Capítulo I
El 4 de junio de 1793 salían de París, por la puerta de la Villette, dos coches de posta, uno de ellos tirado por cuatro caballos y el otro por dos.
Dado los tiempos que corrían, era un gran lujo que dos coches de posta saliesen de París sin más explicaciones.
Del segundo coche, una especie de calesa descubierta, lo que por otra parte indicaba que las tres personas que la ocupaban nada tenían que temer de la policía, salió un hombre de unos cuarenta y cinco a cuarenta y seis años, vestido totalmente de negro y, cosa extraordinaria en aquel entonces, con calzón corto y corbata blanca.
Por ello, su sola presencia avivó la curiosidad de la guardia, que le rodeó, sin prestar atención a los dos o tres viajeros, que permanecieron en el interior y que llevaban el uno el uniforme de sargento del ejército voluntario y el otro el de ciudadano, es decir, gorro rojo y chaquetilla. Pero apenas el hombre vestido de negro hubo enseñado sus documentos, el círculo creado a su alrededor se disolvió, después de haber echado una rápida mirada, puramente rutinaria, al interior del primer coche y levantar la lona que lo cubría.
Evidentemente, en este hombre vestido de negro habrán reconocido mis lectores a Monsieur de París, quien se dirigía hacia Chálons con el segundo de sus ayudantes, llamado Legros, y el hijo de uno de sus amigos, llamado León Milcent, sargento de voluntarios, para entregar una bella guillotina, totalmente nueva, a los «maratistas», del estado del Mame que iba a inaugurarse y quizá pusiese en movimiento el verdugo de París en persona.
Su segundo ayudante, chico muy experimentado, permanecería allí hasta que el verdugo de Chálons estuviese bien al corriente. En cuanto al hijo de su amigo, el sargento de voluntarios, iba destinado a Sarrelouis, cuya guarnición se reforzaba, dado que nuestras pérdidas en Bélgica hacían temer una segunda invasión en Champagne.
En su ruta debía incorporarse a una veintena de voluntarios, reclutados para el mismo fin.
Todos sus papeles y ordenanzas provenían de la Comuna, máximo poder en el momento y estaban firmados: Pache, alcalde, y Henriot, general.
La víspera, Monsieur de París había solicitado un permiso, cuya demanda por demasiado patriótica no obtuvo la mínima objeción, puesto que, además, dejaba en su lugar a su primer ayudante, es decir, su segundo yo. Se le había entregado además, sin discusión alguna, una hoja de ruta para el ciudadano León Milcent quien ya había hecho la primera campaña de 1792 y que, una vez terminada, regresó a sus tierras, pero que, al primer llamamiento de la patria, corrió de nuevo hacia las fronteras.
Todo era cierto salvo la identidad de León Milcent, quien, como ya mis lectores habrán adivinado, no era otro que Jacques Mérey.
Monsieur de París se había encargado no sólo de hacer salir al fugitivo de París, sino de conducirlo a Chálons desde donde, provisto de un buen salvoconducto y de sus conocimientos de la localidad, alcanzaría fácilmente la frontera.
Al siguiente día, hacia mediodía, los dos coches entraban en Chálons. Toda relación entre Jacques Mérey y Monsieur de París terminaba aquí. Monsieur de París así lo exigió y aconsejó además a Jacques Mérey que se presentase inmediatamente en el ayuntamiento para informarse si en Chálons o sus alrededores había otros voluntarios con destino a Sarrelouis.
Había once en Chálons, siete u ocho en los alrededores y cinco o seis debían unírseles antes de llegar a Sarrelouis.
Jacques Mérey estaba por encima de todo prejuicio y debía, además, demasiados favores a Monsieur de París para no darle, al marcharse, sus más sinceras y expresivas gracias.
La marcha de los voluntarios se fijó para los dos días siguientes y se dio orden a los habitantes de los alrededores para que se encontrasen a las nueve de la mañana en la plaza principal. Después de haber fraternizado en una buena comida con la guardia nacional, nuestros dieciocho o veinte voluntarios se pondrían en camino.
Está bien claro que Jacques Mérey fue el primero en alistarse. Su grado de sargento le obligaba además a ser exacto.
