Capítulo XV

El mes de marzo y la mitad del mes de abril pasaron sin que nada cambiase la postura que los dos jóvenes mantenían.

Sobre todo Jacques Mérey mostraba una enorme rigidez en sus relaciones con Eva. Era amable en todo, en sus palabras, en el sonido de su voz, en sus miradas; pero nunca tierno y enamorado. Había adoptado un diapasón del que no se apartaba jamás.

Por parte de Eva, era la gama de la humildad, de la sumisión y de la ternura la que servía de base a todas sus palabras. Ya no se ocupaba de la música ni del dibujo; en cuanto Jacques salía, y salía a menudo con el pretexto de visitar a sus pobres, ella se sentaba a la rueca e hilaba.

Marta la enseñó a hilar.

Entregada, tal y como lo había prometido, a las miserias humanas, había sustituido los trabajos útiles, los trabajos domésticos, por los talentos de la mujer de mundo, de un mundo al que había renunciado.

Un día Jacques Mérey entró más pronto que de costumbre, y la vio como a Margarita sentada ante su rueca. Se acercó a ella, la miró un instante con una atención llena de indulgencia; después, con un ligero movimiento de cabeza:

—¡Bien, Eva! —dijo.

Y se retiró a su laboratorio sin añadir ni una sola palabra.

Las dos manos de Eva cayeron en su regazo, su cabeza se desplomó sobre el respaldo de su sillón, sus ojos se cerraron y las lágrimas brotaron de sus ojos.

Los primeros bellos días de la primavera, todavía esperada, se anunciaban en el horizonte. A ciertas horas del día, tintes rosas y azules tamizaban las nieblas fugitivas del invierno. En los últimos soplos de abril, se anunciaban las dulces brisas de mayo, y ya en algunos árboles más aplicados que los otros las aterciopeladas yemas estallaban y dejaban adivinar las puntas verdes de sus primeras hojas.

Bajo este soplo tibio y cordial, el jardín de la pequeña casa volvía a recobrar todo su encanto y toda su juvenil virilidad.

Las flores brotaban, no diseminadas entre los charcos o los islotes de nieve, sino agrupadas en macizos. El árbol del bien y del mal no solamente estaba cubierto con sus flores estrelladas, sino que sus hojas acudían a socorrer a sus flores de las heladas de la primavera.

El riachuelo había recobrado su murmullo y su transparencia, y hacía unos días que el cenador empezaba a cubrirse con sus hojas todavía menudas.

Los primeros cantores de la primavera, los colorines, los paros, los pinzones buscaban un lugar para construir sus nidos; de vez en cuando se oían dos o tres notas melodiosas escaparse de la garganta de la curuca. El ruiseñor intentaba ensartar sus notas como si fuesen perlas, pero de pronto se callaba, un frío tardío ahogaba su canto melodioso y le forzaba a cesar.

Las golondrinas habían vuelto a aparecer.

Ninguno de estos síntomas de retorno a la vida y al amor escapaban a Eva; era más un pájaro que una mujer, más un ser sensitivo que razonador. El viento, el sol, la lluvia se reflejaban en ella; sentía los cambios de la naturaleza. A veces sorprendía a Jacques Mérey con la mirada fija sobre todas estas transformaciones vegetales y animales que acompañan al despertar de la naturaleza. Seguramente encontraba el mismo encanto que ella; pero, como si hubiese condenado a su boca a no sonreír ante estas dulces emociones, en cuanto se sentía espiado lanzaba un suspiro y entraba. Sin embargo, de vez en cuando, discutía con Eva durante largo tiempo. Le contaba entonces cómo había convertido el castillo de Chazelay en un hospital modelo donde los ancianos, las mujeres y los niños pobres podrían disfrutar del aire puro, de buenos alimentos y sol. Eva le pedía entonces ver y seguir estos trabajos filantrópicos, pero Jacques le respondía siempre:

—Os conduciré cuando llegue su momento, y tendréis todo el tiempo para dedicaros a esta santa ocupación.

Hacia el fin del mes de mayo, Eva vio volver al mismo hombre de la cartera que ya había venido una vez. Era Monsieur de Fontaine que venía a comprobar con sus propios ojos que sus trabajos se realizaban con puntualidad e inteligencia.

Uncieron los caballos al coche y Jacques Mérey y él se marcharon, como ya lo hicieron otra vez.

La pequeña casa del bosque Joseph estaba completamente terminada, y Jacques iba a recoger los ramos que los albañiles ofrecían a los propietarios cuando ya no les queda nada por hacer en la obra ejecutada.

Jacques se había preocupado mucho, aunque no se lo dijese a Monsieur de Fontaine; por lo tanto no había un solo detalle en la escultura y la arquitectura que no armonizase.

