XX

Tallien quiso que me acompañara el hombre del palo, que era su guardia de corps.

Volví a casa de madame Condorcet por el mismo camino que había seguido para ir a la casa del ciudadano Tallien. Tuve una extraña sensación. Tal vez acababa de ser la intermediaria entre la mano que debe golpear y el techo que ha de recibir el golpe. Dejándome llevar, había tomado parte en algo que ocurriría al día siguiente; el puñal que serviría para matar a Robespierre, el puñal que serviría para matar al mismo Tallien, en uno y otro caso, había sido entregado por mí.

Mientras había estado en mis manos, mientras había estado guiada por el deseo de salvar a mis amigas, no había pensado en ello; pero desde el momento en que el puñal estaba en las manos de Tallien, me había convertido en su cómplice. La fiebre que me había sostenido mientras estaba cumpliendo mi misión, me había abandonado cuando bajé a la calle. El ruido había cesado: sin embargo, en la gran arteria de Saint Honoré, siempre tan frecuentada, había todavía un gran número de personas, pero no grupos. Estas personas iban de una en una. Sentí la curiosidad de ir a la puerta del carpintero Duplay. Todo estaba cerrado. No se filtraba ni un solo rayo de luz.

¿Dormían con la tranquilidad de las conciencias limpias? ¿Vigilaban silenciosamente en la inquietud propia de imaginaciones turbulentas?

Di las gracias al hombre del palo; y le di una moneda de plata. La aceptó y me dijo:

—La cojo por simple curiosidad, ciudadana; hace tanto tiempo que no las veo…

Subí a mi entresuelo; cerré las celosías, pero miré a través de ellas, dejando las ventanas entreabiertas; no podía dormir. Sentía una gran inquietud por mis dos amigas.

Al día siguiente por la noche, todo estaría resuelto. Yo, que no había padecido ningún temor por mí, que sin temblar había visto la cuchilla de la guillotina, yo que había mirado sin pestañear el rayo de sol que se reflejaba en esa cuchilla, llena de la sangre de treinta personas, temblaba por dos mujeres que había conocido unos días antes, que me eran extrañas, pero que me habían abierto sus brazos cuando todos los brazos estaban cerrados para mí.

Según lo que yo había visto en la noche de la sesión de los cordeleros, había podido darme cuenta del ascendiente que tenía Robespierre sobre la multitud.

—Beberé la cicuta —dijo, tranquilo como Sócrates.

Y un coro de fanáticos había respondido:

—La beberemos contigo.

Nuestros amigos, o mejor nuestros aliados, tendrían el valor de entablar combate, pero ¿los tendrían también para mantenerlo? Y sobre todo, ¿tendrían la suficiente fuerza para impregnarse del consejo de Sieyés: «La muerte, pero sin palabras»?

Qué pocas palabras necesita el genio para expresar su pensamiento, para hacerlo comprender a sus contemporáneos y a la posteridad, para fundirlo en bronce.

Evidentemente Sieyés era el hombre de genio de la reunión; pero, como era sacerdote, no podía ser la mano ejecutora.

Hacia las tres, cerré mi ventana y me acosté.

Pero no pude dormir sino con ese sueño inquieto que provocan los sueños insensatos.

La única cosa que seguía rondando en mi cabeza, como un péndulo, era la frase de Sieyés. En esta frase estaba la verdadera condena de Robespierre.

Empezaba a dormirme cuando amanecía. Me desperté hacia las ocho o las nueve. Oí ruidos en la calle; me levanté en seguida, entreabrí la ventana.

Ya había un grupo de jacobinos (y por jacobinos yo entiendo a los habituales del club) a la puerta del carpintero Duplay. Muchos entraban y salían; sin duda iban a conocer la consigna de Robespierre.

En medio de esta multitud se paró un hombre, dos ojos se fijaron en mí, pasó una mirada por la celosía entreabierta. La cerré rápidamente: era demasiado tarde, había sido reconocida.

Dos minutos después llamaban a mi puerta, fui a abrir sin demasiada intranquilidad.

