Capítulo XVI
Jacques la levantó.
—Dudaba en veros —dijo.
—¿Por qué? —preguntó Eva, levantando sus ojos claros hacia el doctor.
—Temía —contestó éste— que vuestra entrevista con Monsieur Didier os hubiese impresionado demasiado.
—¡Oh! —dijo Eva—, me habíais desacostumbrado a las cosas crueles, Jacques. ¿Pensáis que la impresión es menos violenta porque no estallo en sollozos, porque no caigo a vuestros pies?… Os equivocáis, amigo mío. Si me habéis encontrado de rodillas es porque no quise esperaros sentada y no tenía la fuerza suficiente para esperaros de pie. Además, no estaba ya prevenida, no soy yo la que os dije: Ecce Ancilla Domini. Si os casáis, no me alejéis de vos por esa causa. El párroco ha venido a anunciarme vuestra boda, pero me ha dicho al mismo tiempo que me guardaríais como a una hermana y como a una amiga. No esperaba tanto, me habéis hablado de expiación; hasta ahora, Jacques, no he expiado nada, no he hecho más que seguir los deseos de vuestra voluntad por el camino que yo hubiese tenido que andar sola. Habéis empleado una parte de mi fortuna en obras de caridad, es lo que yo hubiese hecho; ningún gran dolor que pueda compensar el que yo os causé ha alcanzado realmente mi corazón. Empiezo a partir de hoy a andar por entre pinchos y espinas, sobre piedras punzantes. ¿Pero qué os dije? Que no os daríais cuenta de mis sufrimientos, puesto que tendría demasiado miedo de cansaros si me dejase llevar por mi dolor, por mis lamentos y mis sollozos. Os agradezco haber elegido a un hombre de paz y de perdón para anunciarme esta noticia; pero en cuanto me dirigió la primera palabra lo adiviné todo, lo comprendí todo, y os di las gracias desde el fondo de mi corazón por haberme dedicado esta última atención inútil. Hubiese preferido saberlo todo de vuestros labios. Temíais mis lágrimas, dudabais que pudiese contener mis gemidos, creíais que iba a haceros reproches, no tengo nada que reprocharos. ¡No!, os hubiese escuchado con la misma voluntad y la misma sonrisa que tengo sobre mis labios al escucharos en este momento. Lo he prometido, amigo mío, y llegaré hasta el final.
—Gracias, Eva —dijo Jacques.
Le cogió la mano y se la besó.
Pero apenas sus labios rozaron la mano de la joven, cuando ésta lanzó un grito, empalideció como una muerta y cayó desvanecida sobre una silla.
Tenía suficientes fuerzas para soportar el dolor, pero no para una caricia.
Jacques aprovechó que estaba con los ojos cerrados para mirarla con una inconmensurable expresión de amor. Poco le faltó, puesto que sus brazos se abrieron, para que no la cogiese entre sus brazos y la estrechase contra su corazón.
Pero él también tenía una fuerte voluntad y había jurado llegar al final.
Sacó un frasco de su bolsillo y se lo hizo respirar.
Por muy dolorosa que fuese su herida la acompañaba su bálsamo. Eva volvió a abrir los ojos. Sus labios no pronunciaron ni una palabra, pero un doble reguero de lágrimas rodó por sus mejillas y musitó:
—¡Oh, qué feliz soy! ¿Qué ha ocurrido?
—Os dejo sola Eva, acordaos, no lo olvidéis.
Salió.
Eva y Jacques no se vieron hasta la hora de la cena y no hablaron más del asunto que había conducido a Monsieur Didier a Argenton. Únicamente el círculo de bistre que se había formado alrededor de los ojos de Eva se agrandaba. Su palidez se volvía más mate, y dos o tres veces Jacques Mérey fue de puntillas a escuchar a su puerta y la oyó llorar.
Entonces él mismo quiso llevar la conversación sobre este asunto. Aparentó nerviosismo ante Eva, balbució algunas palabras que no acabó como si temiese causarle un daño demasiado grande y preguntarle algo más allá de sus fuerzas; fue ella quien vino a adelantarse a sus deseos.