Por su parte, la guardia nacional, compuesta por unos sesenta hombres, se había ocupado de los preparativos de la comida. Una larga mesa, a cuyo alrededor podían sentarse cien comensales, se levantaba en la plaza de la Libertad. Los cubiertos restantes estaban destinados a los miembros del ayuntamiento, que harían el honor de compartir su comida con la guardia nacional y los voluntarios.
A las diez todo el mundo estaba en la mesa.
La comida fue alegre y ruidosa. En Chálons, capital de la Champagne, las comidas, sobre todo cuando están llegando a su fin, se parecen al fuego de un pelotón de voluntarios, con la única diferencia que las botellas de vinos generosos y espumosos sustituyen a los fusiles. Todo ello hace que los muertos y heridos repartidos por el campo de batalla puedan dormir durante una o dos horas. Después, siguen con sus tareas como si realmente nada les hubiese ocurrido.
En medio del fuego de descargas de champagne se elevaron varios brindis a los cuales se hizo honor, incluso por León Milcent. Primeramente brindis por la Nación, a la República, por la Convención, desfilaron con un formidable cortejo de bravos y a los que siguieron los brindis por Danton, Robespierre, Saint-Just.
Los últimos brindis fueron aclamados por todos, incluso por nuestro sargento de voluntarios. Jacques Mérey era demasiado inteligente para no darse cuenta, a través de su niebla, que los odios políticos vierten sobre las reputaciones, cuan grandes ciudadanos y profundos patriotas eran Robespierre y Saint-Just.
En cuanto a Danton, puesto que nadie brindó en su honor, fue el propio Jacques Mérey quien lo propuso.
Un entusiasta brindó por Marat, los aplausos fueron moderados, pero todo el mundo se puso de pie.
Jacques Mérey se levantó como todos los demás, pero ni levantó su vaso, ni bebió.
Un fanático se dio cuenta de esta frialdad del sargento; bebió por la muerte de los girondinos. Un escalofrío recorrió los comensales. Se levantaron, pero sin aplaudir. Jacques Mérey permaneció sentado.
—¡Eh, sargento! —exclamó el que propuso el brindis—, ¿se ha quedado por casualidad clavado en su silla?
Jacques Mérey se levantó.
—Ciudadano —dijo—, habiendo combatido por la libertad desde hace cinco años, creí haber adquirido por lo menos la de quedarme sentado cuando me plazca.
—Pero, ¿por qué te quedas sentado? ¿Por qué no bebes por la muerte de los traidores? —Porque abandono París harto de ver cómo los ciudadanos se estrangulan los unos a los otros y me voy a la frontera a matar el mayor número posible de prusianos. En lugar del brindis propuesto, les ofrezco este otro:
»Por la vida y la fraternidad de todos los hombres de gran corazón y buena voluntad y por la muerte de todo enemigo, francés o extranjero, que levante sus armas contra Francia.
El brindis del sargento fue acogido con unánimes bravos y Jacques Mérey aprovechó el entusiasmo que había levantado e indicó que quería seguir hablando.
Todo el mundo guardó silencio.
—Dada la calurosa acogida que habéis dispensado a mi anterior brindis, quisiera únicamente proponer éste:
»¡Por nuestra marcha inmediata y nuestro rápido y victorioso encuentro con el enemigo. Redobla, tambor!
Deberá tenerse en cuenta, que en tiempo de revolución, ninguna concentración de hombres, tanto armados como desarmados, deja de tener su tambor. Nuestros voluntarios tenían el suyo y entregóse a redoblar la marcha. Voluntarios y guardias nacionales abrazáronse y la pequeña tropa se puso en marcha cantando la Marsellesa al grito de: «Viva la Patria».
Al dejar Chálons, al sargento León Milcent le cupo aún la alegría de hacer un último signo de adiós y de gracias a un hombre que apareció, solo, en la ventana de una pequeña y aislada casita.
Era su huésped de la calle des Marais.
Como el día estaba ya avanzado, no se recorrieron más de cinco leguas y pararon en Somme-Vesle, es decir, el primer puesto después de Chálons. Allí, el sargento Milcent recibió las felicitaciones más sinceras por parte de todos los hombres por el brindis que había propuesto durante la comida. En general, los voluntarios no eran ni fanáticos ni energúmenos: eran verdaderos patriotas que demostraban su patriotismo por la vía de las exclamaciones.
