VII

18 de julio. Hace cuatro días que Marat ha muerto, desde hace cuatro días está arrestada Carlota.

Por las calles de París corrían rumores de que el proceso era demasiado largo y se preguntaban qué hacían los jueces.

La noticia de su traslado a la Conciergerie esperanzaba a los maratistas. Se sabía que la estancia en la Conciergerie no era nunca demasiado larga.

Carlota debía comparecer este mismo día ante el tribunal revolucionario.

Danton se había prendado de ella; quiso asistir al juicio.

Se sabía que había escrito a un joven diputado, sobrino de la abadesa de Caen. La carta no le llegó o no se atrevió a contestarla y cedió a otro el honor de la defensa.

Designaron como defensor a un joven todavía desconocido, el ciudadano Chaveau-Lagarde.

Danton volvió entusiasmado.

—¿Qué hay? —le preguntamos a su regreso.

—Es ella la que los ha juzgado a todos —nos contestó—, y les ha condenado a la cárcel de la historia.

Le pedimos detalles, pero para él todo se resumía al majestuoso conjunto de su aparición. Únicamente se había dado cuenta que durante el interrogatorio de la acusada, un joven pintor alemán llamado Hauer, al que conocía, había hecho su retrato.

Ella también se dio cuenta, le sonrió y había posado lo mejor que pudo para facilitarle la tarea.

Cuando entró en su celda, un sacerdote estaba esperándola. Pero, republicana al máximo, había rechazado su ayuda.

—Tengo la palabra de ahí arriba —dijo—, y espero que con ella me baste.

Todo esto es sublime, pero creo que supera el sentido de lo que debe ser una mujer. La ejecución tendrá lugar hoy a las ocho. Danton quiere que vayamos a presenciarla, me he opuesto, pero me ha dicho:

—Esta mujer dará, incluso a los hombres, una lección de cómo se debe morir y creo que en este momento, a todos nos conviene aprender estas lecciones. Además —añadió—, viéndola morir es el último homenaje que podemos ofrecerle.

Iré, mi bienamado Jacques, porque en el caso en que yo también fuese condenada, quiero aprender a morir para que no tengas que avergonzarte de mí.

¡Amigo mío! ¿Cómo podría explicártelo? Danton tenía razón. Es un sublime espectáculo ver cómo una persona muere noblemente por sus convicciones.

* * *

El hacha todavía no se había abatido sobre ella, cuando Carlota Corday era ya un héroe de leyenda. Sus hechos corrían de boca en boca entre los espectadores.

El pintor, que era comandante del segundo batallón de los cordeleros, y probablemente gracias a su grado, había conseguido terminar en la celda de la condenada el retrato que de ella había comenzado en la audiencia. Por lo tanto, volvió con ella a la Conciergerie.

Ignorando que sería juzgada, condenada y probablemente ejecutada el mismo día, Carlota había prometido a los carceleros comer con ellos.

Parece que son excelentes personas y que se llaman Richard.

Madame Richard —dijo al entrar—, deberéis perdonarme que mañana no coma con vos, como os prometí, pero mejor que nadie sabréis que no es culpa mía.

Cuando entró en su celda habló tranquilamente y posó para el pintor, haciéndole prometer que enviaría a su familia una copia del retrato.

El pintor estaba dando los últimos retoques cuando el verdugo entró en la celda por una pequeña puerta situada detrás de ella.

Se volvió; sostenía en la mano las tijeras con las que debía cortarle el pelo y sobre su brazo la hopa roja que debía ponerse.

¡La hopa de parricida para esta mártir, qué profanación!

Al verlo, Carlota se sobresaltó.

—¿Ya? —dijo.

Y, como avergonzándose por este signo de debilidad, con su mejor sonrisa y su voz más dulce, preguntó al verdugo:

—Señor, ¿querréis prestarme vuestras tijeras?

El verdugo se las tendió.

Se cortó ella misma un bucle de sus cabellos que ofreció al pintor.

—No puedo ofreceros más que este bucle —dijo—. ¡Guardadlo en memoria mía!

Se decía que hasta el verdugo volvió su cara y que los mismos gendarmes lloraban.

En efecto, mi bienamado, en honor a la humanidad, se estaba produciendo un feliz cambio en las masas.

Durante los cuatro días pasados, se habló tanto de la serenidad de la presa y la energía y precisión de sus respuestas causaron tanto efecto, que la admiración sucedía a la primera reacción de horror que inspira siempre todo asesino. Tal fue el hecho que, cuando a las siete de la tarde apareció en el arco de la Conciergerie, bajo un cielo tormentoso y al fulgor de los relámpagos, tan bella y vestida con su hopa roja, se hubiese creído que era el mismo cielo que enviaba la tormenta para reprochar a la tierra el crimen que iba a cometer.

La tormenta pareció huir ante ella. Cuando llegó al puente Neuf, había desaparecido. Una gran claridad iluminaba la plaza de la Revolution donde el firmamento había recobrado toda su nitidez. En la calle Saint Honoré la última nube que ocultaba el sol se disipó y éste pudo acariciar con sus más ondulantes rayos a la virgen que iba a morir.

Danton dejó a su esposa en el palacio que da sobre la plaza de la Revolution, bien porque temiese un accidente, bien porque la imaginó de corazón demasiado débil para asistir desde más cerca al terrible espectáculo.

Quise quedarme con ella.

