X

Desgraciadamente, sólo puedo hablarte de ejecuciones. La noticia de la de los girondinos llegó hasta Arcis-sur-Aube, pero no fue capaz de arrancar a Danton de su letargo.

Su mujer, que estaba encinta, me escribía que su marido pasaba a veces hasta dos y tres horas por la noche asomado a la ventana de su habitación, que daba al campo. Los ojos fijos en el cielo, escuchando todos los ruidos, aspirando la brisa, parecía que Danton, que había sido un panteísta durante toda su vida, se preparase a devolver a la naturaleza todo lo que de ella había recibido.

Reapareció el 3 de diciembre empapado de soledad y reposo. Habló con una elocuencia que no tuvo jamás, pero nadie supo de qué habló. Apenas si supimos que había reaparecido en la Convención. El Moniteur, había recibido órdenes de no publicar su discurso.

Encontró el vacío a su alrededor; sus amigos se habían aliado a Robespierre; únicamente uno o dos seguían siéndole fieles: Bourdon de l’Oise y Camille.

Todos recordábamos el grito lanzado por Camille durante el juicio de los girondinos:

—¡Desgraciados, yo los he matado!

El club de los jacobinos pidió cuenta de este grito. Camille, que escribía muy bien, hablaba mal. Era tartamudo y Robespierre contaba con ello y estaba seguro que no lograría hacerse entender.

Pero he aquí que para hacer frente al arte, que la naturaleza le había negado, su corazón le dio de pronto la fuerza de las lágrimas.

—Sí —dijo—, sí, lo repito aquí: me equivoqué. Siete de los veintidós eran nuestros amigos. Setenta amigos asistieron a mi boda, desgraciadamente todos han muerto. Sólo me quedan dos: Robespierre y Danton.

El discurso de Danton, que no fue publicado en el Moniteur, era una especie de abdicación, por su parte, de toda pretensión política.

Dijo, lo que por otra parte era totalmente cierto, que los dos años de lucha que había sostenido no le dejaron ni orgullo, ni vanidad. Esta vez, como Camille, se alió a Robespierre, se había convertido en su segundo. Su discurso terminaba con un deseo:

—¡Ojalá que la República, ya fuera de peligro, pueda un día, como Enrique IV, indultar a sus enemigos!

Dos o tres días después, Robespierre, con su voz lastimera, pedía quinientos mil francos para los indigentes.

Cambon, verdadero ministro del tesoro de la época, el dantonista Cambon, a quien tanto costaba soltar su dinero, dijo con su voz ruda:

—Quinientos mil francos no son suficientes, ofrezco diez millones.

Los diez millones fueron votados y aceptados.

Ocurrió que el 26 de diciembre, el mismo día en que Robespierre pedía más rapidez en los juicios revolucionarios, un dantonista, pálido y fuera de sí, subió a la tribuna, gritando:

—¡Van a guillotinar a un inocente, he aquí la prueba!

Era tal la necesidad de volver a la clemencia, que la Convención votó un aplazamiento y más de veinte de sus miembros se precipitaron fuera de la sala, unos hacia el Palacio de Justicia, otros a la plaza de la Revolution para impedir que ese «inocente» fuese ejecutado.

Con ello aumentaron las esperanzas de los dantonistas, y fueron más lejos que lo que Danton hubiese deseado.

Bourdon de l’Oise, una especie de jabalí de pelo rojizo, achacó todo al agente público del Comité de seguridad, Héron, que era el agente secreto de Robespierre.

El inmaculado Robespierre alardeaba de no tener ninguna relación con la policía. Jamás había visto a Héron.

Desde el pequeño hotel donde estaba situado el Comité de salud pública, un pequeño y oscuro corredor comunicaba con las Tullerías.

Ahí los hombres de Héron entregaban a Robespierre los sobres lacrados que le tenían al corriente de todo lo que sucedía.

