VIII

El aniversario del 10 de agosto se aproxima. ¿Recuerdas, mi bienamado Jacques, que fue ese mismo día cuando llegaron a Argenton las noticias de esta terrible jornada y desde el que data nuestra separación?

La fecha sea probablemente gloriosa para la Revolución, pero es seguro, que es fatal para mí…

Las noticias del exterior eran malas; los ingleses seguían asediando Dunkerque; los ejércitos aliados marchaban sobre París; la gran fiesta tenía lugar ante los ojos de prusianos y austríacos; en cuatro días de marchas forzadas hubiesen podido participar.

Las noticias del interior eran peores todavía. Muerto Marat, el periódico el Père Duchesne, había sustituido al Ami du Peuple y como Hébert tenía carta blanca tanto en el Ministerio de la guerra como en la Comuna, aprovechaba a manos llenas de la doble caja y, según lo considerase mejor para sus intereses, su odio, o su amistad, tiraba hasta seiscientos mil ejemplares de su periódico.

En todo momento había incendios en los puertos; se atribuían a los ingleses; Pitt fue declarado por la Convención enemigo del género humano; los clubs hablaban únicamente de matanzas. Mataremos a la reina a la primera ocasión, a los girondinos al primer capricho, mataremos a la monarquía hasta en su pensamiento, ordenaremos la destrucción de las tumbas de Saint Denis.

Danton se desgañitaba gritando: «¡Cread un gobierno!». Y, efectivamente, nadie gobierna y todo el mundo mata.

Danton está sombrío e inquieto, siente que ya no tiene los mismos medios de acción sobre el pueblo como los tuvo en 1792, el entusiasmo ha desaparecido; aunque es cierto que la lealtad perdura.

—Los hombres ya no bastan —dice Danton—; necesitamos soldados.

Nuestros federados de 1793 no se parecen en nada a nuestros voluntarios de 1792; son responsables, humildes, dan sus brazos, su vida, pero fríamente, tristemente, como hombres que cumplen con su deber.

Ya no es la Marsellesa lo que les hace avanzar, es el Chant du Depart lo que les guía. La música de Méhul es realmente espléndida, hay en este canto sonidos de trompeta que deben rasgar toda Europa.

Se dice que la Convención ha gastado un millón doscientos mil francos en la fiesta que acaba de ofrecernos.

Han abierto dos museos. Danton nos ha llevado a su mujer y a mí.

Uno es el Louvre; todo el mundo ha contribuido en él; la escuela flamenca e italiana, sobre todo, están magníficamente representadas.

Monsieur Danton, que es un excelente juez, estaba sorprendido de mis conocimientos de pintura.

El otro museo, el de los monumentos franceses, es un admirable tesoro arqueológico. Los conventos, las iglesias, los palacios, han contribuido en ello. David, el que hizo el retrato de Marat muerto en su bañera, ha sido el ordenador de la fiesta, ha clasificado toda esta gran cronología de Francia por siglos, casi por reinados.

Todos los durmientes de mármol, extendidos sobre sus tumbas con la doble rigidez de la muerte y del granito, ofrecen desde la cruz de Dagoberto hasta los bajorrelieves de Francisco I, la historia de doce siglos que hablan a la imaginación con la voz de la ciencia. Una vez más, y gracias al conocimiento que tengo de los trajes, he merecido el elogio de Monsieur Danton. Parece ser que has hecho de mí, mi bienamado, una mujer más completa de lo que creía. La pobre pequeña madame Danton que nada sabe de todo esto y que nunca oyó hablar en su familia de arte ni de ciencia está todavía más asombrada que su marido. Me mira casi con admiración, lo que me hace enrojecer, pero al mismo tiempo me recuerda que todo te lo debo a ti.

Esperaba encontrar en medio de todo esto una efigie de Marat. Me equivocaba. Danton dice que Robespierre es quien se ha opuesto.

Voy a contarte las cosas tal y como Danton me las explicó.

Quizás algún día leas este manuscrito. Entonces sabrás que ni un solo momento he dejado de pensar en ti.

He aquí lo que me dijo:

David, para esta ocasión, se había convertido a la vez en historiador, arquitecto y autor dramático.

Ha hecho una obra en cinco actos sobre la Revolución.

En la plaza de la Bastilla ha levantado una estatua colosal de la Naturaleza, algo así como una Isis con cien pezones, lanzando por cada uno de ellos, en una gran pila, el agua de la regeneración.

La Libertad, coloso de la misma altura, se encuentra en la plaza de la Revolution.

Por fin, un tercer Titán, el pueblo, Hércules venciendo al Federalismo bajo la figura de la Discordia y ante el Hotel des Invalides.

