XIX

Pasaban los días y no había ningún cambio en esta situación. No supimos ninguna noticia de fuera. No sabíamos hasta qué grado de irritación o de lucha habían llegado los partidos.

Mis dos desgraciadas compañeras temblaban y palidecían con el más leve ruido que proviniera de las galerías.

Una mañana, se abrió la puerta y el carcelero me dijo que me llamaban a la dirección. Mis dos compañeras me miraron con terror.

—No temáis por mí —les dije—; no he sido juzgada ni condenada y por consecuencia no puedo ser ejecutada.

Me abrazaron como si no fueran a verme más. Pero yo les juré que no abandonaría los Carmelitas sin despedirme de ellas.

Bajé. Como sospechaba, me esperaba mi comisario.

—Voy a interrogar a esta joven —dijo—; déjeme solo con ella en el locutorio.

Tenía el mismo traje que la primera vez; la carmañola o chaquetilla y el gorro rojo le daban, a primera vista, un aspecto feroz; pero bajo esta máscara se veían dos ojos sinceros y buenos, y unos trazos dulces que acababan en una boca benévola.

—Ya ves, ciudadana —me dijo—, que no te he olvidado.

Me incliné en señal de agradecimiento.

—Ahora trátame como a hombre que te quiere bien y dime tu secreto.

—Yo no tengo secretos.

—¿Por qué estabas en la carreta de los condenados cuando contra ti no había habido ni juicio ni condena?

—Porque quería morir.

—Entonces, era verdad lo que me dijeron en La Forcé, que te habías hecho atar las manos y que subiste en la carreta a escondidas.

—¿Quién te ha dicho eso?

—El propio ciudadano Santerre.

—¿No le acarreará ningún mal el servicio que me ha hecho?

—No.

—Pues bien, te ha dicho la verdad. Ahora me toca hablar a mí.

—Te escucho.

—¿Por qué te interesas por mí?

—Ya te he dicho que yo soy comisario de sección. Fui yo el encargado de detener a la pobre pequeña Nicole; cuando la detuve, lloré. Su ejecución me produjo los primeros remordimientos que he tenido en mi vida. Entonces me juré que si se presentaba la ocasión de poder salvar a una pobre inocente como ella, no la dejaría escapar. La Providencia os ha puesto en mi camino y yo os digo: ¿queréis vivir?

Me sobresalté; la vida me era indiferente para mí misma, pero reflexioné cuánto les interesaba a las dos pobres criaturas que acababa de dejar detrás de mí en la celda.

—¿Cómo os las arreglaréis —le pregunté—, para sacarme de aquí?

—Es muy sencillo. No hay ninguna acusación contra vos; lo he verificado en La Forcé; estáis inscrita con un nombre supuesto. Yo vengo a buscaros para llevaros a otra cárcel. Al pasar por el Pont Neuf o por el puente de las Tullerías, os dejo en libertad y os vais donde os plazca.

—He prometido a mis dos compañeras de celda, despedirme de ellas.

—¿Cómo se llaman?

—¿Puedo deciros sus nombres, sin ponerlas en peligro?

—¿No os dais cuenta que me estáis ofendiendo?

Madame de Beauharnais y madame Teresa Cabarrus.

—¿La amante de Tallien?

—La misma.

—Todo el problema está hoy entre su amante y Robespierre. Si triunfa Tallien, ¿me recomendaréis a ella?

—Estad tranquilo.

—Subid a vuestra celda y volved en seguida. Vivimos unos tiempos en que se puede hacer esperar a la muerte, pero no a la vida.

Subí toda contenta.

—¡Oh! —exclamaron mis dos amigas al verme—, buenas noticias, ¿no es cierto?

—Sí —dije—, he vuelto a ver a mi comisario, se ofrece a hacerme salir de aquí.

—Acepta —exclamó Teresa saltándome al cuello—, ¡y sálvanos!

—¿Cómo?

Sacó de su pecho un puñal español fino como una aguja, mortal como una víbora; y con unas pequeñas tijeras que madame Aiguillon había dejado a madame de Beauharnais, cortó un rizo de sus cabellos y lo enrolló en el puñal.