Muchas veces eran jovencitas las que llevaban paquetes a las señoritas Duplay. Robespierre las encontraba al ir a casa de su carpintero.

Robespierre, quien una vez entregada su confianza la mantenía hasta la imprudencia, había asegurado la impunidad a este agente, lo que le hacía insolente hasta el punto de insultar a los diputados.

Como muchos tenían quejas de él, la proposición de Bourdon (de l’Oise) fue aceptada.

La Asamblea votó. Héron fue arrestado.

Todos los robespierristas acudieron. Recibieron una orden de Robespierre, la decisión había sido tomada durante su ausencia y, si se mantenía, estaba, si no perdido, cruelmente atacado. Fue Couthon el que pidió a la Asamblea que devolviese su confianza al Comité de salud pública. Moïse Bayle atestiguó, cómo, en varias ocasiones, Héron había actuado con gran maestría. Finalmente fue el mismo Robespierre quien jugó al enternecimiento, hablando de las almas sensibles y de su ambición por obtener la palma del martirio.

El arresto de Héron fue revocado.

Si Héron hubiese sido arrestado, nuestro amigo Danton reinaría en lugar de Robespierre; Bruñe, el amigo de la casa, hombre decidido como ninguno, ponía la mano sobre los satélites de Héron, Westermann sableaba a Henriot y levantaba, con su amigo Santerre, la calle del gran faubourg.

Presentó a la Asamblea, que no pedía otra cosa, al hombre popular por excelencia, a Danton… Robespierre a salvo, Danton era el que había muerto.

Robespierre había visto su tumba demasiado cerca para no llenarla con cadáveres de los dantonistas. Viéndole pálido y temblando por el golpe, Billaud le cogió la mano y le dijo:

—Debemos matar a Danton, ¿no es cierto?

Robespierre saltó sorprendido al oír semejante cosa.

—¡Entonces, mataríais a los primeros patriotas! —dijo mirando a Billaud.

—¿Por qué no? —respondió Billaud.

—¿Vos? —dijo Robespierre.

—¡Sí, yo! —contestó.

Robespierre hizo llamar a Saint Just y Couthon. Les dijo que se quejaban de la inmoralidad y corrupción de Danton.

Couthon y Saint Just aplaudieron.

Se comenzó por hablar al Comité de salud pública. Lindet advirtió a Danton. Éste se encogió de hombros.

—¡Pues bien, sea! —dijo—. Prefiero ser guillotinado a guillotinar.

Le propusimos que huyese.

—¿Creéis —respondió— que la patria se lleva pegada a las suelas de los zapatos?

—Por lo menos, escondeos —le dije.

—¿Puede esconderse Danton? —contestó.

Efectivamente, no podía esconderse.

Sin saber que iba a ser acusado, ya se preparaba su cementerio.

Y sin embargo, parecía que Danton tenía el presentimiento de lo que iba a sucederle.

Danton nos contó cómo, saliendo del palacio de Justicia con Souberbielle, jurado del tribunal revolucionario, y Camille, una noche oscura y fría de esas que predisponen a impresiones siniestras y dejan escapar los secretos del alma, se paró sobre el puente Neuf y miró, melancólicamente, correr el agua. Souberbielle se acercó a él:

—¿Qué haces? —le preguntó.

—Mira —dijo Danton—. ¿No sientes la impresión de que por el río corre sangre?

—Es verdad —dijo Souberbielle—, el cielo está rojo, hay otras lluvias de sangre detrás de esas nubes.

Danton se volvió y se apoyó en el pretil.

—Al paso que vamos —le dijo—, ya no habrá seguridad para nadie; los mejores patriotas son tratados como traidores, la sangre que los generosos han vertido sobre los campos de batalla no les dispensa de verterla sobre el patíbulo. ¡Estoy cansado de vivir!

—¿Qué quieres? —dijo Souberbielle—, esta gente empieza por tener jueces inflexibles y he aceptado el puesto de jurado, pero sólo quieren verdugos complacientes. ¿Qué puedo hacer yo? No soy más que un patriota oscuro. ¡Ah, si yo fuese Danton!

