Capítulo VII

Cuando Jacques Mérey llegó a la plaza del Carroussel el fiacre apenas se distinguía bajo los arcos de la orilla del río.

Lo persiguió con toda la rapidez de que era capaz, pero cuando llegó al muelle, el coche rodaba ya sobre el puente. El coche se paró en el centro, Eva bajó y se fue derecha al pretil.

Jacques Mérey calculó que llegaría demasiado tarde para impedir que se tirase al agua. Se dejó deslizar a lo largo del talud y se encontró en la orilla del río.

Una forma blanca apareció encima del pretil.

Jacques Mérey se quitó la chaqueta y la corbata y avanzó cuanto pudo hacia el centro del río, por entre los barcos amarrados a la playa.

De repente oyó un grito, una blanca visión rasgó las sombras, sonó un golpe seco, el río se volvió a cerrar.

Avanzó cortando el agua para encontrarse delante del cuerpo; por desgracia la noche era oscura; se hubiese dicho que por el río corría tinta.

El nadador abrió bien los ojos sin poder ver nada, pero por la agitación del agua, no debía encontrarse lejos de Eva.

Necesitaba respirar.

Subió a la superficie y vio algo blanco girando a tres pasos de él. Respiró profundamente y se sumergió de nuevo.

Esta vez sus manos se trabaron en los vestidos de Eva. La tenía, podía subirla a la superficie, pero lo que había que sacar al aire era su cabeza.

Sus cabellos flotaban, la cogió por ellos y, dando un fuerte impulso, subió con ella, abrió los ojos y vio las estrellas.

Eva, desvanecida y totalmente inerte, ni le ayudaba, ni le entorpecía.

La corriente era rápida y les había arrastrado a los dos a treinta pasos del puente.

Jacques Mérey calculó que, ayudado por la corriente y nadando en diagonal, podría alcanzar la orilla, cuando oyó un grito detrás de él.

—¡Eh, nadador!

Jacques volvió la cabeza y vio que se acercaba una barca. Se sostuvo sosteniendo a Eva en el agua. La barca, arrastrada por la corriente, llegó al alcance de su mano.

Se agarró a ella y tendió a Eva al hombre que la guiaba.

El hombre atrajo a Eva hacia sí, la extendió sobre la barca con la cabeza en alto. Seguidamente ayudó a Jacques Mérey a subir.

Jacques se dio cuenta que no había remos, únicamente la cuchara de madera que sirve para achicar.

Con esta cuchara, utilizándola como timón, había llegado al lugar donde estaban la ahogada y su salvador.

El batelero no era otro sino el cochero, que, viendo lo que ocurría, bajó a la orilla, saltó a una barca, desamarrándola y no encontrando los remos, que habían sido quitados por precaución, se sirvió de la cuchara como timón.

Maniobrando de esta forma, al cabo de uno o dos minutos, se encontraron en la orilla.

Subieron la barca a tierra y los dos hombres transportaron a la desvanecida Eva a lo largo del talud.

Una vez en el puente el cochero fue a recoger su fiacre donde lo había dejado, lo llevó al malecón, junto al arco, levantó por los hombros a Eva, que estaba sostenida por Jacques, y la atrajo hacia él.

Jacques escaló a su vez el talud y, tomando a Eva entre sus brazos, la transportó al coche. Como la primera vez, el cochero preguntó la dirección, Jacques dio la del hotel, y el fiacre partió al galope.

Se detuvo en la puerta. Jacques bajó con Eva y metió la mano en su bolsillo para recompensar al cochero quien, viendo el movimiento, apartó el brazo de Jacques.

—No se moleste —dijo—, la pequeña dama pagó ya la carrera, y por cierto, muy bien pagada. —Y alejóse al trote en dirección a la calle Richelieu.

Jacques llevó rápidamente a Eva y encontró su habitación como la había dejado.

Colocó a Eva sobre una cama y se aseguró de que la respiración y la circulación estaban detenidas; la sangre, no pudiendo ya penetrar en los vasos pulmonares, había afluido a las cavidades derechas del corazón.

Puso a Eva en un plano inclinado y, con el cuchillo rasgó su vestido de arriba abajo, descubrióla el torso inclinándola sobre el lado derecho y bajándole ligeramente la cabeza le abrió la boca con la lámina de su cuchillo.

Temiendo que el agua helada de donde la había sacado la impidiese reaccionar puso a calentar una manta de lana, y mientras ésta se calentaba en la chimenea apoyada en el respaldo de una butaca, desgarró el resto de las ropas que cubrían el cuerpo inerte de la asfixiada. Una vez envuelta en la manta bien caliente, Jacques pasó a medios más activos, es decir, a practicarle la respiración artificial.