—Toma —dijo—, vete a buscar a Tallien; le dirás que me dejas, que me has preguntado qué debías decirle de mi parte, que te he dado estos cabellos y este puñal, diciéndote: «Da este puñal a Tallien, y dile de mi parte que pasado mañana tengo que comparecer ante el tribunal revolucionario, que si dentro de veinticuatro horas Robespierre no ha muerto, ¡es un cobarde!».

Comprendí esta furia española.

—Está bien —dije—, se lo diré. Y vos, señora —continué volviéndome hacia madame de Beauharnais—, ¿no tenéis por vuestra parte ningún recado que darme?

—¡Yo! —dijo con su dulce voz criolla—, no tengo más que a Dios para defenderme y velar por mí. Pero si pasáis por la calle Saint Honoré, entrad en la tienda de lencería del número trescientos cincuenta y dos, besad en la frente a mi querida Hortensia, que devolverá este beso a su hermano. Decidle que estoy todo lo bien que se puede estar en prisión y con el corazón roído de inquietud. Añadid que moriré pronunciado su nombre y encomendándole a Dios.

Nos abrazamos. Teresa me atrajo hacia sí.

—No tienes dinero —me dijo—, y quizá por culpa nuestra lo necesites. Repartamos.

Puso en mi mano veinte luises.

Quise hacer alguna objeción.

—Perdón, perdón —dijo ella—, pero no estoy dispuesta a que en un negocio de tal envergadura, en el que se trata de nuestras tres cabezas, te arresten por un luis o dos.

Tenía razón; cogí los veinte luises de Teresa, los puse en mi bolsillo. Escondí su puñal en mi pecho y fui a reunirme con mi protector en el locutorio.

Durante mi ausencia, lo había arreglado absolutamente todo con el carcelero.

Me dio su brazo; salimos. Un coche nos esperaba.

Durante la carrera, mi comisario de policía, que parecía muy seguro de la inamovilidad de Robespierre, me puso al corriente de los acontecimientos.

Robespierre, que desde la ejecución de las camisas rojas, se había retirado a su tienda, parecía, en apariencia, dejar a Francia a su destino, pero manteniendo siempre la mano sobre el Comité de salud pública al que hacía firmar las listas por Hermán, Robespierre había vuelto el 5 thermidor.

Esperaba a Saint-Just para explotar. Saint-Just venía con las manos llenas de denuncias. Cuando el triunvirato Saint-Just, Couthon y Robespierre se reuniesen, se pedirían las últimas cabezas que indispensablemente debían sacrificarse al Terror.

Eran las de Fouché, de Collot-d’Herbois, de Cambon, de Billaud-Varennes, de Tallien, de Barreré, de Léonard Bourdon, de Lecointre, de Merlin de Thionville, de Fréron, de Pañis, de Dubois-Crancé, de Bentabole, de Barras…

Quince o veinte cabezas, eso era todo.

Después, se avendrían a la clemencia.

Faltaba por saber si aquéllos a quienes se pedía sus cabezas estaban dispuestos a dejársela coger. En efecto, habían preparado por su parte una acusación contra el que llamaban «dictador».

Pero, ¿les dejaría tiempo el dictador para acusarle?

Durante el mes en que estuvo ausente, Robespierre había redactado su apología.

Hombre de la legalidad, creía que únicamente debía responder a la legalidad.

Era el 8 thermidor, todo se desarrollaría seguramente antes de tres o cuatro días.

Pregunté a mi comisario dónde podría localizar a Tallien.

Me indicó su domicilio, calle de la Perle, número 460, en Marais.

Bajé en la puerta Saint Honoré.

Allí, mi protector se despidió de mí. Le pregunté su nombre.

—Inútil —me dijo—; si tenéis éxito me volveréis a ver, y yo mismo vendré a pedir mi recompensa. Si fracasáis, nada podréis hacer por mí, nada podré hacer por vos. No nos conocemos.

Marchó con su coche por el lado de los bulevares.