Para llegar a este último grupo, es necesario pasar bajo un arco de triunfo que ocupa toda la anchura del bulevar de Italia. De este grupo de los Invalides, se llega al altar de la Patria, situado en el centro del Champ de Mars.

En cada uno de estos puntos, designados como altares para la procesión del Corpus, el cortejo que partió de la plaza de la Bastilla se paró y realizó un acto patriótico.

Danton, que estaba obligado a ir con la Convención, nos dejó aquel día a su mujer y a mí a cargo de Camille Desmoulins y de Lucile.

A pesar de que Camille Desmoulins era miembro de la Convención, no estaba obligado a asistir a estos actos. Curioso como un niño, quería verlo todo para criticarlo todo. Lucille reía como una loca de las salidas de su marido; a mí, debo confesarlo, me impresionaba la parte grandiosa que tenía todo este espectáculo.

Hérault de Séchelles, en su calidad de presidente de la Convención, estaba a la cabeza del cortejo; si le hubiesen elegido por su belleza, no hubiesen podido hacer mejor elección. Es el hombre ideal para las ceremonias nacionales y me lo imaginaba con el traje griego o la toga romana. Subió sobre las ruinas de la Bastilla, cogió una copa etrusca, la llenó de agua, la llevó a sus labios y la pasó a los ochenta y seis ancianos que representaban los ochenta y seis departamentos, cada uno con su estandarte, bebieron a su vez y después de beber dijeron:

—Nos sentimos renacer con el género humano.

El cortejo descendió por el bulevar; la terrible sociedad de los jacobinos iba al frente con su estandarte, un ojo abierto sobre las nubes, símbolo de su policía universal. Tras ellos iba la Convención.

Para simbolizar la fraternidad del pueblo con sus mandatarios, David había despojado a los representantes de sus uniformes. Vestidos como burgueses, no había ninguna diferencia entre sus trajes y los de aquellos que había elegido. Únicamente, llevaban un lazo tricolor los enviados de las asambleas primarias.

Camille no pudo ocultar su risa.

—Ved —dijo— la Convención conducida a lazo por los jacobinos.

Los jueces revolucionarios llevaban un penacho negro, símbolo de su terrible misión de duelo.

El resto, la Comuna, los ministros, los obreros, iban todos juntos. Únicamente, como símbolo a la nobleza del trabajo, los obreros llevaban sus herramientas.

Los reyes de la fiesta eran los humildes y los desgraciados de la sociedad. Los ciegos, los ancianos, los niños abandonados, iban en carros. Los bebés que no podían andar eran llevados en sus cunas. Dos ancianos, un hombre y una mujer, eran arrastrados, como Cléobis y Biton, en una pequeña carreta por sus cuatro hijos.

Sobre un carro una urna que se decía que contenía los restos de los héroes. Ocho caballos blancos con penachos rojos, que levantaban y sacudían la cabeza a cada toque de trompeta, tiraban del carro. Los padres de aquellos que habían sido muertos este grandioso día iban detrás, con la frente alegre y coronada de flores, dando a entender que no les apenaba que murieran por la patria.

Un carro, parecido al del verdugo, conducía los tronos, las coronas y los cetros.

El patíbulo había desaparecido de la plaza de la Revolution. Al pie de la estatua de la Libertad el presidente hizo vaciar el cofrecillo que contenía las insignias de la realeza. El verdugo les prendió fuego.

Tres mil pájaros, a los que dieron libertad, volaron en todas direcciones como una nube feliz. Dos palomas se posaron en los pliegues del vestido de la estatua de la Libertad.

Al día siguiente, cuando el patíbulo volviese a estar en su sitio, se encargaría de espantarlas.

De la plaza de la Revolution fuimos al Champ de Mars; la estatua de Hércules aplastando al Federalismo estaba colocada sobre una roca, delante de la cual se había construido una plataforma. Al pie de la montaña se encontraba la Balanza de la igualdad.

Todo el mundo pasó por debajo.

Cuando llegaron a la plataforma, los ochenta y seis ancianos entregaron al presidente, uno tras otro, la pica que tenían en la mano, quien las unió con un lazo tricolor, indicando así la alianza de los departamentos con la capital. Estaban de pie y a la vista de todos, frente al altar en el que ardía incienso.

Hérault de Séchelles leyó la aceptación de la nueva ley, proclamando la igualdad. Tras sus últimas palabras, sonó un cañonazo.

Mi querido amigo, no soy más que una mujer, pero te juro que en ese momento vivía tal sentimiento de entusiasmo que mis lágrimas rodaron a pesar mío. ¡Ah! ¡Si hubieses estado allí! ¡Si mi brazo se hubiese apoyado en el tuyo en lugar de en uno extraño! ¡Cómo me hubiese estrechado contra tu pecho y cómo hubiese llorado!