Danton le puso la mano sobre el hombro.

—Danton duerme, calla —le dijo—, despertará cuando llegue su hora. Todo esto me causa horror. Soy un hombre de revolución, no un hombre de carnada… ¿Y tú? —dijo dirigiéndose a Camille Desmoulins—, ¿por qué guardas silencio?

—¡Estoy harto del silencio! —respondió Camille—. La mano me pesa; a menudo quisiera convertir mi mano en estilete y apuñalar a esos miserables. Mi tinta es más indeleble que su sangre: habla de su inmortalidad.

—¡Bravo, Camille! —repuso Danton—. Empieza desde mañana. Tú empezaste la Revolución, a ti te toca fijarla, y no te preocupes, esta mano te ayudará. Sabes que es fuerte.

Tres días después, el Vieux Cordelier apareció.

He aquí lo que publicó su número 6, al siguiente día del arresto del poeta Fabre d’Églantin, amigo de Camille:

«Considerando que el autor de Philinte acaba de ser llevado al Luxembourg antes de haber visto el cuarto mes del calendario; queriendo aprovechar este momento en el que todavía dispongo de tinta y papel y en que mis dos pies reposan sobre el escabel para ordenar mi reputación, voy a publicar mi fe política, en la que he vivido y moriré, bien de un tiro, o de una puñalada, o por la muerte de los filósofos, como dice el compadre Mathieu».

Este número, bastante violento, anunciaba la aparición de otro más violento todavía.

Viendo que Camille iba a perderse y no olvidando que era uno de los dos amigos a quien me habías legado y que me habían acogido en París, corrí a la calle de la Ancienne Comedie, donde otras veces me había recibido Lucile, en los tiempos en que él y Danton eran todopoderosos y en el que sus amedrentados amigos venían a rogarle que cesase, cuando aún era tiempo.

Había con él un oficial muy patriota llamado Bruno, y que no parecía nada tímido. Comía con Camille y le aconsejaba prudencia. Pero Camille estaba lanzado; pretendía que un paso atrás era una cobardía.

Le trajeron las pruebas, las corrigió tranquilamente, y entre dos artículos, añadió:

—¡Milagro! ¡Un hombre ha muerto esta noche en su cama!

Vio que Bruñe se encogía de hombros.

Edamus et bibamus —dijo en latín, para no ser oído por Lucile.

Creyendo que no le entendía, continuó:

Cras enim moriemur.

Fui donde estaba Lucile y le dije lo que acababa de oír.

Estaba haciendo chocolate.

—Dejadle, dejadle —me dijo—; está cumpliendo su misión, será él quien salve a Francia; los que piensen de otro modo, no tomarán mi chocolate.

El lugar donde Danton debía ser enterrado, ya estaba señalado, sólo había que arrestarle.

Camille hizo desbordar el vaso pidiendo, a través de su periódico, un tribunal de clemencia.

El 28 de marzo, Danton nos anunció que cenaba con Robespierre. Amigos comunes habían intentado, en un último esfuerzo, unirlos de nuevo.

Decidí quedarme en Sévres aquella noche, para tener noticias de la reunión, en la que la cena era sólo un pretexto.

Se celebraría en casa de Pañis, en Charenton.

Danton volvió hacia la una de la mañana.

—¿Qué ha ocurrido? —le dijimos viéndole aparecer.

—Nada —dijo este hombre impasible—; no es un hombre, es un espectro. No se sabe por donde cogerle, no le queda nada humano; creo que estamos más embrollados que nunca.

—Pero, ¿qué ha sucedido? —dijo madame Danton—, danos detalles.

—¿Para qué? ¿Acaso sé yo de qué hemos hablado? ¿Puede sacarse algo de las palabras blandas y viscosas de Robespierre? Recriminaciones por las dos partes. Me ha reprochado septiembre, como si no supiese que fue Marat quien lo provocó. Le he reprochado Lyon y Nantes. Total, hemos terminado mal.