Entré en la calle Saint Honoré y llegué al número 352.

Entré en la tienda de lencería. Como sabemos era la de madame de Condorcet.

Pregunté por mademoiselle Hortensia.

Me indicaron una encantadora jovencita de unos diez años, con unos cabellos y unos ojos magníficos.

«Trabajaba para ganarse el sustento».

Pedí permiso para hablarle a solas: me lo concedieron. La llevé hasta la trastienda, le dije que venía de parte de su madre.

La pobre niña estalló en sollozos al tiempo que se echaba a mi cuello y me besaba.

Le di dos luises para su pequeña toilette. Los necesitaba.

Pedí ver a madame Condorcet.

Estaba en su taller del entresuelo.

Subí.

Al verme lanzó un grito y se abalanzó hacia mí.

—¡Oh! —me dijo—, os creía bien muerta; me dijeron que os habían visto en la carreta.

En dos palabras le conté todo.

—¿Qué vais a hacer? —me preguntó.

—No lo sé —respondí sonriendo—. Quizá sea la montaña que encierra el ratón en mi pecho; quizá sea el grano de arena donde caiga hecho pedazos el carro del Terror.

—En todo caso, os quedáis aquí —me dijo.

—Después de lo que os he dicho, ¿no tenéis miedo de mí? —le pregunté.

Sonrió y me tendió la mano.

La previne que esa misma noche tenía que hacer un recado, y le pregunté si podía tener una llave de su apartamento para poder entrar y salir cuando quisiese.

—Eso es lo más fácil —me dijo—, puesto que duermo en mi casa de Auteuil, y seréis el ama aquí.

Y en el mismo instante me entregó la llave.

La sesión de la Comisión fue tormentosa. La apología de Robespierre no había tenido el éxito que él esperaba. Su comienzo fue de lo más torpe. Barreré abrió la sesión anunciando la reconquista de Anvers, es decir, la reconquista de toda Bélgica.

Pero, fue contra Carnot, que acababa de reconquistar Anvers, que Robespierre, que no sabía esta reconquista, había dirigido su ataque.

Por desgracia, Robespierre no era tan hábil improvisador como para saber salir de semejante situación y no cambió nada de su discurso, que empezaba por estas palabras:

—Inglaterra, tan maltratada por nuestros discursos, está guardada por nuestras armas.

El discurso duró dos horas.

Lecointre, enemigo de Robespierre, viendo el poco efecto que el discurso de Robespierre había hecho, pidió a grandes gritos su impresión.

Un robespierrista no se hubiese atrevido a pedirla.

Sin embargo la Asamblea votó, por costumbre, su impresión.

Entonces un hombre se lanzó a la tribuna. Era Cambon, el hombre íntegro por excelencia. Robespierre le llamó bribón, igual que había llamado a Carnot traidor.

—Un momento —dijo—, no nos precipitemos. Antes de ser deshonrado, hablaré.

Y expuso claramente en pocas palabras su sistema de finanzas. Terminó con estas palabras:

—Ha llegado la hora de decir la verdad. Un hombre paraliza por sí solo a toda la Convención. Este hombre es Robespierre. Juzgadnos.

Entonces Billaud exclamó:

—Sí, tienes razón, Cambon, debemos arrancar las máscaras. Si es cierto que ya no tenemos la libertad de opinión, prefiero que mi cadáver sirva de trono a un ambicioso antes que, por guardar silencio, me convierta en cómplice de su crimen.

—Yo —dijo Pañis—, le pregunto únicamente si mi nombre está en la lista de proscripción. ¿Qué he ganado con la Revolución? Ni siquiera para comprar un sable a mi hijo y una falda a mi hija.

Los gritos: «¡Retráctate, retráctate!», explotaron entonces en la sala.

Pero Robespierre con tranquilidad:

—No me retracto de nada. He tirado mi escudo; me he presentado al descubierto ante mis enemigos, ¡no he adulado a nadie, no he calumniado a nadie, no temo a nadie! Me mantengo y no tomo parte en lo que decida la Convención sobre la impresión o no impresión de mi discurso.