Una noche en la que parecía más inquieto que de costumbre, ella se arrodilló ante él y, cogiéndole las manos:
—Amigo mío —le dijo—, tenéis algo que decirme y no os atrevéis. Veamos, hablad, decidme todo, aunque fuese mi sentencia de muerte. Ya lo sabéis, todo lo que sale de vuestros labios me es querido.
—Eva —dijo Jacques—, tendremos que separarnos por algunos días.
Se sobresaltó y sonrió tristemente.
—Jacques —dijo—, nuestra verdadera separación data desde el día en que dejasteis de amarme, y…
—Y sin embargo —continuó Jacques—, si lo deseaseis no nos separaríamos más, ni aun por esos pocos días.
—¿Cómo? —dijo vivamente.
—Voy a París a hacer algunas compras; la «persona» es huérfana, no tiene parientes que puedan guiarme en las cosas que son agradables a una mujer.
—Bien, Jacques —dijo Eva con el corazón lleno de sollozos, pero dominando su emoción—, ¿para qué estoy aquí?
—El hecho es, Eva, que si quisieseis acompañarme en este viaje, me haríais un gran favor.
—Ya está. Salgamos; cuanto más me hagáis sufrir, Jacques, antes Dios y vos me perdonaréis.
—Pero —contestó Jacques rápidamente—, ¡si este sacrificio supera vuestras fuerzas!
—No hay más que una sola cosa que supere mis fuerzas: es el dejar de amaros.
—¡Eva!
—Perdón, de todas las promesas que os he hecho, ésta es la más difícil de mantener. Debéis ser indulgente conmigo sobre esta cuestión. ¿Cuándo nos vamos?
—Mañana por la noche, si lo deseáis.
—Mi voluntad es la vuestra; mañana por la noche estaré lista.
Jacques mandó reservar las tres plazas de la diligencia y al día siguiente por la noche, después de haber echado una ojeada durante el día al castillo de Chazelay y a la casa del bosque Joseph, dispuesta a recibir a sus amos, partió con Eva a París.
En esa época todavía se tardaban dos días en ir de Argenton a París.
Jacques llegó a las siete de la tarde.
Era entre el quince y el veinte de junio, es decir, en los más bellos días del año; había luz como en pleno mediodía. Jacques llamó a un coche, hizo subir a Eva, subió detrás y dijo al cochero:
—Hotel de Nantes.
Eva se sobresaltó, miró a Jacques de una forma que quería decirle: «¡No me ahorráis ningún dolor!».
Jacques pareció no darse cuenta de esta mirada, pero le cogió la mano, se la apretó cordialmente diciéndole:
—Eva, sois una buena persona; se puede confiar en vuestra palabra como en la de un hombre.
A pesar de los esfuerzos que Eva hacía para dominarse a medida que se acercaba al hotel, esa especie de sobresalto que había tenido al oír dar esa dirección, se transformó en un temblor que no podía controlar.
Jacques pidió las dos habitaciones que ya habían ocupado. Estaban libres.
Al pie de la escalera las piernas de Eva le negaron su apoyo. Como ya había hecho una vez, Jacques la tomó en sus brazos y la llevó hasta el entresuelo.
—¡Oh, aquí —dijo ella entrando en la habitación—, aquí fui muy feliz! Creí morir.
Y fue a sentarse encima de la cama, las manos sobre sus rodillas, la cabeza baja, los ojos llenos de lágrimas.
—Perdonadme —dijo a Jacques—. ¿Por qué me habéis traído aquí?
—Porque es el hotel al que siempre vengo —respondió Jacques—, y ya tengo mis costumbres.
—¿Por nada más? —preguntó Eva—. ¿No ha sido por hacerme sufrir?
—¿Por qué decís esto, Eva? Estas habitaciones no son más que habitaciones. ¿Qué queda de lo que aquí ha ocurrido?
—Tenéis razón, Jacques, pero no podéis impedir que yo lo recuerde. Un gran fuego ardía en la chimenea. La alfombra estaba completamente empañada. Por todos lados había ropas rasgadas. No me amabais, pero al menos no me odiabais.
