V
Jacques, amor mío, acabo de ver una cosa terrible que quedará profundamente grabada durante largo tiempo en mis ojos y en mi pensamiento.
Te dije que había alquilado un pequeño apartamento en la calle Gres.
Esta calle da sobre la de Fossés-Monsieur-le-Prince, que a su vez desemboca de la de l’Ecole-de-Médecine.
Jacinta acababa de poner la mesa y de servirme la cena cuando oí un gran ruido en la calle y entre los gritos de odio y de cólera que llegaban a mis oídos:
—¡Los girondinos, son los girondinos!
Sabía que Vergniaud y Valzé habían sido arrestados. Pensé que se habían realizado nuevos arrestos y, a pesar de lo que me dijo Danton, te vi en las manos de los gendarmes, arrastrado y hecho pedazos por el populacho. Bajé como una loca y corrí hacia donde la gente corría.
Una inmensa multitud se había reunido frente a una casa grande y triste, la número veinte de la calle l’Ecole-de-Médecine, contigua a la de la torreta que hace esquina.
Gritos furiosos, y amenazas sangrientas se mezclaban. Los gritos de muerte y asesinato temblaban en el aire. Todos los ojos estaban fijos en las ventanas del primer piso, pero los visillos, corridos con sumo cuidado, impedían que las miradas de los curiosos penetrasen. De repente se abrió una de las ventanas y una mujer pálida, despeinada, ensangrentada apareció en ella.
—¡Ya no hay esperanza, ha muerto! ¡El amigo del pueblo ha muerto! ¡Marat ha muerto! ¡Venganza, venganza!
—¡Es Catalina Evrard, es madame Marat! —gritó el gentío.
Y quisieron forzar la puerta que guardaban dos centinelas.
En medio de todo este tumulto, oí dar la hora, la campana vibró siete veces. Cuando llegó el comisario, la guardia fue reforzada con seis hombres más del puesto cercano.
Un posticero apareció al lado de la desgraciada criatura que no dejaba de gritar retorciéndose los brazos.
—Ved —dijo blandiendo el cuchillo ensangrentado—. ¡Ved! He aquí el cuchillo con el que lo ha matado.
—Son los girondinos —gritó la mujer—; acaba de llegar de Caen, la desgraciada. ¡Ellos son los que la han enviado para degollarle!
Las miradas estaban fijas en la ventana abierta y las exclamaciones se escapaban de entre la gente.
—¡Oh! Le veo.
—¿Dónde?
—En su bañera.
—¿Muerto?
—Sí, sus brazos están colgando. ¡Está completamente ensangrentado!
Y como ráfagas de viento pasaban voces furiosas, gritando:
—¡Muerte a los girondinos! ¡Muerte a los traidores! ¡Muerte a los amigos de Dumouriez!
El gentío era tan denso que comencé a tener miedo de ahogarme y viendo que no se trataba de ti y que no corrías ningún peligro, intentaba buscar una salida, cuando noté que una mano se apoyaba sobre mi hombro.
Me volví y reconocí a Danton.
—¿Qué hacéis en medio de esta gente —me dijo—, queréis morir aplastada?
—No —le dije lo más bajo que pude—, pero oí decir: «Muerte a los girondinos», tuve miedo y corrí hacia aquí.
—¿Está realmente muerto? —me preguntó.
—Parece ser que sí. Esa mujer abrió la ventana y anunció su muerte al pueblo.
—Esta muerte es un acontecimiento que va a hacernos nadar otra vez en sangre.
—Parece ser que Marat sólo pedía eso.
—No, empezaba a cansarse. Vendrán otros con la copa vacía que habrá que llenar. Ved, hija mía, la muerte de Marat significa la nuestra.
—¡Vuestra muerte! —exclamé.
—Sobre todo la mía. Este hombre se interponía entre Robespierre y yo. Robespierre le golpeaba a él cuando no se atrevía conmigo. Lo mismo hacía por mi parte. Ahora, sin Marat, el incorruptible y yo tendremos que vernos cara a cara, ningún mediador para recibir los golpes. Será necesario que uno de los dos caiga, y, caiga quien caiga, la República habrá terminado. Volveréis a ver a Jacques Mérey antes de lo que pensabais, hija mía. Pero mientras, ¿queréis ver a Marat?
—¡Dios mío! ¿Qué me proponéis?
—Lo sentiréis, es un espectáculo que no volveréis a ver jamás. Se dice que ha sido asesinado por una jovencita de vuestra edad y tan bella como vos.
—¡Una joven! —exclamé—. ¡Imposible!
—¿Es que ya no creéis en las Judith y en las Jahel?