Comenzó presionando con la mano sobre el pecho y el abdomen, simulando la respiración.

Sin dar síntomas de vida, Eva comenzó a expulsar parte del agua que había tragado.

Ya era un éxito.

Jacques había preparado su maletín. Si la inmovilidad continuaba y la respiración no se restablecía, estaba decidido a hacer una incisión en el tubo laringo-traqueal, operación por entonces nada conocida, pero que siempre se había prometido poner en práctica en caso de necesidad.

Puso su oído sobre el corazón, asegurándose que continuaban las contracciones; redobló las presiones respiratorias, lo que hizo expulsar a Eva cierta cantidad de agua.

Recurrió a los medios supremos que hasta entonces había dudado en utilizar. Por aquella época, en la que Chaussier no había todavía inventado el tubo laríngeo, se empleaba la insuflación pulmonar, es decir, el boca a boca, medio por el cual se introducía el aire en los pulmones de los ahogados.

Jacques Mérey acercó sus labios a los de Eva, pero no queriendo insuflarle un aire ya viciado, es decir, cargado de ácido carbónico, llenó su boca de aire atmosférico y labios contra labios, apretando las narices para evitar las fugas, insufló por tres veces consecutivas pequeñas cantidades de aire de forma intermitente para devolver la elasticidad a los pulmones.

Un débil movimiento indicó que Eva retornaba y que, insuflándole su aliento, Mérey le había insuflado también la vida.

El tratamiento que el doctor acababa de utilizar, unido a esa suprema prueba de amor que

Eva le había dado queriendo morir porque él la abandonaba, influyó sobre él. La tensión nerviosa bajo cuyo imperio había actuado y que durante tanto tiempo le hizo despiadado comenzó a desaparecer; su contraído corazón que no latía más que en el centro, se dilató poco a poco, se llenó de suspiros y, por decirlo así, se humedeció de lágrimas.

Tomó en su boca una cucharada de agua de melisa y apoyando nuevamente sus labios sobre los de Eva, y en esta ocasión no para insuflarle el aire sino para la dilatación, dejó caer gota a gota el licor astringente, que, encontrando un obstáculo en el esófago, provocó una ligera tos. Esta tos indicaba el retorno a la vida, y al tiempo que aún había algo de agua que expulsar.

Jacques bajó la cabeza de Eva; el agua cayó en la alfombra.

Volvió a sus insuflaciones y no quisiéramos decir que esta vez la ciencia del médico fue sólo el pretexto que dejó paso a los deseos sensuales del amante.

De pronto, Jacques sintió la boca de Eva animarse bajo la suya; hizo un movimiento para apartarse, pero los brazos de la joven le envolvieron y captó las palabras murmuradas por esa boca que ya creía muerta en el mismo momento en que retornaba a la vida:

—¡Dios mío, te doy las gracias por habernos reunido en el Cielo!

Mérey se desasió rápidamente. No quería tanto. Todavía estaba lejos de perdonarla y a medida que Eva volvía a la vida, él retornaba a su dolor y severidad.

Después de las palabras que había pronunciado, Eva dejó caer su cabeza y ese dulce sopor que envuelve casi siempre a los asfixiados y sobre todo a los asfixiados por agua, la envolvió.

Tocó sus pies, que, todavía fríos, indicaban que la circulación no se había restablecido totalmente.

Llamó y subió una camarera del hotel. Le ordenó que pusiera sábanas en la cama calentándolas suficientemente.

La camarera obedeció. Jacques cogió a Eva, siempre envuelta en la manta, y sentándose delante del fuego la colocó sobre sus rodillas como si fuese un niño.

Notando el dulce calor del fuego que penetraba bajo su manta, Eva abrió los ojos; pero temiendo estar soñando, o bien que Jacques viéndola volver en sí se alejase, los cerró nuevamente sin decir nada, abandonándose a la dulce sensación de sentirse mecida por los brazos del hombre que amaba.

Jacques llevó a Eva a la cama, ya hecha y caliente, dejó caer la manta que la envolvía y extendió ese bello cuerpo apartando los cabellos, que, todavía húmedos, hubiesen podido enfriar sus hombros. Miró un instante esa bella estatua con un escalofrío casi convulsivo y no pudiendo contenerse por más tiempo, ahogándose bajo la acción de la sangre que se precipitaba en su corazón, la tapó rápidamente dejándose caer en una butaca, y, con las manos hundidas en sus cabellos, estalló en sollozos provocados por su dolor y su cólera.