Ya dijimos que León Milcent les había sido presentado como veterano de la campaña de 1792. Por eso, los soldados, que por primera vez iban a reunirse con su bandera, le rogaron que acampase en el lugar desde donde mejor se divisase el campo de batalla de Valmy.
El falso sargento se lo prometió puesto que el hecho le era sumamente fácil.
En realidad, la campaña comenzaba en Pont-Somme-Vesle ya que, en este pueblo, por componerse únicamente de dos o tres casas, hubo que organizar un campamento.
Afortunadamente los guardias nacionales habían atiborrado los sacos de los voluntarios con toda clase de provisiones. Los unos sacaron un pollo, los otros un paté, aquél una botella de vino, éste un salchichón, de forma que la cena se pareció en prodigalidad a la comida.
En cuanto a la noche, era el 5 de junio y el tiempo suave, se pasó bajo las estrellas y los árboles magníficos, situados a la orilla izquierda del camino hacia Sainte-Menehould.
Los voluntarios nacidos en la comarca contaron cómo allí, es decir, en Pont-Somme-Vesle, sufrió el rey, con motivo de su huida, su primera decepción al no encontrar a los húsares que debían esperarle y a los cuales habían dispersado los campesinos.
Además, la leyenda sobre Luis XVI en Varennes, permanece aún viva en la comarca.
Durante la noche, un cochero de Sainte-Menehould pasó conduciendo caballos de la posta de Drouet.
Jacques Mérey lo detuvo y diole una asignación de cinco francos con la condición de que, al pasar por el «Albergue de la Luna», dijese al hotelero que enviase al encuentro de los voluntarios un asno cargado con pan, vino y toda la carne asada que pudiese conseguir.
Se invitaba, además, al hotelero a preparar, durante cuatro horas, una comida para veinte personas.
Al día siguiente, a las seis, el tambor despertó a los durmientes.
Despabiláronse, bebióse el resto de aguardiente que contenían los bidones y pusiéronse en marcha no sin cierta inquietud.
Seis leguas separaban Pont-Somme-Vesle de Sainte-Menehould y ninguno de ellos tenía conocimiento de las medidas tomadas.
La primera hora de marcha transcurrió alegremente, pero al final de la segunda nuestros voluntarios luchaban contra un descorazonamiento creciente cuando, el sargento León Milcent observó a la altura del arroyo del Aisne, un asno guiado por un pobre campesino.
—Amigos míos —dijo—, si yo fuese Moisés y vosotros los hebreos en lugar de ser franceses, y si os condujese a la tierra prometida en lugar de conduciros al enemigo, pensaría en la necesidad de un milagro para sostener vuestro valor y os diría que Jehová nos enviaba ese asno y ese campesino. Pero prefiero deciros simplemente que es el dueño del «Albergue de la Luna» quien nos lo envía y que, además, trae nuestro desayuno. Por lo tanto, y dado que el lugar me parece propicio, permitidme que os grite ¡alto! y que os invite a que dejéis en el suelo vuestros fusiles.
Nunca discurso alguno, por elocuente que fuese, fue recibido con tales aclamaciones, y jamás ningún guía de tribu, aun siendo profeta, recibió ovación comparable a la del falso sargento.
Apenas los voluntarios podían dar crédito, cuando el campesino se paró y detuvo su asno.
—¿No sois vosotros —dijo—, quiénes han pedido que se os traiga un desayuno y que os prepare en la posada una comida para veinte personas?
—¡Ay, el desgraciado! —exclamó León Milcent—, está echando a rodar todos mis trucos.
Volviéndose hacia sus voluntarios, les dijo:
—Amigos míos, habéis tenido a bien erigirme en vuestro jefe, por lo tanto, es misión del jefe el preocuparse por sus soldados.
—¡Ah, bien! ¿Entonces es aquí? —repitió el campesino.
—¡Claro, imbécil!
—Pero, mi sargento —dijo un hombre del grupo, después de haber consultado a dos o tres de sus compañeros—, algunos de nosotros no disponemos de dinero y contábamos con la paga del gobierno para hacer el camino; preferimos decíroslo inmediatamente, mi sargento, antes de vernos tratados como grandes señores, cuando no somos más que pobres diablos.
