IV

Decididamente fui maldita antes de mi nacimiento, y la maldición que por un momento alejaste, vuelve sobre mí con mayor fuerza.

Llego a París. Me hospedo en el mismo hotel de la diligencia. Dejo mis maletas en mi habitación. Corro a la Convención y me precipito en una de sus tribunas, te busco con la mirada entre los diputados, no te encuentro, pregunto dónde están los girondinos. Me señalan unos bancos vacíos.

—Aquí estaban —me dijeron.

—¿Estaban?…

—¡Arrestados! ¡Presos! ¡Fugitivos!

Bajo con intención de preguntar a algún diputado cuya fisonomía me inspire confianza. Me cruzo con un representante en el corredor, en el mismo instante una voz llama:

—¡Camille!

Se vuelve.

—Ciudadano —le digo—, acaban de llamaros Camille.

—Sí, ciudadana, es mi nombre de pila.

—¿Seréis por casualidad el ciudadano Camille Desmoulins?

—Estaría encantado si pudiese seros útil.

—¿Conocisteis al representante Jacques Mérey? —le pregunté vivamente.

—Aunque fuese de un partido opuesto al mío, éramos amigos.

—¿Podéis decirme dónde se halla?

—¿Sabéis si está arrestado o en fuga?

—Hace diez minutos ni siquiera sabía que era proscrito. Llego de Viena. Soy su prometida. Le amo.

—¡Mi pobre niña! ¿Habéis estado en su casa?

—Nos separamos hace ocho meses durante los cuales no hemos tenido noticias el uno del otro. No sé dónde vivía.

—Yo lo sé. ¿Querréis darme vuestro brazo? Iremos a su hotel, quizás el propietario pueda darnos alguna información; al menos podrá decirnos si fue arrestado en su casa.

—¡Me salváis la vida! Vayamos.

Tomé el brazo de Camille, atravesamos la plaza del Carrusel y entramos en el hotel de Nantes.

Camille Desmoulins se dio a conocer, preguntamos por el propietario, nos introdujeron en un pequeño gabinete, cuya puerta el propietario cerró con cuidado.

—Ciudadano —dijo Camille—, hospedabas aquí a un diputado amigo mío y prometido de la ciudadana.

—El ciudadano Jacques Mérey —dije prontamente.

—Sí, estaba en el entresuelo, pero desde el 2 de junio ha desaparecido.

—Escucha —dijo Desmoulins—, no somos de la policía, ni de la Comuna, ni partidarios del ciudadano Marat, por lo tanto puedes tener confianza en nosotros.

—Lo haría con gusto, pero ignoro qué ha sido del ciudadano Mérey. La noche del 2 de junio un gendarme vino a arrestarlo, viendo que no estaba se quedó en su habitación esperándole durante todo el día de anteayer; cuando se dio cuenta de que era una espera inútil, se marchó.

—¿Desde cuándo no habéis vuelto a ver a Jacques Mérey?

—Desde el día 2 por la mañana. Salió, como de costumbre, para dirigirse a la Convención nacional.

—Le vi sentado en su banco hasta las cuatro —dijo Camille.

—¿No fue a vuestra casa? —preguntó Eva.

—No he vuelto a verle.

—De creeros —dijo Eva—, deberíamos pensar que marchó sin pagaros, y ello es poco probable.

—El ciudadano Jacques Mérey pagaba todos los días el importe del alojamiento con un día de anticipación, previendo precisamente el momento en el que tuviese que huir sin perder ni un minuto.

—Un hombre que toma semejantes precauciones —dijo Camille—, no las toma para dejarse arrestar. Seguramente se ha dirigido hacia Caen con los demás proscritos.

—¿Con qué amigos de la Gironde estaba especialmente ligado?

—Con Vergniaud —dijo el dueño del hotel—. Es quien venía a visitarle más a menudo.

—Vergniaud debe haber sido arrestado —dijo Camille—. Es demasiado perezoso para haber intentado una fuga.

—¿Cómo podríamos asegurarnos de si está o no arrestado?

—Es muy fácil —dijo Camille.

—¿Cómo?

—Julie Candeille debe saberlo.

—¿Quién es Julie Candeille?

—Es una encantadora actriz del Teatro de Francia que hizo La bella granjera con Vergniaud.