—¡Una joven! ¿Qué motivos podrían llevarla a realizar semejante acto?
—El amor a la patria. Vio cómo Francia había dimitido, y regresó en el lugar de Francia. Venid, os prometo que no os arrepentiréis.
—¿Cómo entraréis?
—Igual que en estos momentos entran Drouet, Chabot y Legendre; entraré como diputado.
—Pero yo, ¿en calidad de qué entraré?
—Entraréis del brazo de Danton. ¡Oh! Antes de que uno de los dos caigamos, Robespierre o yo, seremos todavía más importantes.
Danton hizo un movimiento para arrastrarme tras él. Todo mi cuerpo temblaba.
—¡Oh, no! —le dije.
—Pero yo —dijo—, quiero que contéis este espectáculo a vuestro, mejor dicho, nuestro amigo, cuando Robespierre y yo ya no estemos aquí para poder contárselo. Me dejé llevar, la curiosidad era más fuerte que yo.
Sin embargo, en la puerta hice un movimiento para escapar.
—Bueno —dijo Danton riendo—, aunque no sea más que para aseguraros que en este mundo hay, mejor dicho, había, hombres más feos que yo.
Le seguí. Sabía que lo que iba a ver sería espantoso. Pero lo horrible tiene también su atractivo y ello me atraía.
Subí diecisiete escalones de esas escaleras mitad madera, mitad ladrillo, con una gran rampa cuadrada. Nos encontramos en el descansillo.
Dos soldados guardaban la puerta del apartamento. Pasamos la primera habitación, donde habían entrado algunos curiosos y que daba a una especie de entrada de las otras habitaciones, más oscuras, que daban, a su vez, al patio donde se componía y plegaba el periódico.
—Todo recto, todo recto —me dijo Danton—, éstos son los dominios del capataz y de los obreros.
De allí pasamos a un saloncito, no solamente muy limpio, sino también muy coqueto, que no encajaba con la casa de Marat. Es cierto que este salón no estaba «en casa de Marat». Marat no tenía hogar, el salón pertenecía a la pobre criatura que le daba asilo. Este hombre sangriento y tenebroso, este sombrío pájaro de tumultos que graznaba la muerte en todos sus tonos, tanta es la bondad de Dios, tanto la naturaleza inmensa, este hombre habían encontrado una mujer que le amase.
Era ella la que había abierto la ventana maldiciendo a su asesino.
Marat no se encontraba en el salón.
En él se encontraban los familiares de la casa, los capataces, los cajistas, los plegadores, todos los obreros que dependían de aquel otro más pobre todavía que ellos. Por fin llegamos a un pequeño cuarto oscuro iluminado únicamente por dos candelas y por un débil resto de día que entraba por la ventana.
Cuando entramos en el umbral, Danton, dominándolo todo desde su altura, yo, apoyada a su brazo, la vieja mujer se abalanzó sobre nosotros con las uñas por delante como si quisiese arañarme el rostro.
—¡Una mujer, otra mujer! —gritó—. ¡Y joven y bella! ¡Salid de aquí, éste no es vuestro sitio!
Quise huir, Danton me retuvo apretando su brazo contra el mío.
Apartando con la mano a esta furia que, presintiendo desde hacía tiempo la muerte en la puerta de Marat, únicamente había dejado entrar a Carlota Corday, contra su voluntad.
—Soy Danton —le dijo.
—¡Ah! Sois Danton —dijo Catalina—. ¿Y habéis querido verlo, no es cierto? Comprendo, el cuerpo de un enemigo muerto siempre despide buen olor.
Y, completamente rota, fue a sentarse a un rincón.
Me encontré entonces frente al horrible espectáculo que me había atraído.
Sobre una pequeña mesa, colocada en la cabecera de la bañera, un escribano tomaba las notas que le dictaba el comisario de policía, quien terminaba de redactar el atestado. Al lado de esta misma cabecera estaba una bella joven de unos veinticuatro a veinticinco años, los soberbios cabellos recogidos por un lazo verde, tocada con el típico gorro de Calvados. A pesar del intenso calor, a pesar de la lucha que acababa de sostener, su pecho estaba cubierto por un espeso chal de seda sólidamente anudado por detrás del talle, su vestido blanco estaba salpicado de sangre. Dos soldados le sujetaban las manos, dirigiéndole a media voz injurias y amenazas que escuchaba con calma, las mejillas sonrosadas y más bien con la sonrisa de la mujer satisfecha de sí misma, que con la tranquila melancolía del mártir.
Esta mujer era el asesino, era Carlota Corday.
El espantoso espectáculo se encontraba a sus pies, en la bañera.