Había reconocido al comisario de policía; le invité a entrar y sentarse.

—No la rechazo —dijo—. Estoy agotado, he estado toda la noche de pie derecho. Los partidos se enfrentan y la batalla se producirá hoy.

—¡Oh! —dije—, os confieso que me gustaría asistir a esta batalla. ¿Dónde pensáis que se producirá? ¿En los jacobinos o en la Convención?

—En la Convención, sin duda alguna. Allí está la legalidad y Robespierre es el hombre de la legalidad.

—¿Qué podría hacer para asistir a la sesión? Lucharán en las puertas de la Convención y estoy sola.

—Tomad esta tarjeta —me dijo—. La sesión empezará a las once; comed cualquier cosa que os permita sosteneros hasta el final de la discusión. Si me necesitáis me encontraréis a la salida. Ya sabéis que estoy a vuestras órdenes.

—Si dispusieseis de una hora podríais hacerme un gran favor. Acercaros a los Carmelitas y por cualquier medio, haced saber a Teresa Cabarrus que su encargo ha sido cumplido.

—Lo haré todavía mejor —me dijo—; para despistar a nuestros sabuesos, la haré cambiar de cárcel; si Tallien fracasa, la primera decisión que adoptará Robespierre para vengarse será la de poner la mano sobre la amante de Tallien. ¡Pues bien!, mientras la buscan en los Carmelitas, mientras indagan el lugar a que ha sido llevada, pasarán dos o tres días. Y dadas las circunstancias, ya es bastante disponer de unos días.

—¡Oh!, si lo logramos —le dije—, ¿qué podría hacer por vos?

—Si es que llegamos a este punto —respondió—, como todo pasará por las manos de Tallien, de Barras, y de sus amigos, la cosa no será difícil.

—¡Bien!, de acuerdo —le dije—, iros, no perdáis un minuto, y pensad que ellas deben estar viviendo las angustias de la agonía.

—¿No tenéis a nadie que os sirva? —me preguntó.

—Nadie.

—Pues bien, en cuanto baje os enviaré algo desde el café: dos huevos y un caldo.

—Me hacéis un gran favor… Hacedlo.

—No os olvidéis, en cuanto terminéis vuestro desayuno, de ir a la Convención, si no queréis perderos nada de lo que allí va a pasar hoy.

Media hora después, estaba instalada en la tribuna más próxima a la presidencia. A las once se abrió la sala; las tribunas se llenaron de público, como había previsto; pero, los miembros de la Asamblea llegaban en escaso número, lo que indicaba la profunda inquietud que tenían.

Además, de los setecientos diputados que habían proclamado la República el 21 de septiembre de 1792, faltaban más de doscientos, que habían muerto en el patíbulo.

En todos los bancos, y era cosa terrible de ver, había huecos que no eran sino tumbas.

En el centro, tan grande como una fosa común, estaba el lugar de los girondinos.

En la Montagne, el escaño de Danton, el Hérault de Séchelles, el de Fabre d’Eglantine. Después, acá y allá, caprichos de la muerte, donde, desde que estaban vacíos, nadie se había atrevido a sentarse.

¿Quién había creado estos vacíos acusadores?

Un solo hombre.

¿Quién había golpeado a los veintidós girondinos por medio de la palabra de Danton? ¿Quién a los veinticuatro cordeleros por la palabra de Saint-Just?

¿Quién a Chaumette?

¿Quién a Hébert?

Siempre el mismo hombre.

Interrogad a estos huecos, a estas fosas, bien sucesivamente, y todas os dirán un solo nombre:

¡Robespierre!

Para todos los conjurados estas tumbas abiertas eran terribles cómplices.

Siempre he visto, en el sangriento día de las represalias, cómo la invisible mano de los muertos, tenía más poder que la mano de los vivos.

Y la víspera, en los Jacobinos, había tenido la debilidad de prometer, o la fuerza, de ordenar una depuración.

¿A cuántos proscribiría con esta depuración? —Él mismo lo ignoraba. Como Sila, Robespierre podía contestar: «No lo sé».

