XXIII

La Convención había logrado reunir, con grandes esfuerzos, unos ochocientos hombres en el patio del Carroussel. Los había puesto bajo las órdenes de Barras, su general. Les vimos cuando se dirigían a las Tullerías. Barras los alineaba en los muelles.

Era un joven gendarme de diecinueve años quien, la noche anterior, había arrestado a Henriot. Cuando Henriot quedó en libertad, casi fue asesinado, y había corrido al Comité de salud pública para anunciar la libertad de Henriot.

Encontró a Barreré a quien hizo saber que el general de la Comuna estaba en libertad.

—¡Cómo —le dijo Barreré—, le tenías y no le has saltado la cabeza! Debiera hacerte fusilar.

El joven lo tomó al pie de la letra. Su ambición era la de realizar durante el día alguna hazaña que le distinguiese de sus compañeros y le abriese las puertas de la carrera militar. Armado de su sable y de dos pistolas cargadas con varias balas, tomó el camino del Ayuntamiento donde estaban Robespierre, Saint-Just, Couthon, Lebas y Robespierre joven.

Cuando llegamos al muelle Le Peletier, vimos una gran multitud, que impedía toda circulación. Preguntamos qué sucedía, y nos contestan con voz asustada:

—¡Son ellos!

—¿Quiénes?

—Los diputados fuera de la ley: Robespierre, Couthon.

A estas palabras redoblamos nuestros esfuerzos para penetrar hasta el centro ocupado por la compañía de la Section de Gravilliers. En el suelo, sobre el asfalto, había dos hombres tendidos, perdiendo su sangre por terribles heridas. Uno de estos hombres estaba tan desfigurado por un pistoletazo que le había roto el maxilar, que no pudimos reconocerlo. Tuvieron que decirnos que era Robespierre.

No queríamos creerlo, hasta que mi compañero levantándole la cabeza, se volvió hacia mí y me dijo espantado:

—¡Es él!

¿Cómo pudo operarse semejante catástrofe? ¿Cómo podríamos encontrar en un riachuelo, rodeado de hombres feroces que gritaban: «¡Tiremos esta carroña al Sena!», dos hombres, cuya mirada, tres días antes, hacía temblar todo París?

—Escuchad —me dijo mi compañero—, no es el momento para jugar a los aristócratas. Estáis vestida de hombre, vamos a entrar en el cabaret más próximo, os sentaréis a una mesa. Pediré el desayuno, y mientras vos me esperáis, me deslizaré entre todos estos hombres y regresaré con la llave de este enigma que nos parece imposible. Como están ahí Couthon y Robespierre, es decir, las dos grandes cabezas del partido, no harán nada sin ellos. Si se los llevan, seguidles; siempre sabré a donde les han conducido, y me reuniré con vos.

Como lo que me proponía era lo mejor, acepté. Encontramos un pequeño cabaret. Subí al entresuelo; había una mesa próxima a la ventana y, sentada al lado de esta mesa, podía ver todo lo que sucedía en la calle.

—Id, y volved pronto —dije a mi compañero.

Se fue. Llamé al tabernero con el pretexto de entregarle la carta de nuestro desayuno, pero, en realidad, para pedirle una explicación de toda esa terrible tragedia. No sabía mucho más que nosotros. Robespierre, en el momento de su arresto, me dijo, se había dado un tiro con la intención de saltarse los sesos, pero había fallado, o mejor dicho, había alcanzado la parte baja de su cara, en lugar de la parte alta.

Otros decían que era un gendarme el que quiso arrestarle y que, como Robespierre se defendía, había tirado sobre él poniéndole fuera de combate.

Al cabo de un cuarto de hora, volvió mi compañero. Había ido a la fuente, es decir, al Ayuntamiento, y traía información exacta.

El joven gendarme que la víspera había arrestado a Henriot y al que Barreré había amenazado con fusilar por haberle dejado escapar, había decidido, como ya hemos dicho, dar un golpe de Estado, y vimos cómo iba armado con su sable y sus pistolas cargadas hacia el Ayuntamiento.

Su intención era arrestar a Robespierre.