—Pero seguramente mademoiselle Julie Candeille temerá comprometerse.

—¡Hija mía!, se dejaría matar por él.

—Pero, ¿comprometería a Vergniaud?

—Únicamente le preguntaré: ¿está o no arrestado? Ella contestará «sí» o «no». No veo en qué puede comprometerle.

—Vayamos a casa de mademoiselle Candeille.

El propietario del hotel llamó a un fiacre, subimos y Camille le dio la dirección de la actriz. Cinco minutos después llegábamos ante el número doce de la calle Bourbon—Villeneuve.

—¿Subís conmigo —preguntó Camille—, o preferís esperarme aquí? Por muy rápido que sea, el tiempo os parecerá largo.

—Subo con vos. ¿Pero no le inquietará mi presencia?

—Me esperaréis en la antecámara —dijo Camille—. Si tardo demasiado, cometeréis la inconveniencia de entrar.

Subimos por una elegante escalera. Camille llamó. La doncella abrió.

—¡Oh! —exclamó, antes de que Camille le hubiese dirigido la palabra—. La señorita ha prohibido que la llamen; ya ha avisado al teatro diciendo que no actuará más. La señorita no puede recibir.

—Mi bella Marton —dijo Camille sin preocuparse por la respuesta—, decid simplemente a la señorita Candeille: «El ciudadano Camille».

La doncella entró y casi inmediatamente se oyeron estas palabras:

—¡Oh!, si es Camille, que pase, que pase.

Camille me hizo una seña y pasó a las habitaciones de mademoiselle Candeille. Cinco minutos más tarde me llamaron.

Estaba en la cama, con los ojos enrojecidos por las lágrimas. Pero como la coquetería conserva siempre sus derechos sobre la mujer, llevaba un négligé encantador.

En ningún momento las facilidades y ventajas para el llanto tuvieron mejor encuentro.

—Señorita —me dijo la bella actriz—, veo que padecemos los mismos temores y que el sufrimiento nos hace como hermanas; aunque soy muy desgraciada, si pudiese serviros de ayuda, calmaría en algo mis penas.

Con un gesto me indicó que me sentase sobre la cama.

Así lo hice y me cogió las dos manos.

—Y ahora, hablad —me dijo.

—Desgraciadamente sólo tengo una cosa que preguntaros. Parece ser que el hombre que amo tenía amistad con el que amáis. ¿Han sido arrestados juntos, han huido juntos, dándome noticias de uno, podréis dármelas del otro? El hombre que amo se llama Jacques Mérey.

—Lo conozco, señora, me fue presentado por Vergniaud como uno de los hombres más distinguidos del partido. El 1.º de junio, es decir, hace cuatro días, asistió a la última asamblea en la que los girondinos decidieron retirarse a provincias y levantar los departamentos.

—¿Creéis que Jacques haya adoptado esa decisión? En ese caso estoy casi segura de que podría encontrarle.

—No lo creo, puesto que no era del mismo parecer. Declaró que no se creía con derechos de ser en el exterior un aliado de Austria, y en el interior de la Vendée. Vergniaud era de la misma opinión.

—¿Y desde entonces no habéis tenido más noticias?

—Ninguna. De un momento a otro espero saber que Vergniaud ha sido arrestado.

Mademoiselle Candeille llevó a sus ojos, de donde corrían verdaderas lágrimas, un pañuelo de batista bordado y perfumado.

—Por lo que aquí se ha dicho y por lo que veo —dijo Camille Desmoulins—, deduzco que lo más conveniente sería que la señorita —me señaló con la mirada— se alojase en algún sitio retirado, lejos de miradas indiscretas. Como hija de un emigrante y prometida de un girondino su presencia en París no está exenta de peligro y el tribunal revolucionario termina pronto con aquellos de los que sospecha, y más aún, de los que no sospecha. Mientras ella permanece en su casa, me encargaré de obtener información y Lucille o yo le llevaríamos las noticias.

Miré a mademoiselle Candeille interrogándola con la mirada.