¡La República francesa fundada en la igualdad! El carro que llevaba las cenizas de las víctimas del 10 de agosto avanzó hasta el templo que se había levantado en el extremo del Champ de Mars. Cogieron la urna, la depositaron en el altar y, estando todos de rodillas, el presidente tomó la urna y se le oyó decir en voz alta estas palabras:

—¡Cenizas queridas, urna sagrada, os abrazo en nombre del pueblo!

Un hombre se aproximó a Camille Desmoulins y le preguntó:

—Ciudadano, ¿puedes decirme por qué no veo, como en 1792, la espada de la justicia cubierta de crespones que llevaban hombres coronados con ciprés?

—Porque —contestó Desmoulins— cuando la justicia se siente en todas partes, no es necesario mostrarla.

He olvidado decirte, mi bienamado Jacques, que el arco de triunfo de la avenida de Italia, está dedicado a las mujeres que el 5 y 6 de octubre trajeron de Versalles al rey, a la reina y a toda la realeza.

Únicamente he oído decir que estas heroínas eran verdaderas madres de familia, que muertas de hambre habían dejado a sus criaturas. Bellas jóvenes, castas, que no osaron hablar cuando se encontraron frente al rey y que se desmayaron al ver a la reina, pero el pintor las ha sustituido por modelos brutales e intrépidos.

Las mujeres del arco de triunfo de los Italianos serán probablemente más bellas, pero estoy segura que las otras eran mejores.

A la caída de la noche todo el gentío se desparramó. Los unos, entraron tranquilamente en

París, los otros, menos pacíficos, se sentaron sobre la hierba de agosto, ya marchita, y cenaron en familia con lo que habían llevado.

Estábamos a mitad de camino de Sevres, donde Danton debía unírsenos; Camille y Lucile cenarían con nosotros. Alquilamos un coche y media hora después de haber dejado el Champ de Mars, estuvimos en casa de Danton.

Danton llevó con él a un hombre al que yo no conocía, pero que tú debes conocer: se llama Carnot. Lleva calzones cortos, es bajo y va peinado a lo Jean-Jacques Rousseau, con un abrigo gris. Parece un subjefe de un Ministerio. Se cuenta con él para hacer frente por un lado a los ingleses que están ante Dunkerque, y por otro, a los prusianos que han tomado Valenciennes, o mejor dicho, a los que ha sido entregada Valenciennes.

Por su puesto en el Ministerio de la guerra conoce todas las noticias, y según parece, éstas son deplorables. Danton tiene gran confianza en él, pero parece ser que Robespierre no le aprecia. Es un trabajador obstinado, que cuando está en París, pasa su vida desde la calle Saint Florentin a las Tullerías, yendo a hurgar en los antiguos papeles que se encuentra. Cuando está en el ejército, sustituye su abrigo gris por el de general, y una vez ganada la batalla, vuelve a ponerse el abrigo gris y regresa a París siempre con su mismo plan. Le inquieta sobre todo Valenciennes, que parece haberse convertido en una hoguera reaccionaria y fanática. Sobre la tierra de Francia se canta el Salvum fac imperatorem; las mujeres lloran de alegría, dan gracias a Dios, desenvainan sus espadas y gritan: «¡A París! ¡A París!».

Me maravillo cuando pienso que este hombrecito, que mide apenas cinco pies y dos pulgadas, y solamente bebe agua, combate con su calzón corto y su abrigo gris al duque de York, hermano del rey de Inglaterra, que tiene seis pies de altura y bebe diez botellas de vino después de la cena. Parece ser que le hubiese gustado quedarse tranquilamente en Valenciennes, puesto que no le gusta molestarse, pero las bellas damas le han atormentado tanto, y los emigrados le comparan a Marlborough, que ha terminado, como los otros, por desenvainar su espada y gritado: «Now, or never». «Ahora o nunca».

Las últimas noticias le anunciaban que la vanguardia se encontraba en Saint Quentin. Danton ha redactado un decreto de alistamiento en masa que el hombre del traje gris propondrá y hará adoptar mañana a la Convención. Dicho decreto me parece una obra de arte.

Todos los franceses se encuentran en requisición permanente. Los jóvenes irán a combatir, los hombres casados fabricarán armas y transportarán alimentos, las mujeres montarán tiendas, coserán y trabajarán en los hospitales, los niños harán hilas, los ancianos, en las plazas, animarán a los guerreros gritándoles el odio a la monarquía y la unidad de la república.

Desde mañana empezamos con el trabajo madame Danton y yo.