En todos los rincones de la sala las voces gritaron:

—¡Revoquemos la impresión!

La impresión fue revocada.

El golpe era terrible.

Desde el momento en que la Convención no aceptaba las acusaciones de bribonería, de traición, de conspiración, presentadas por Robespierre contra los comités y los representantes del pueblo en servicio, la Cámara acusaba a Robespierre de calumnias contra los representantes del pueblo y los comités.

Era a los jacobinos a los que Robespierre contaba con tomar su revancha. Esta sociedad, que le debía su fundación, su fuerza y su esplendor, era su pilar de bronce.

Decidí asistir a la sesión. Me había advertido que únicamente encontraría a Tallien en su casa a medianoche.

Me envolví con un manto de mujer del pueblo que me prestó madame Condorcet.

Se asfixiaba uno en la especie de cueva donde los jacobinos celebraban su sesión.

La Comuna estaba advertida del golpe que había recibido su héroe; se veía pasar a Henriot borracho, tambaleante sobre su caballo, como le ocurría en las grandes ocasiones. Daba órdenes para que la guardia nacional tomase las armas al día siguiente.

Hacia las nueve, Robespierre entró en medio de las aclamaciones generales. Su cabeza pálida, se enderezó sobre sus hombros, sus ojos verdes se iluminaron. Subió a la tribuna llevando, para leérsela a los jacobinos, su apología, que ya había leído a la Convención. Pero Robespierre no se cansaba nunca de leer sus discursos. Fue escuchado con la religión que sienten los apóstoles hacia su dios, aplaudido con entusiasmo.

Cuando terminó, cuando la triple salva de aplausos se extinguió:

—Ciudadanos —dijo—, éste es mi testamento. Os dejo mi recuerdo, que habéis de defender vosotros. Si he de beber la cicuta, me veréis tranquilo.

—La beberé contigo —gritó David.

—Todos, la beberemos todos —gritaron los asistentes, echándose los unos en los brazos de los otros.

Y todo eran lágrimas y sollozos.

El entusiasmo llegó al frenesí.

Couthon subió a la tribuna y pidió que se suprimiese de la Convención a los que habían votado en contra de que se imprimiese el discurso de Robespierre.

Los jacobinos votaron como un solo hombre.

No se daban cuenta de que, habiendo sido votado por la mayoría la no impresión del discurso, acababan de votar la destitución de la mayoría de la Cámara.

Los ardientes partidarios de Robespierre rodearon a su apóstol.

Una sola palabra de él y harían un segundo 31 de mayo.

Robespierre, presionado, rodeado, dijo estas palabras:

—¡Pues bien!, intentadlo, liberad a la Convención, separad a los buenos de los malos.

En este momento se oyó un gran rumor en la parte más sombría de la sala. Los jacobinos acababan de descubrir entre ellos a Collot-d’Herbois y Billaud, los dos grandes enemigos de Robespierre, que habían oído todo lo que se había dicho contra la Convención, así como la autorización dada por Robespierre a sus incondicionales para separar a los buenos de los malos.

Se oyeron gritos de muerte contra ellos, y se vieron en alto los cuchillos.

Algunos jacobinos, que no querían que la sala se manchase de sangre, los rodearon, los protegieron, les ayudaron a huir.

El presidente dio por terminada la sesión.

Los dos partidos no disponían de demasiado tiempo para prepararse para la lucha del día siguiente.

Yo salí con el público. Eran más de las once de la noche. Era por tanto el momento de encontrar a Tallien en su casa.

Yo estaba detrás de Robespierre.

Robespierre salía con Coffinhal. El carpintero Duplay pasaba a su lado.

Se hablaba de la sesión del día siguiente. El triunfo de los jacobinos no conseguía tranquilizar completamente a los amigos de Robespierre.

—Nada espero de la montaña —decía éste—; pero la mayoría es joven, la masa de la Convención me escuchará.