Al llegar al Ayuntamiento, encontró la plaza de Gréve casi vacía. La mitad de los cañones de Henriot se habían vuelto hacia la Comuna, los otros abrían sus bocazas en todas direcciones; pero nada indicaba la inteligencia de la defensa o del ataque en los que así habían sido abandonados.

Había dos centinelas en la puerta de la Comuna; los jacobinos más fanáticos y obstinados estaban en la escalera.

Quisieron impedir la entrada al joven gendarme.

—Orden secreta —respondió.

A estas palabras, le dejaron paso. Alcanzó la escalinata, subió la escalera, pasa por la sala del consejo, entra en un corredor, donde hay tal cantidad de gente, que no sabe cómo hacer para pasar.

Pero allí ve a un hombre al que reconoce por pertenecer a Tallien. Es Dulac, el hombre del palo, el que me había acompañado dos noches antes. El gendarme y él intercambian unas palabras.

Llegan juntos a la puerta de la secretaría. Dulac llama varias veces; la puerta se entreabre; empuja al gendarme por la abertura, tira la puerta hacia él y mira por los cristales lo que va a suceder. En esta sala era donde estaban Robespierre y sus amigos.

El joven gendarme busca un momento con la mirada, ve a Couthon sentado en el suelo al estilo turco, Saint-Just, de pie, tamborileando contra un cristal, Lebas y Robespierre joven hablan con animación, Robespierre mayor al fondo, sentado en un sillón, los codos sobre las rodillas y la cabeza apoyada en su mano.

Apenas le ha reconocido saca su sable, corre hacia él, le pone la punta en el pecho y le grita:

—¡Ríndete, traidor!

Robespierre, que no esperaba esta agresión, se sobresalta, mira al gendarme de frente, y le dice tranquilamente:

—¡Tú eres el traidor, y voy a mandarte fusilar!

Apenas estas palabras han sido pronunciadas, se oye un tiro, el grupo sobre el que todas las miradas estaban fijas, se pierde en la humareda, y Robespierre rueda sobre el parquet.

La bala le había alcanzado en la barbilla y le había roto el maxilar inferior izquierdo. Se produce un gran revuelo y dominan los gritos de: «¡Viva la República!». Los gendarmes y granaderos que acompañaban al asesino entran violentamente en la sala. El terror se extiende entre los conjurados, que se dispersan, todos huyen, excepto Saint-Just, que se abalanza sobre Robespierre que yace en el suelo, le levanta y le vuelve a sentar en el sillón del que el tiro le hizo caer.

En este momento, vienen a decir al joven que ha originado todo este tumulto que Henriot huye por una escalera oculta.

Le quedaba todavía una pistola armada y cargada; corre a esa escalera, alcanza a uno que huye, pensando que es Henriot, tira sobre el grupo de hombres que se llevaban a Couthon; estos hombres huyen abandonando al que intentaban salvar. Los granaderos y gendarmes tiran de Couthon por los pies hasta la sala del consejo general; registran a Robespierre, le cogen su cartera y su reloj; y como creen que Robespierre y Couthon han muerto, que Robespierre está demasiado herido y Couthon es demasiado orgulloso para quejarse, los llevan fuera del Ayuntamiento, hasta el muelle Le Peletier. Allí van a tirarlos al agua, cuando Couthon, con su voz tranquila que todos los dolores que acaba de sufrir no han podido alterar:

—Un instante, ciudadanos, no estoy todavía muerto.

Entonces la cólera de los asesinos se había vuelto curiosidad; llamaban a los transeúntes, gritando:

—Venid a ver a Couthon; venid a ver a Robespierre.

Los granaderos de la sección de Gravilliers habían rodeado entonces a los dos agonizantes, el muelle se había llenado de curiosos. Fue en ese momento cuando llegamos.

Era inútil buscar otros detalles que los que me daba mi compañero; debían ser verdad y nuestra certeza se confirmó cuando vimos llevar un cadáver y algunos heridos. El cadáver era el de Lebas. En el momento en que los gendarmes invadieron la sala, en el momento en que vio caer a Robespierre herido por una bala, sacó una pistola de su bolsillo, la apoyó contra su sien y se saltó los sesos.

