabas, el resto no tenía importancia. ¿No era tu amor lo más importante para mí?