Y sin embargo, poco a poco, los diputados iban a su sitio. Estaban cansados, más inquietos que cansados.

Se notaba que muy pocos de estos hombres habían pasado la noche en la cama. Unos, porque formaban parte de algún proyecto de conspiración; otros, porque habían temido ser detenidos.

Sus ojos buscaban… ¿qué?… Lo que buscan los ojos, cuando se aproxima un gran acontecimiento, cuando se amasa en el cielo una tempestad, cuando un terremoto se dispone a hacer temblar la tierra:

¡Lo desconocido!

Al volver había visto al pueblo moviéndose en la calle con la desenvoltura que da toda espera amenazadora.

Acababa de ser mediodía y todavía no había llegado Robespierre. Herido por su fracaso de la víspera, se decía que sólo entraría en la Convención a la cabeza de la Comuna armada y lo que apoyaba esta opinión es que Henriot, borracho como siempre, acababa de colocar sus cañones en batería en la plaza del Carrusel.

Tallien no había aparecido en la sala de sesiones. Pero se sabía que estaba en la sala de la Liberté con todos sus amigos, y que, como había que pasar por esta sala para entrar en la de la Convención, iba deteniendo, según pasaban, a los diputados, y retenía con él a algunos, dejando pasar a los otros hacia sus escaños con la lección bien aprendida.

¿Esperaba a Robespierre como esperaran a César Bruto, Casio y Casca? ¿Lo iba a apuñalar «sin palabras», como había dicho Sieyés?

Por fin, un murmullo anunció la entrada del que con tanta impaciencia era esperado, o tal vez por algunos con más temor que impaciencia.

Si un químico hubiera analizado este murmullo, hubiera encontrado en él un poco de todo, desde el principio de la amenaza hasta un resto de escaramuza.

Nunca, ni incluso el célebre día de la fiesta del Ser supremo, se había preocupado tanto Robespierre por su toilette. Llevaba un traje azul; el calzón claro, el chaleco de piqué blanco ribeteado; su andar era lento y seguro. Lebas, el joven Robespierre, Couthon, sus leales, iban a su paso. Se sentaron junto a él, no miraban a nadie, no saludaban a nadie. Y sin embargo veían, con cierto desdén que no eran capaces de ocultar, a los jefes de le Paline y de la Montagne, que habiendo sido irreconciliables hasta entonces, entraban del brazo el uno del otro, sosteniéndose mutuamente.

Hubo un momento de silencio.

Entró Saint-Just, llevando en la mano el discurso que iba a leer, discurso que debía producir la caída de los comités y su renovación como hombres entregados a Robespierre. La víspera, el partido jacobino, temiendo el éxito de este joven, había exigido que leyera su discurso a una comisión antes de pronunciarlo. Pero no había habido tiempo. Acababa de escribir la última línea. Su palidez cenicienta, sus ojeras, delataban lo que se había esforzado.

Se fue derecho a la tribuna; una ola de representantes presididos por Tallien entró detrás de él. Collot-d’Herbois, el enemigo personal de Robespierre, ocupaba la presidencia. Había sido elegido ex profeso, y a su lado estaba, para ocupar su lugar, si le llegaba a faltar el valor, un hombre del que se estaba seguro que nunca decaería, un perro fiel del partido de Danton, Thuriot, que había votado, como recordarás en favor de la muerte del rey, con tanta saña, que desde entonces no se le llama Thuriot, sino Thumatas.

Bien por negligencia, bien por desprecio, Saint-Just, sin pedir la venia, subió a la tribuna y empezó su discurso.

Pero, apenas había pronunciado las primeras palabras, cuando Tallien, que tenía su mano en el pecho, y probablemente en su mano el puñal de Teresa, dio un paso adelante y dijo:

—Señor presidente, pido la palabra que Saint-Just ha olvidado pedir.

Un escalofrío recorrió a los asistentes.

Estas palabras eran una declaración de guerra.

¿Qué iba a decir Collot-d’Herbois? ¿Dejaría la tribuna a Saint-Just? ¿Se la concedería a Tallien?

—Tiene la palabra Tallien —dijo Collot-d’Herbois.