La mujer de Duplay y sus dos hijas esperaban a Robespierre en la puerta de la calle. Al verlo, corrieron hacia él. Él las tranquilizó. Juntos entraron en la avenida que conducía a la casa del carpintero. Entraron en la casa.

Yo volví sobre mis pasos; la curiosidad me había llevado detrás de este hombre, y volví a la calle de Saint Honoré yendo esta vez por el lado del Palais de l’Egalité.

Aunque era tarde las calles no estaban desiertas. Una fiebre ardiente corría por las venas de la capital. Unos salían misteriosamente de sus casas; otros entraban en ellas con no menos misterio; se cambiaban palabras de acera a acera, y señas de ventana a ventana; cuando llegué al final de la calle de la Ferronerie, tomé la calle del Temple y llegué a la calle de la Perle.

La calle estaba mal iluminada; casi no podía leer los números de las casas. Sin embargo me pareció encontrarme delante del número 460.

Pero dudé en llamar a la puerta de una entrada tan estrecha que parecía que era la única de esta casa sombría, en la fachada de la cual no se vislumbraba ninguna luz.

De repente, se abrió la puerta y apareció un hombre vestido con una carmañola y armado con un gran palo.

Sentí miedo y di un paso atrás.

—¿Qué quieres, ciudadana? —preguntó el hombre golpeando el suelo con el palo.

—Quiero hablar con el ciudadano Tallien.

—¿De dónde vienes?

—De la prisión de los Carmelitas.

—¿De parte de quién vienes?

—De parte de la ciudadana Teresa Cabarrus.

El hombre se sobresaltó.

—¿Es verdad lo que dices? —preguntó.

—Llévame ante él y lo verás.

—Ven.

El hombre abrió la puerta. Entré en la avenida. Iba delante de mí, subió por una escalera escasamente iluminada.

Ya en los primeros escalones oí el ruido de muchas voces que parecían discutir.

La discusión era violenta, y a medida que subía los escalones, las palabras se iban haciendo más claras.

Oía los nombres de Robespierre, de Couthon, de Saint-Just, de Henriot.

Las voces provenían del segundo piso.

El hombre del palo se paró ante una puerta y la abrió.

Un haz de luz invadió la escalera, pero al verme, cesó la discusión; todas las voces enmudecieron.

—¿Qué pasa? —preguntó Tallien.

—Una mujer que viene de los Carmelitas —dijo mi guía—, y que trae, según dice ella, noticias de la ciudadana Teresa Cabarrus.

—¡Que entre! —dijo Tallien.

El hombre del palo desapareció. Dejé caer mi manto en la rampa de la escalera, y entré en la habitación, donde todos mantenían la posición en que los sorprendí.

—¿Cuál de vosotros es el ciudadano Tallien? —pregunté.

—Yo —respondió el más joven de todos.

Me dirigí hacia él:

—Acabo de dejar a la ciudadana Teresa Cabarrus. «Lleva este rizo de cabellos y este puñal a Tallien, y dile que he sido citada ante el tribunal revolucionario para pasado mañana, y que si Robespierre no muere antes de veinticuatro horas, Tallien es un cobarde».

Tallien se apresuró a coger el rizo y el puñal. Besó el rizo de cabello y, levantando el puñal, dijo:

—Lo habéis oído, ciudadanos; sois libres de acusar o no mañana a Robespierre; pero si no lo acusáis, lo apuñalaré yo y para mí solo será la gloria de haber librado a la nación de Francia de su tirano.

Como un solo hombre, todos los presentes pusieron su mano sobre el puñal de Teresa Cabarrus.

—Juramos —dijeron— que mañana o moriremos, o Francia será libre.

Entonces, Tallien volvióse hacia mí:

—Si quieres ver algo tan grande como la caída de Apius o la muerte del César, ven a la sesión de mañana, jovencita, y podrás irle a contar a Teresa lo que has visto…

—Sí; pero si queréis triunfar —dijo una voz—, no entréis en discusiones, no le concedáis la palabra. «La muerte, pero sin palabras».

—Bien, Sieyés —gritaron los demás—; eres un hombre de buen criterio y se seguirá tu consejo.