A pesar de su antipatía hacia los techos puntiagudos el arquitecto había comprendido que en nuestra bella Francia, donde nieva las tres cuartas partes del año, donde llueve la otra, los techos aterrazados no sirven más que para formar depósitos en los tejados de las casas. Todas las maderas habían sido talladas y esculpidas a la vez que se construía la casa, por lo tanto no hubo más que colocar los goznes en los huecos y encajar las puertas y ventanas.

Jacques Mérey eligió el color de los papeles. Monsieur Fontaine se encargó de enviarlos desde París con obreros especializados en colocarlos, no por medio de rodillos, sino por largas tiras.

Se marchó encantado de como había ido el trabajo prometiendo volver después de quince días para ver la casa en su conjunto final.

Jacques Mérey le hizo al mismo tiempo el plano de la casa de París y le había encargado que adquiriese un terreno del lado del Faubour Saint Honoré o de la calle de l’Arcade.

Cuatro o cinco días después, los obreros y tapiceros llegaron, de modo que en diez días papel, cortinas y puertas estuvieron colocados.

Jacques había elegido papeles oscuros para hacer resaltar los cuadros, y cuando Monsieur de Fontaine regresó tuvo que reconocer que no había en el mundo más que un solo pintor llamado Rafael, pero que la escuela flamenca, la veneciana, y la napolitana, la florentina, la española, la holandesa y así como la escuela francesa tenían su mérito.

Jacques Mérey no había empleado para su casa del bosque Joseph más que los dos tercios de los cuadros que le proveía el castillo de Chazelay, le quedaba el doble de los que había utilizado para su casa de París, había reservado todos los cuadros de santos para la pequeña iglesia del hospital. Había cuidado especialmente una habitación de la pequeña casa del bosque Joseph: era en la que había colocado, enfrente de la cama, el retrato de madame la marquesa de Chazelay, la madre de Eva, la que tan desgraciadamente había sucumbido devorada por las llamas.

Los más bellos muebles, los de palo de rosa y ébano con incrustaciones de marfil, los muebles de Boule más finamente acabados, estaban reunidos en esta habitación. Los jarrones de la chimenea y el péndulo eran sajones ingeniosamente elaborados; los marcos de los espejos también eran sajones, e incluso la chimenea era de porcelana de Dresde. Todo ello resaltaba admirablemente, incluso el retrato de la marquesa de Chazelay, sobre una tapicería de terciopelo granate.

No es necesario decir que los tapices de las habitaciones armonizaban perfectamente.

Esta habitación, que se encontraba en el mismísimo centro del edificio, justo encima del lugar donde Jacques, guiado por Escipión, había encontrado a la pequeña Elena, y miraba hacia el encantador paisaje que hemos descrito y que el castillo de Chazelay se ofrecía en su horizonte de la izquierda y el valle de la Creuse en el de la derecha.

Enfrente de estas dos ventanas del centro había un gran claro a través del bosque que permitía percibir Argenton y con un catalejo distinguir la casa del doctor con su laboratorio.

Por el contrario, la habitación del doctor que comunicaba con la que acabamos de describir por un lado por un gabinete y por Otro por un corredor, era de una gran austeridad. Era la de Cicerón, realizada en Cumes e inspirada en los más bellos modelos encontrados en Pompeya. A un lado una biblioteca y al otro un salón moderno amueblado completamente estilo Luis XV, con todos los objetos de esta época que le había provisto el castillo de Chazelay. Las pinturas del gabinete, imitación de las de Pompeya, fueron realizadas por alumnos de David.

Había un comedor de invierno en un invernadero lleno de flores exóticas, y un comedor de verano daba a un encantador parterre de nuestras más vivas y perfumadas flores que crecen en occidente.

Jacques había ideado la casa de tal manera ubicada en el centro del bosque, que no se advertía ninguna diferencia, ninguna sorpresa al trasponer sus umbrales.

Las obras del hospital estaban tan avanzadas como las de la casa de campo. Todas las separaciones estaban hechas, todo estaba pintado al temple gris perla enmarcado con color cereza. En cada celda sólo había un crucifijo que las ventanas al abrirse inundaban de luz. Las celosías, que se abrían y cerraban a voluntad, marcaban el grado de luz que el médico juzgaba necesario para el enfermo.

Tenían ya sitio para cuarenta o cincuenta camas: una veintena de celdas vacías estaban dispuestas para el caso de que estas cuarenta camas resultasen insuficientes.