Marat estaba en la bañera, cuya agua se había puesto del color de la sangre. Marat, cubierto a medias por una sábana sucia, la cabeza echada hacia atrás, la boca más torcida que de costumbre, los brazos colgando fuera de la bañera, los cabellos cubiertos por una sucia toalla. Marat, con su piel amarillenta, sus enflaquecidos miembros, se asemejaba a uno de esos monstruos sin nombre que los feriantes exponen en las ferias.
—¿Bien? —me dijo quedamente Danton.
—¡Silencio! —contesté—. Escuchad.
El escribano decía a la acusada:
—¿Os declaráis culpable de la muerte de Jean Paul Marat?
—Sí, señor —respondió la joven con voz firme, vibrante, casi infantil.
—¿Quién os inspiró el odio que de esta trágica manera habéis manifestado contra él?
—Nadie. No necesitaba del odio de los demás, con el mío era suficiente.
—¿Os ha sido sugerido este acto?
Carlota sacudió dulcemente la cabeza y dijo con una sonrisa:
—Lo que no ha sido concebido por uno mismo siempre se realiza mal.
—¿Qué odiabais en el ciudadano Marat?
—Sus crímenes.
—¿Qué entendéis por crímenes?
—Las llagas de Francia.
—¿Qué esperabais matándole?
—Devolver la paz a mi país.
—¿Creéis por lo tanto haber acabado con todos los Marat?
—Éste ha muerto. Quizá los otros tengan miedo.
—¿Desde cuándo os forjasteis esta idea?
—Desde el 31 de mayo.
—Cuéntenos las circunstancias que precedieron al asesinato.
—Hoy, cuando cruzaba el Palacio Real, busqué a un cuchillero, le compré un cuchillo recién pulido, con mango de ébano.
—¿Qué pagasteis por él?
—Dos francos.
—¿Qué hicisteis después?
—Lo escondí en mi pecho, tomé un coche en la calle Notre-Dame-des-Victoires, y me hice traer hasta aquí.
—Continuad.
—Esta mujer no quería dejarme entrar.
—¡Oh, no! —interrumpió Catalina Evrard—, tenía como un presentimiento. Fue él, pobre hombre, quien me dijo: «Déjala pasar, quiero que pase». ¡Ay! —continuó—, nadie escapa a su destino.
Y dejóse caer de nuevo sobre su silla.
—¡Pobre mujer! —murmuró Carlota mirándola tristemente—. Ignoraba que un monstruo de tal categoría pudiese ser amado.
—¿Qué ocurrió entre vos y el ciudadano Marat una vez que estuvisteis dentro?
—Me quedé paralizada por su fealdad y me paré al lado de la puerta.
»—¿Sois vos —me dijo—, quién me ha escrito para traerme nuevas de Normandía?
»—Sí —contesté.
»—Acercaos. ¿Han llegado a Caen los girondinos?
»—Sí.
»—¿Han sido bien recibidos?
»—Con los brazos abiertos.
»—¿Cuántos son?
»—Siete.
»—Decid sus nombres.
»—Barbaroux, Péthion, Louvet, Roland y…
»No me dejó terminar.
»—Está bien —dijo—. Antes de ocho días serán guillotinados.
»Fue su sentencia de muerte. Le clavé el cuchillo. Solamente dijo:
»—¡Socorro, querida amiga!
»Y expiró.
—¿Se lo clavasteis de abajo arriba? —preguntó el comisario de policía.
—Mi posición me forzaba a ello.
—Además —añadió el comisario—, hundiéndoselo horizontalmente podíais tropezar con alguna costilla y no herirle de muerte.
—Naturalmente —dijo el capuchino Chabot con su sonrisa malévola—, sin duda se había entrenado con anterioridad.
—¡Oh! El miserable monje me toma por un asesino —contestó Carlota.
Los soldados se creyeron en el deber de vengar a Chabot y golpearon cruelmente a Carlota. Danton inició un movimiento contra ellos. Le retuve.
—Venid —le dije—, ya habéis visto todo lo que queríais, ¿no es cierto?
—¿Vos también? —me contestó.
—¡Oh, yo, más de lo que quería!
—¡Bien, vámonos!
Al llegar a la puerta vimos a Camille Desmoulins, que se había acercado como otros tantos curiosos.
—¿Qué piensas de todo esto? —preguntóle Danton a media voz.
—Pienso —dijo Camille, bromeando como siempre—, que es una desgracia darse un baño una sola vez en su vida y que termine tan mal.
—¡Incorregible! —murmuró Danton—. No te dejarías cortar el cuello por un príncipe, pero sí por una buena broma.