—No —me dijo—, vos sois valiente y vendréis conmigo. Cuando una mujer como ésta va a morir, no se la mira desde el palco de un circo o desde el balcón de la casa, se acerca uno a ella y se le dice con la mirada: «¡Muere tranquila, no morirás del todo, víctima santa, tu recuerdo perdurará en nuestros corazones!».

Nos colocamos al costado derecho de la guillotina.

Debo confesar que andaba maquinalmente; mis piernas temblaban, mis ojos no veían más que a través de una nube y no oía más que un murmullo confuso.

Me encontraba en el estado de una persona que se desvanece y cuyo espíritu, sin haber dejado la luz, no se encuentra totalmente dentro de las tinieblas.

Grandes gritos sacudieron mi letargo. Abrí los ojos, mis pies se aferraron al suelo, me volví hacia el lado de donde procedía el ruido. La carreta había aparecido por la puerta de Saint Honoré y se dirigía al patíbulo.

¡Mi bienamado, no, nada tan bello, tan santo, tan sublime, apareció ante los ojos de los mortales desde el comienzo de los siglos, como esta segunda Judith ofreciendo su sangre para redimir a Béthanie de sus pecados, siendo ella misma inmaculada!

A partir de ese momento mis ojos no la dejaron ni un instante.

Un rayo de sol brilló en el cuchillo para mirarse en sus ojos.

Con este relámpago, precursor de su muerte, me pareció que palidecía; pero su debilidad tuvo también la rapidez del relámpago.

Carlota se puso de pie en la carreta, se apoyó en los travesaños y sonrió dulcemente, sin ostentación ni desdén.

Bajó sola y sola subió los escalones hasta el patíbulo; el verdugo y sus ayudantes la seguían como los servidores siguen a sus reinas.

Una vez en la plataforma, miró lentamente a su alrededor. Era un ángel. Esta ejecución debía haber levantado al pueblo, pero el pueblo no estaba allí.

No eran los curiosos quienes rodeaban el patíbulo, eran observadores serios, hombres graves, médicos, diputados, eran filósofos.

Eran mujeres dulces, agradables, bien puestas, que estaban allí como ante los funerales de una hermana, de un pariente, de una amiga.

En lugar del tumulto habitual, un sombrío silencio se extendía por la plaza de la Revolución.

Este silencio fue interrumpido por un grito de la paciente. Al arrancarle el chal, el verdugo había puesto sus senos al descubierto.

Este grito no había sido lanzado por miedo, sino por pudor.

—Démonos prisa —dijo, viendo su escote desnudo.

Y ella misma se colocó en la guillotina.

Se oyó un gran grito. La cuchilla pasó como un relámpago vertical.

En el instante en que la virginal cabeza cayó, un ayudante del ejecutor, llamado Legros, la cogió por los cabellos y la mostró al pueblo.

Tuvo la poca dignidad de darle un cachete.

Los ojos se abrieron y las mejillas, ya pálidas, recobraron su color.

Un murmullo de horror e indignación se elevó de la multitud.

—¡Arrestad a ese hombre por insulto a la humanidad! —gritó Danton.

—¡Sí, sí, arrestadlo! —gritaron mil voces.

Los gendarmes que habían acompañado a Carlota Corday subieron al patíbulo y le arrestaron.

Danton tenía razón, amado mío. Gracias al ejemplo que tenía ante mis ojos, si ahora tuviese que morir, creo que me sería fácil.

Por muy terrible que fuese este espectáculo, lo había soportado admirablemente y, en lugar de abatirme, me había exaltado.

Me decía: «Si supiese que mi bienamado ha muerto, yo también compraría un cuchillo, iría a casa de Robespierre, y moriría como acaba de hacerlo Carlota».

Por un instante envidiaba la suerte de esta bella virgen, decapitada, abofeteada por un ayudante de verdugo y hubiese querido estar en su lugar.

Pero, ¿sería tan bella como ella? ¿Jugaría el sol para mí como para ella? ¿Me enviaría como a ella, para hacerme una aureola, su más bello, su más dulce, su último rayo?

Solamente tengo un temor, bienamado, y es que vuestro viejo pagano Brutas sea destronado y se funde una religión con la sangre de Carlota Corday: ¡la religión del puñal!

Fuimos a buscar a madame Danton al balcón del palacio. La pobre mujer me confesó que había aprovechado la ausencia de su marido para refugiarse en el interior de la casa. No había visto nada.

Cogimos un coche descubierto para volver a Sévres. La tormenta había limpiado completamente el cielo. Se respiraba ese olor vivificante que flota en el aire después de las tormentas.

Danton se había vuelto soñador.

La valentía simple y grandiosa de la joven le había impresionado profundamente.

—Estaba seguro de su firmeza —dijo—, pero no de su dulzura. Es bello, a su edad, no temer a la muerte. No imaginaba su mirada penetrante, ni esas vivas y húmedas chispas de sus bellos ojos mirando al patíbulo. Todo lo que ella odiaba en Marat murió con él. Se marchó sin pensar siquiera en perdonar a sus verdugos. Su alma planea por encima de las pequeñas inspiraciones terrestres; creo que, si fuese joven, sentiría una sombría voluptuosidad en seguirla y buscarla en el mundo desconocido donde acaba de bajar. Normalmente los condenados se sostienen con la animación, con los cantos patrióticos, con las injurias que intercambian con sus enemigos, con las sonrisas que les envían sus amigos.

Ella no ha necesitado nada de esto,

tenía fe. Y la fe era su pilar.

Solamente Dios sabe cómo moriré,

¡pero quisiera morir como ella!

Madame Danton lloraba, yo apretaba la mano de Danton.