El bueno de Jean Munier vigilaba todo esto con un cuidado a la vez egoísta y agradecido. Las celdas vacías contenían por el momento la parte de muebles y cuadros que no habían sido empleados. Ya hemos dicho que los cuadros de santos estaban reservados para la iglesia. Porque, aunque las iglesias estuviesen cerradas en París, no ocurría lo mismo en provincias. Algunas localidades más religiosas que otras —conocemos la sinceridad de los Berrichons por su culto— no habían conservado únicamente sus iglesias, sino también sus párrocos.

El párroco del castillo de Chazelay, un buen hombre, hijo de un campesino a quien Monsieur de Chazelay había costeado una educación religiosa, no se había inquietado por la proscripción de los sacerdotes, ni por el juramento que de ellos se había exigido. Nadie le había pedido que prestase el juramento constitucional, y él no había ido a ofrecérselo a nadie; se había quedado con los servidores del castillo conservando su hábito, mitad eclesiástico, mitad paisano, y nadie se había preocupado de él. No era tan importante, para bien o para mal, para que nadie pensase en denunciarlo; su poca importancia le salvó.

Cuando le dijeron que los bienes del castillo de Chazelay serían entregados después de la muerte del marqués a su hija, la visitó y fue a felicitarla, pidiéndole que siguiese unido a la casa en las mismas condiciones en las que había estado anteriormente.

Eva se acordaba perfectamente de este hombre digno; lo había visto durante la breve estancia en que estuvo en el castillo. Se había acercado a ella y le había ofrecido los socorros de la religión; ella se los agradeció, ignoraba en qué, los socorros de la religión podrían ayudarla a soportar una desgracia que consideraba irreparable, puesto que se creía separada para siempre del hombre a quien amaba.

—Primero —le dijo durante la visita que él le había hecho en Argenton—, el castillo está destinado a convertirse en hospicio, y en un hospicio, más que en un castillo se necesita de un buen párroco que hable la lengua simple e inocente de la religión, ya que se dirigirá a campesinos, es decir a hombres simples e inocentes.

En sus viajes al castillo Jacques Mérey había hablado varias veces con él y le había encontrado siempre indulgente y paternal; eran a su parecer las dos grandes cualidades que debía reunir un sacerdote. Por lo tanto, igual que a Joseph el cazador, y que a Jean Munier, el intendente, le prometió que en nada cambiaría su situación si no era para mejorar. Él estaba encargado de visitar todos los pueblos circundantes y de hacer una lista de las gentes verdaderamente pobres que debían recibir socorros a domicilio, y de aquellos que no teniendo domicilio no podían recibirlo más que en el hospital.

Aquel día Jacques Mérey se encerró con él y hablaron largo tiempo.

Era sin duda de Eva y de sus futuros proyectos de lo que estos dos hombres se ocuparon, puesto que en cuanto terminó la conversación el párroco ensilló un pequeño caballo que le servía en sus obras piadosas y tomó el camino de Argenton.

Dos horas más tarde Jacques Mérey se marchó a su vez, y a una legua de Argenton encontró al abate Didier, era el nombre del buen hombre que volvía al castillo.

—¡Bien! —le preguntó—. ¿Qué ha respondido?

—Ha respondido: «Que su voluntad y la de Dios sean hechas». Después ha unido sus manos y ha rezado. ¡Esta mademoiselle Eva es una santa!

—Gracias, padre —dijo Jacques.

Y continuó su camino.

Era fácil ver que se había impuesto una nueva penitencia a Eva, él soportaba muy dolorosamente una parte de esta penitencia, por ello a medida que se acercaba a Argenton, su frente se oscurecía, y, cuando puso la mano en el picaporte de la puerta de la pequeña casa, como si hubiese querido anunciar su presencia y no aparecer de golpe con ayuda de su llave, su mano temblaba.

Llamó sin embargo, y Marta vino a abrirle.

—¿No ha ocurrido nada extraordinario durante mi ausencia? —preguntó Jacques.

—No, señor —contestó la vieja Marta—. El cura del castillo, el abate Didier, ha venido. Ha hablado durante diez minutos con mademoiselle Eva; creo que ha llorado, y se ha ido a su habitación.

Jacques Mérey hizo un signo con la cabeza. Dudó un momento entre entrar a la habitación de Eva o subir a su laboratorio sin pasar por allí; pero cuando llegó al primero se adelantó dulcemente hasta la puerta, escuchó, y llamó.

—Entrad —dijo la voz de Eva, que, sabiendo que Jacques Mérey no llamaba normalmente a la puerta de la calle, no le había reconocido y creyó que se trataba de un extraño.

Apenas había abierto él la puerta cuando Eva lanzó un grito, cayó de rodillas y dijo abriendo las manos y los brazos:

Ecce ancilla Domini