Al oír los sollozos, Eva, que simulaba su sueño únicamente para prolongar la situación en que se encontraba, se levantó suavemente y extendiendo sus bellos brazos hacia Jacques quedó un momento inmóvil, como la estatua de la plegaria, pero no pudiendo contener su falsa insensibilidad por más tiempo ante ese gran dolor, murmuró con voz apenas perceptible:

—¡Oh, Jacques, Jacques!

A pesar de lo quedas que habían sido pronunciadas estas palabras, el corazón de Jacques, más que su oído, las oyó. Saltó de la butaca, avergonzado por haber sido sorprendido en un momento de debilidad.

Fue solamente entonces cuando Eva se dio cuenta de que estaba sin corbata y sin chaqueta; las había dejado a la orilla del Sena sin acordarse de recogerlas.

Estuvo tan preocupado en socorrer y salvar a Eva que no había pensado en él y continuaba con las mismas ropas con las que se había hundido en el río. Sus cabellos estaban pegados a sus sienes y su húmeda camisa desprendía vapor en sus hombros y su pecho.

Eva comprendió todo.

—Jacques —dijo—, escúchame, no voy a implorarte más por mí, sino por ti, por ti, cuya vida es mil veces más preciosa que la mía, por ti que eres un apóstol de esa gran religión que es la humanidad y que tantas veces he oído predicar y tan pocas he visto practicar. Jacques, no permanezcas más tiempo mojado, he oído decir que se puede morir de un enfriamiento.

—¿Creéis que sería una gran desgracia para mí, si muriese? —preguntó Jacques.

Eva sacudió la cabeza.

—Desde el momento en que me has salvado la vida no tienes ya derecho en morir o abandonarme, ¿por qué, entonces, me la salvaste? Si querías morir debías haberlo hecho cuando los dos rodábamos en las aguas negras y heladas. Por un instante lo vi todo claro, cuando te sentí la primera vez y adiviné quién eras. ¿Qué otro ser misericordioso se hubiese molestado por una miserable criatura como yo? Entonces, todavía estaba consciente y por un momento quise abrazarte y hundirte conmigo en lo más hondo del río. Pero luego me dije: «Quizá lo que hace lo haga por simple humanidad, quizás él no quiera morir». En ese momento perdí el conocimiento y todo desapareció. Me sentí morir, lo vi todo negro, o mejor dicho, ya no vi nada. Solamente un dolor obstinado en mi corazón, era un estado dulce; la sensación general era de frío. Me sentía helada y después sentí en mi pecho como golpes de láminas de fuego, saltos en mi corazón y después como una catarata que surgía en mi cerebro, más tarde mi alma se concentró sobre mis labios. Me dije: «¡Oh, todavía me quiere, me besa!». Me equivocaba, no era el beso que se da a la mujer, sino el socorro a la ahogada. Pues bien, he aquí que la ahogada ha vuelto en sí y es ella la que ruega a Jacques que la obedezca. ¡Dios mío!, no hay amor en mis palabras, si fueses un extraño también te suplicaría. Desde el momento en que me salvaste por piedad, desde el instante en que no era un beso lo que me diste, que no vuelvo a la vida unida a ti, desde el momento en el que me dices que morir no sería para ti una gran desgracia, quiere decir que todo acabó entre nosotros, pero ¡Señor!, a cambio de tu amor, que te devuelvo, te ruego que sigas viviendo.

Jacques Mérey no tenía ya ni suspiros ni sollozos, únicamente las lágrimas corrían silenciosamente por sus mejillas.

Llamó. Subió un camarero.

—Haced fuego en la habitación de al lado —dijo—, y llevad allí mis maletas. La señora permanecerá en ésta.

Jacques Mérey salió pero comprendió la mirada suplicante de Eva que le acompañó hasta la puerta.

—Volveré —dijo.

Eva respiró.

Apenas se había cerrado la puerta y Eva se encontró sola, sin salir de la cama, alargó su brazo y cogió el vestido que Jacques, para desvestirla más de prisa, había desgarrado con su cuchillo. Entre el corsé de este vestido Eva había guardado la carta que arrancó de las manos de Jacques cuando éste intentó quemarla.

Temblaba al pensar que con los acontecimientos de la noche la carta hubiese podido extraviarse.

Buscó ansiosamente en los pliegues del vestido, en los del corsé, en los de la camisola. Lanzó un grito de alegría porque, al fin, sus manos habían rozado un papel.

Ese papel era esa carta bienamada que tantas veces había sido leída y releída por Jacques y la que tantas veces había besado.

Desgraciadamente, mojada por las aguas del Sena, una parte de sus caracteres habían sido borrados.

Era un recuerdo más, un terrible recuerdo que debía unir a los dulces recuerdos que la carta le despertaban.