—No os inquietéis, queridos compañeros —dijo Jacques Mérey, que iba recobrando su alegría a medida que se acercaba el momento de volver a encontrarse con Eva—. Al igual que estoy encargado del alimento de mi tropa, estoy igualmente encargado de su paga. Cuando lleguemos a nuestro destino recibiréis vuestros atrasos y arreglaremos todo esto. Mientras tanto, ¡a la mesa!
La mesa fue un bello tapiz verde donde cada uno se acomodó para comer al estilo de Roma.
Cogido de improviso, la profusión no reinaba en el envío del hotelero de «La Luna», pero, de todas formas, era suficiente.
El desayuno fue tanto más alegre cuanto inesperado. Cada uno repuso sus fuerzas para continuar su camino. Un cojo, que se había distendido un pie durante la mañana, se hizo cargo del asno y todo fue de maravilla.
Únicamente el muchacho se sentía ofendido, puesto que según él, el asno le pertenecía, pero un vaso de vino y diez céntimos le devolvieron su buen humor.
Llegaron a las cuatro al «Albergue de la Luna» y encontraron la mesa puesta. Siguiendo las recomendaciones de Jacques Mérey, se había levantado ésta al extremo del pequeño jardín de la posada, que dominaba todo el valle de Valmy.
Jacques Mérey y sus voluntarios estaban precisamente apostados en el mismo lugar donde, el día de la batalla, se encontraban el rey de Prusia, Brunswick y el estado mayor.
El campo estaba cubierto de trigales y sus ondulaciones marcaban los lugares donde los prusianos muertos reposaban en grandes fosas.
Gracias a esos desniveles, Jacques Mérey reconocía perfectamente el terreno. A poco más de un kilómetro, al fondo de un pequeño valle muy semejante al de Waterloo, cesaban las ondulaciones.
Los prusianos no habían llegado siquiera a alcanzar el pie de la colina de Valmy.
Sobre esta colina acampaban Kellermann, sus dieciséis mil hombres y su batería de cañones.
Detrás de él, sobre el monte Ivron, los seis mil hombres que Dumouriez había hecho desfilar para impedir que su colega fuese engañado.
A su izquierda, el molino de viento detrás del cual un obús prendió fuego a unos carros de municiones, lo que sembró el desconcierto en las filas de los franceses.
—Y vos, ¿dónde os encontrabais? —preguntaron los voluntarios.
Lanzando un suspiro, el falso sargento señaló con su mano el espacio comprendido entre Sainte-Menehould y Braux-Sainte-Cu-biére.
—Entonces —dijo uno de los voluntarios—, ¿estabais con Dumouriez?
—Sí —contestó Jacques Mérey—, soy de esta región y le serví de guía en el bosque de Argonne.
Jacques dejó reposar su cabeza entre sus manos.
Apenas nueve meses habían transcurrido desde lo de Valmy, aquella maravillosa aurora de la República y de la libertad, y ya la República se desgarraba, y ya la libertad estaba, más que nunca, amenazada por el enemigo. E incluso él, Jacques Mérey, que en medio de los aplausos de la Convención, de París, de Francia entera, había anunciado las dos grandes victorias que se creyera que eran la salvación de la patria, él, estaba obligado a huir de la Convención, a salir de París entre el verdugo y su ayudante como si estuviese en el patíbulo, y cruzaba Francia, fugitivo, disfrazado, proscrito, disimulando y escondiéndose bajo el uniforme de un voluntario, por las mismas tierras donde, nueve meses antes, su marcha había sido triunfal.
Y Dumouriez… él sí que debía ser desgraciado.
Víctima de un cataclismo revolucionario, Jacques Mérey volvería a ver, quizás un día, una Francia gloriosa. Entonces recuperaría el rango que sus méritos le otorgaban. Pero Dumouriez, traidor, matricida, no volvería jamás. Todo esto arrancó lágrimas de los ojos del falso sargento.
—Lloras, ciudadano —le dijo un voluntario.
Jacques, encogiéndose de hombros, mostró con un gesto circular todo el campo de batalla.
—Lloro, sí. Lloro por todos aquellos días, que, como los de la juventud, no vuelven jamás.