—Nunca os he odiado, Eva; os he llorado, los reproches que os he hecho me los hacía a mí mismo, he cuidado demasiado la admirable perfección de vuestro cuerpo. No he desarrollado las fuerzas de vuestra alma. Ésta es mi culpa, mi culpa, mi gran culpa. Pero no pensemos más en esto. ¿Qué queréis hacer esta tarde? ¿Queréis salir, queréis quedaros en esta habitación mirando como pasa la gente?
—Quiero quedarme en esta habitación —dijo Eva— mirando mi alma. No temáis que me aburra; está poblada de recuerdos para siglos. Pero ya está bien, Jacques, os estoy fatigando y se me parte el corazón. ¿Habéis tomado las medidas de las cosas que deseáis encargar?
—No, pero intentaré encontrar a una persona que sea más o menos de su talla.
—Si tuviera la suerte de parecerme en algo a esa feliz persona, os diría: «Estoy a vuestra disposición». Seros de alguna utilidad sería para mí una gran alegría.
Jacques miró a Eva como si sólo pensara en esa posibilidad.
—¡Ah, a fe mía! —dijo—, sois exactamente de la misma talla, estoy seguro que vuestras medidas le irían admirablemente a ella.
—Disponed de mí, Jacques; ¿no soy algo que os pertenece y de lo que podéis hacer uso como queráis?
—Pues bien, mañana citaré a las modistas, a las costureras y a los comerciantes de chales y de telas.
Al día siguiente Jacques salió muy de mañana, pidiendo a Eva que estuviese preparada para las nueve. Volvió a las ocho y media, se hizo servir el desayuno y fue todo lo alegre y amable que pudo con Eva, en cuyas habitaciones los comerciantes de modas, las modistas, las costureras empezaron a llegar hacia las diez.
Entonces, con el corazón apretado, pero con la sonrisa en los labios, Eva eligió telas para los vestidos, modelos de sombreros, cachemires, después vinieron los detalles de las peinadoras, de las enaguas, de todo ese mundo femenino, como dice Juvenal.
Después llegó su turno a las alhajas, anillos, collares, relojes, peinetas; después se pasó a los guantes, que compraron por docenas; a la lencería que Jacques recomendó a Eva que eligiera lo más bello posible, y Eva, con un vestido de primavera, sin una sola alhaja en los dedos ni en el cuello, con uno de esos gorros que llevan las mujeres por la mañana, eligió alhajas por valor de unos diez mil francos, chales por veinte mil, lencería por doce o quince mil, sin manifestar un solo instante tristeza o envidia al ver que iban a ser para otra todos estos tesoros de toilette.
La tarde se empleó en los mismos detalles de una toilette femenina elegante en extremo: medias de seda, enaguas, puntillas, etcétera. Tuvo que armonizar todo esto con la blancura de la tez, con el color de los ojos, con el matiz de los cabellos.
En este sentido, Jacques la proveyó de todos los datos con tal exactitud que oprimía cada vez más el corazón de Eva, porque demostraba el recuerdo fiel que él tenía de la persona para la que había hecho todas estas compras, y Eva, estaba claro, tenía prisa por dejar París; pero era imposible que todas estas toilettes fueran entregadas antes de tres o cuatro días.
Eva permaneció en su habitación del hotel de Nantes.
Todo estuvo listo al tercer día. Jacques pidió cajas.
—¿Adónde lleváis todo esto? —preguntó Eva.
—A provincias —respondió Jacques.
—¿No os vais a casar aquí? —preguntó la joven titubeando.
—No, me caso en Argenton.
—¿Viviréis… en Argenton? —articuló Eva.
—De cuando en cuando —respondió Jacques—. Pero tenemos una casa de campo para el verano y una casa en París para el invierno.
—¿Se me permitirá quedarme en Argenton —preguntó Eva—, en la habitación de nuestra pequeña casa?
Y al decir «nuestra pequeña casa», se le saltaron las lágrimas a su pesar.
—Podéis quedaros donde queráis, buena Eva —le dijo Jacques.
—¡Oh!, bien oculta, pero cerca de vos.
—Estad tranquila —dijo Jacques.
Al día siguiente se marcharon a Argenton, con un canastillo de bodas, que hubiera hecho feliz a una princesa.