Al día siguiente, las noticias de lo sucedido se habían extendido ya.

Robespierre dijo a Pañis:

—Ya ves, no hay forma de volver a traer a este hombre al gobierno; dentro, corrompe, fuera, amenaza. No somos tan fuertes como para despreciar a Danton, somos demasiado valientes para temerle; queríamos la paz, él quiere la guerra, la tendrá.

Los amigos de Danton acudieron a Sévres, suplicándole que conjurase la tormenta que se estaba fraguando, todos le decían que resistiese:

—La Montagne es tuya —le decía el carnicero Legendre.

—Las tropas son tuyas —decía el Alsacien Westermann.

—El pueblo está con nosotros —decía Camille Desmoulins, quien a través de los números del Vieux Cordelier, sentía palpitar el corazón de Francia.

Pero Danton respondía con una sonrisa de indiferencia y orgullo, diciendo:

—¡No se atreverán, soy más fuerte que ellos!

Al día siguiente, 31 de marzo, él y su amigos fueron arrestados.

Fue el pobre Camille el más afectado por este arresto.

Los gendarmes entraron en el preciso momento en que abría una carta y que empezaba por estas palabras: «¡Tu madre ha muerto!».

Al mismo tiempo supo la detención de Danton.

—Está bien —dijo—, donde vaya él, iré yo.

Abrazó a su hijo, el pequeño Horacio, que dormía en su cuna, y se entregó a los gendarmes.

Le condujeron a la prisión de Luxembourg. Llegó al mismo tiempo que Danton y entraron juntos. Lo primero que vieron fue a Hérault de Séchelles, que esperaba la muerte jugando con el hijo del portero.

Corrió hacia ellos y los abrazó.

Cuando París supo su arresto, París se consternó.

Camille Desmoulins estaba como enloquecido. Se golpeaba la cabeza contra las paredes, lloraba y llamaba a Lucile.

—¿Por qué estas lágrimas? —dijo Danton—, nos envían al patíbulo, ¡vayamos alegremente!

Una débil voz les llegó de una celda vecina.

Era la de Fabre d’Eglantine.

—¿Quién eres, desgraciado en tu desesperación? —preguntó la voz.

—Soy Camille Desmoulins —respondió el prisionero.

—¿La contrarrevolución está por lo tanto en marcha? —gritó Fabre.

Al entrar en el Luxembourg y agachando la cabeza bajo el arco, por el que sólo vuelve a pasarse para morir, Danton murmuró:

—Pido perdón a Dios y a los hombres por haber constituido el tribunal revolucionario.

El 2 de abril, a las once, se llevaron a los acusados.

Madame Danton, que por su estado se encontraba enferma, no había tenido el coraje de asistir a la sesión. El proceso se realizaba junto con el de dos o tres hombres, manchados por sus manejos con dinero, para que el público pensase que Danton, Camille Desmoulins y Hérault de Séchelles eran cómplices de estos miserables.

A la vista de Danton entre esos dos ladrones, Delaunay y Despagnac, el escribano del tribunal no pudo contenerse y, tirando su pluma fue a abrazarle.

—Vuestra edad, nombre y domicilio —preguntaron a Danton.

—Soy Danton —respondió—; tengo treinta y cinco años; mi domicilio será mañana la nada, mi nombre pasará al Panthéon de la Historia.

La misma pregunta fue hecha a Camille Desmoulins.

—Soy Camille Desmoulins —dijo—, tengo treinta y tres años, la edad de Cristo.

Desde que estaba en prisión Camille había escrito dos cartas a su mujer.

Rota de dolor, Lucile vagaba alrededor del Luxembourg. Camille, pegado a los barrotes, intentaba verla. Pensaba únicamente en ella y en la muerte.