—Creo que, en efecto es lo más razonable —dijo—. Si veo a Vergniaud, lo que dudo, no porque ignore su paradero, sino porque la policía debe tener sus ojos fijos sobre mí y ello me hace ser discreta, si logro verle, le preguntaré y si algo sé os lo comunicaré inmediatamente, mi querido Camille. Contad conmigo en la medida de mis posibilidades, mi joven y bella amiga —continuó, volviéndose hacia mí—. Por haber nacido de las lágrimas, espero que nuestra amistad sea más duradera.

Abrazándome por última vez se dejó caer sobre su almohada con un gesto lleno de gracia.

—¿Qué decidís? —preguntó Camille ya en el fiacre.

—Seguiré vuestro consejo —le respondí.

—Bien, no perdamos tiempo y pongámoslo en práctica. En la calle de Gres conozco un pequeño apartamento que os irá de maravilla. Tomad vuestro equipaje de la diligencia y vayamos a verlo.

—¿Y si no me conviene?

—Buscaremos otro y hasta que no lo hayamos encontrado no dejaremos el coche. Gracias a Dios las casas de alquiler no son precisamente lo que escasea en París.

El apartamento de la calle Gres era perfecto: dos pequeñas habitaciones y un gabinete, todo muy limpio, que daban a un patio. Me instalé inmediatamente.

Lucille vino a visitarme dos horas después para ponerse a mi disposición.

El único favor que le pedí fue que me encontrase una doncella en la que pudiese tener confianza. Ésa misma noche me envió a una aldeana de Arcis-sur-Aube, cuya madre era hermana de leche de Danton. Había venido a París para que Danton la recomendase, pero él se hallaba en Sévres completamente entregado a sus nuevos amores. El gladiador reponía fuerzas para futuras luchas.

Camille había tomado el puesto de Danton ante su paisana y me la envió.

Su nombre de pila era el de María y su apellido, del Rey, por lo tanto al llegar a París, por pura precaución, se cambiaron estos dos nombres por el de Jacinta Pommier. Estos dos inocentes nombres habían sustituido a los dos, cuyas circunstancias eran acusatorias.

Era una buena chica de la que sólo pude hacer elogios.

Algunos días después Camille vino a verme, traía noticias de Caen. Sabía que Guadet, Gensonné, Pethion, Babaroux y dos o tres proscritos más habían encontrado asilo en esa ciudad, pero Jacques Mérey no estaba con ellos.

Pasados unos días Jacinta me anunció la visita de Danton. Por fin había vuelto a París. Sabía que había sido el mejor amigo de Jacques y Camille Desmoulins me dijo incluso que le había ofrecido asilo, pero que Jacques lo rehusó.

Corrí a abrir yo misma la puerta de la habitación donde solía permanecer, y, aunque estaba advertida sobre la fealdad leonina de Danton, no pude menos de dar un paso atrás.

—Bueno —dijo riendo—, es otra de las gracias de mi rostro.

Y como yo quisiera excusarme:

—No digáis nada, estoy acostumbrado.

Tomó la silla que le ofrecía.

—¿Sabéis qué es lo que me ha hecho ateo? Mi fealdad. Me dije que si Dios tuviese algo que ver en la composición de la raza humana, aunque sólo fuese como consejero, no habría demasiada injusticia en haceros a vos, tan bella, y a mí, tan feo. Prefiero pensar que es obra de la suerte, es decir, de la materia ininteligente que produce sin ocuparse en saber cómo. ¡Y pensar que Marat es todavía más feo que yo! ¿Habéis conocido a Marat?

—No, ciudadano, jamás le vi.

—Vedlo y os aseguro que después me recibiréis sin pestañear.

—Os juro, ciudadano… —le dije enrojeciendo.

—No hablemos más de ello, hablemos de Jacques Mérey.

—¿Venía a darme noticias suyas? —exclamé cogiéndole las manos.

—¡Vaya!, parece que voy embelleciendo.

—Os lo suplico, ciudadano, decidme lo que sepáis.

—Únicamente sé que os ama como un loco y, ¡por Dios!, que no le falta razón, no hay nada mejor que el amor. Tal y como me veis estoy enamorado, enamorado de mi esposa, con la que acabo de casarme. Un ángel como vos, no tan bella como vos, pero digna de llevar con vos la cola del vestido de la Virgen. Para casarme he tenido que reconocer todo esto, la Virgen, el Espíritu Santo, Dios Padre, la Santísima Trinidad y todo el acompañamiento. Me confesé de los pies a la cabeza. Si Marat supiese esto tendría por qué cortarme el cuello, pero vos no le diréis nada y a cambio os diré que probablemente, a estas horas, suponiendo que haya conseguido cruzar la frontera, Jacques Mérey está revolviendo Viena para encontraros.