Se hizo un profundo silencio. Tallien subió a la tribuna, sacó su mano, todavía crispada, del pecho.

—Ciudadanos —dijo Tallien—, en lo poco que acaba de decirnos Saint-Just, he oído que se vanagloriaba de no pertenecer a partido alguno. Tengo la misma pretensión, y por ello quiero hacer oír la verdad. Os extrañará, sin duda. La verdad tronará, no lo dudo, porque desde hace varios días a nuestro alrededor sólo se han difundido mentiras y confusiones. Ayer un miembro del gobierno se ha destacado y ha pronunciado un discurso en su solo nombre. Hoy, otro ha hecho lo mismo. Todos estos individualismos agravan los males de la patria, la desgarran y la precipitan en el abismo; yo pido que se alce el telón.

—Sí —gritó desde su escaño Billaud-Varennes, más pálido y sombrío que de costumbre—; sí, la sociedad de los jacobinos votó ayer la depuración de la Convención. ¿Qué es lo que han votado? Es como para no creerlo, se ha votado el estrangular a la mayoría que se negó a votar que se imprimiera el discurso del ciudadano Robespierre. Esta depuración, esta mayoría, alcanza a doscientos cincuenta de nosotros.

—¡Imposible, imposible! —gritaron de todas partes.

—Collot-d’Herbois y yo estábamos aquí, ciudadanos, y sólo por milagro hemos podido escapar a los cuchillos de los asesinos. Y ¡ahí, ahí! —dijo alargando el puño con gesto amenazador—, ahí, por encima de la Montagne, veo a uno de los hombres que alzó el cuchillo contra mí.

A estas palabras toda la Convención se levanta, y los gritos: «¡Detenedle, detened al asesino!», resonaron.

Billaud da su nombre; es un nombre desconocido para los auditores, pero conocido de los alguaciles, que se lanzan sobre él y lo detienen.

Después de su detención, queda en el aire uno de esos estremecimientos que se ciernen en las asambleas tumultuosas y en las que van a ocurrir grandes acontecimientos.

—La asamblea —continúa Billaud— no debe ocultarse que está entre dos fuegos. Un momento de debilidad, y estará perdida.

—¡No, no! —gritaron todos los miembros subiéndose en sus bancos y agitando sus sombreros—. No, es ella la que, por el contrario, aplastará a sus enemigos. ¡Habla, habla, Billaud! ¡Viva la Convención, viva el comité de salud pública!

—Pues bien, ya que estamos en la hora de las aclaraciones —prosiguió Billaud—, pido que todos los miembros de esta Asamblea contesten a lo que la Asamblea les pregunte. ¡Temblaréis de horror cuando sepáis la situación en que estáis, cuando sepáis que las fuerzas armadas han sido confiadas a manos parricidas, cuando sepáis que Henriot es cómplice de los conspiradores; temblaréis cuando sepáis que hay aquí un hombre —y lanzó una mirada sangrienta a Robespierre— que, cuando se trató de enviar representantes del pueblo a los departamentos, revisó como un dictador la lista de los miembros de la convención, y, entre más de setecientos miembros, sólo encontró veinte que fueran dignos de esta misión!

Un murmullo de orgullo herido, el más amenazador de todos los murmullos, se elevó de todos los escaños.

—Y es Robespierre —continuó Billaud— el que se atreve a decirnos que se ha alejado del comité porque allí era oprimido. No lo creáis, si se ha alejado es porque después de haber dominado al comité durante seis meses, el comité se ha rebelado contra esta dominación y ha organizado la resistencia contra él. Felizmente para nosotros, porque ha sido precisamente en el momento en que él quería hacer aprobar el decreto del veintidós de prairial, decreto de muerte que ha hecho que los más puros de nosotros nos hayamos llevado las manos a la cabeza.

Las palabras de Billaud son interrumpidas por todas partes; no para frenarlo en sus acusaciones, sino para apoyarlo.

Se produjo un instante de silencio; pero de esos silencios que encierran tantas amenazas como el silencio que precede a la tempestad.