Había escrito a Robespierre, se dirigió a él, le recordó que su marido había sido amigo suyo y que había asistido a su boda como testigo.

Robespierre no contestó.

Fue a buscar a madame Danton. Quería llevarla a casa de Robespierre y que, las dos, de rodillas, pidiesen gracia para sus maridos. Madame Danton se negó.

—Aunque estuviese segura de salvar así a mi esposo —dijo—, jamás lo haría. Siendo un Danton, se puede morir, pero nunca envilecerse.

—Sois más grande que yo —dijo Lucile a madame Danton.

Y, desesperada, nos dejó.

Inútil es decir que fueron condenados.

A las cuatro, los ayudantes de los verdugos ataron sus manos y se prepararon para cortarles el pelo.

Danton los dejó hacer y se miró en un espejo.

—Han logrado —dijo— hacerme más feo que de costumbre; afortunadamente no apareceré de este modo ante la posteridad.

Camille Desmoulins nunca pensó que Robespierre consentiría que muriese. Cuando vio entrar a los ejecutadores, un ataque de rabia le dominó. No esperó que llegasen a él, se echó contra ellos y luchó desesperadamente.

Hubo que forzarle para atarle las manos y córtale los cabellos.

Con las manos atadas rogó a Danton que le pusiera en ellas un bucle de los cabellos de Lucile, que llevaba en su pecho. Quería sentirlos en el momento de su muerte.

Eran catorce en una misma carreta.

A lo largo del camino, Camille se dirigió al pueblo:

—¡Pueblo! —dijo—. ¿Es que no me reconoces? Soy Camille Desmoulins. ¡Yo hice el 14 de julio, y te di la insignia que llevas!

A sus gritos, el gentío contestaba con insultos. Danton trataba de calmarle.

—Muere tranquilo, y deja a esa vil canalla.

Cuando llegaron a la calle Saint Honoré, ante la casa del carpintero Duplay, habitada por Robespierre, las puertas y las ventanas estaban cerradas. El gentío redobló sus gritos. Pero Danton se puso de pie en la carreta, y la gente se calló.

—Por muy escondido que estés —gritó—, escucharás mi voz. ¡Te arrastro, Robespierre, tú me seguirás!

Robespierre le oyó, y aseguran que bajando la cabeza dijo:

—Sí, tienes razón, Danton, inocentes o culpables todos entregaremos nuestras cabezas a la República. La Revolución reconocerá a los suyos al otro lado del patíbulo.

Hérault de Séchelles bajó el primero, pero se volvió antes para abrazar a Danton.

El ejecutador no se lo permitió.

—¡Imbécil! —murmuró Danton—, no impedirás que nuestras cabezas se besen luego cuando estén en la misma cesta.

Camille Desmoulins le siguió, y recobrando su calma en el patíbulo, miró la cuchilla cubierta de sangre y dijo:

—He aquí el fin del primer apóstol de la libertad. —Y mirando al verdugo—: Entrega a mi suegra los cabellos que encontrarás en mi mano.

Danton subió el último. Jamás en la tribuna estuvo tan soberbio ni imponente. Miró con piedad al pueblo y se dirigió al verdugo:

—Les enseñarás mi cabeza —dijo—, merece la pena.

Cuando al día siguiente fui a Sévres para unir mis lágrimas con las de madame Danton, encontré puertas y ventanas cerradas. La familia entera, decapitada en la persona de su jefe, había abandonado el país sin decir dónde se dirigía.

Fui a casa de Lucile. Había sido arrestada esa misma mañana.

Ocho días más tarde, también ella subía al patíbulo.

Con ella perdí a mi única amiga. París era un desierto.

Las ideas más descabelladas pasaron por mi espíritu.

Por un momento tuve intención de dejar Francia, ir a América, buscarte y llamarte en ese nuevo mundo.

Desgraciadamente no había pensado en una cosa. Solamente me quedaban unos cientos de francos. ¡No tenía suficiente para pagar la travesía!