—¿Quién le dijo que yo estaba en Viena?

—Yo, Josephplatz, número once. ¿No era eso?

—¡Oh, sí, Dios mío!

—Pues bien, si hubieseis tenido la paciencia de esperarle es muy probable que a estas horas os estrechase contra su corazón.

—¡Por amor del cielo!, caballero Danton —exclamé—, poned un poco de orden en lo que decís o me volveré loca.

—Bien, no pido otra cosa. Conocéis la catástrofe del 31 de mayo.

—Habláis de la proscripción de los girondinos.

—Que realmente tuvo lugar el 2 de junio. ¿No es cierto?

—Sí.

—Desde hacía tiempo Jacques me había confesado el amor que sentía por vos y me había rogado que tratase de saber dónde os hallabais. No voy a deciros por qué medios supe vuestra dirección, que no me llegó hasta el 30 de mayo. El 2 de junio me despedí de él ofreciéndole asilo en mi casa, lo rehusó con el pretexto de que conocía otro más seguro, pero en realidad fue para no comprometerme. Pude, como último adiós, ponerle una nota en la mano: Josephplatz, 11, Viena.

—¿Partió?

—Así lo creo.

—Entonces, ¿se ha salvado?

—No confiéis demasiado en ello. La Providencia es una buena chica, pero tiene sus caprichos. En cualquier caso, no tenemos noticias suyas. Ya conocéis el proverbio: «Si no hay noticias, son buenas noticias».

—Pero… —dije titubeando.

—Hablad.

—Del mismo modo que obtuvisteis mi dirección, ¿podríais tener noticias suyas?

—Espero.

—¿Qué debo hacer?

—Lo que hacíais allí cuando estabais allí y él aquí: esperar.

—Esperar; ¡es tan larga la espera!

—¿Qué edad tenéis?

—No he cumplido los diecisiete.

—Podéis todavía esperar un año o dos, incluso tres, sin que os encuentre demasiado vieja a su vuelta.

—¿Pensáis entonces que en dos o tres años todo habrá terminado?

—¡Diablos!, cuando ya no haya nadie que guillotinar, tendrá que terminar esto, y al paso que vamos el trabajo no durará mucho.

—Pero él…

—Sí, lo comprendo, únicamente él os inquieta.

—¿Creéis que habrá logrado cruzar la frontera?

—Estamos a veinte de junio, si le hubiesen arrestado, lo sabríamos. Si se hubiese matado, y nadie se mata cuando ama, lo sabríamos también. Hay, por lo tanto, muchas probabilidades de que se encuentre en el extranjero. Voy a poner a la policía en marcha y en cuanto tenga noticias suyas volveréis a verme, a menos que…

Echóse a reír.

—Señor Danton —le dije—. ¿Permitiréis que os abraze en recompensa a las buenas noticias que me habéis traído?

—¿A mí? —dijo extrañado.

—Sí, a vos.

—¡Por mi vida!, realmente debéis amarle mucho.

Y se marchó riendo.

¡Oh, sí!, te amo, mi bienamado, y haría muchas cosas más que abrazar a Danton, para volver a verte.

Algunos días más tarde vi entrar a Danton.

—¡Pobre niña! —me dijo—, hoy no me abrazaríais.

Me quedé de pie, muda y pálida.

—¡Dios mío! —exclamé—. ¿Ha muerto?

—No, pero ha abandonado Europa. Se ha embarcado en Stettin.

—¿Para dónde? —Para América.

—Entonces, ya no corre ningún peligro.

—Excepto el de ser nombrado Presidente de los Estados Unidos.

Lancé un gran suspiro y tendí mi mano a Danton.

—Puesto que ya no tengo por qué temer por su vida —le dije—, todo va bien. Hoy no seré yo la que os abrace, sino vos.

Dos lágrimas aparecieron en sus ojos.

¡Mi bienamado Jacques, qué corazón se encierra bajo esa dura corteza!