Robespierre joven intentó huir, creía muerto a su hermano y ya no podía darle el ejemplo de amor fraterno que le hizo solicitar el morir con él. Se había descalzado, había saltado por la ventana y anduvo durante algunos segundos, con los zapatos en la mano, por la mampara de piedra que circunda el edificio. Pero entonces, viendo la plaza del Ayuntamiento completamente abandonada, y que, alcanzando la ventana vecina, esta ventana le conduciría a una escalera, que no tenía ninguna probabilidad de huida ni de vivir, se dejó caer del segundo piso y se estrelló contra el pavimento, pero sin llegar a matarse.

Eran estos pobres despojos, cadáveres o agonizantes, que habían recogido y que, por el muelle Peletier, llevaban a la Convención, los que reunieron a Robespierre herido y Couthon agonizante.

Únicamente Saint-Just, la cabeza alta y sin heridas, seguía a sus amigos, atado al extremo de una cuerda. Robespierre era transportado sobre una tabla; el muerto y los otros heridos arrastrados en un coche tirado a mano por unos comisionados. Seguimos a este triste cortejo.

Robespierre fue depositado encima de una mesa en la sala del Comité de salud pública. Por piedad, le pusieron bajo su cabeza una caja de pino que había contenido cartuchos de municiones.

Todo el mundo decía que estaba muerto.

Por más horrible que fuese este espectáculo, como quería llevar noticias ciertas a nuestras prisioneras, logré penetrar con mi compañero en la sala de audiencia, justo en el momento en que abría los ojos. Estaba sin sombrero; sin duda él mismo se despojó de su corbata, que debía ahogarle. Su maxilar izquierdo colgaba hasta su pecho, repulsivo de sangre y enseñando sus dientes partidos. Un cirujano, al que llamaron, le curó, colocó su maxilar más o menos en su sitio, vendó su herida e hizo colocar a su lado una palangana llena de agua.

Asistí a esta cura, que debió causarle profundos dolores; no lanzó ni un grito, no profirió una sola queja; únicamente su tez había adquirido la lividez de la muerte.

Por ese lado, todo había terminado, nada había que temer.

Pensaba que lo más urgente era tranquilizar a mis dos amigas. Mi protector no tenía ya ninguna razón, en el estado en que se encontraba Robespierre, para ocultar la protección que me acordaba. No opuso, por lo tanto, ninguna dificultad en subir al coche conmigo y venir a la Forcé, donde me esperaban, como bien se comprende, con toda la impaciencia de dos corazones que no piden más que vivir y amar y que lo único que tienen es miedo de morir.

Llegamos a la cárcel hacia las once de la mañana. Los presos, sin saber exactamente lo que ocurría, tenían alguna idea y estaban en plena revuelta. Hubiese sido difícil conducirlos al patíbulo, como había sucedido la víspera. Cada uno se había fabricado un arma de lo que había podido encontrar; casi todos habían destrozado sus camas, y con los pies de las mismas hicieron una especie de porras. No se oían más que gritos y alaridos, y más que una cárcel política, aquello parecía un manicomio.

Encontré a mis dos compañeras encerradas en su celda, temblando por todo el alboroto cuya verdadera causa ignoraban, y abrazadas y apretándose la una contra la otra.

Al verme, por la felicidad que brillaba en mi rostro, juzgaron que ya no tenían nada que temer, lanzaron un grito de esperanza y se echaron en mis brazos. Pero apenas pronuncié la palabra «¡Salvadas!», cuando madame de Beauharnais cayó de rodillas, gritando «¡Mis hijos!», y Teresa se desvaneció.

Llamé en auxilio; la puerta se abrió, mi comisario acudió; traía un frasco de vinagre que hizo respirar a Teresa, que volvió en sí. Aproveché el momento para presentarles a mi compañero y decirles todos los favores que le debíamos.

—¡Ah!, señor, podéis estar tranquilo —dijo Teresa, que renunció en seguida a la apelación de «ciudadano»—; si algo somos, y si algo podemos en el gobierno que va a establecerse, no olvidaremos vuestros servicios. Eva va a darme vuestro nombre y vuestra dirección, y es Tallien quien se encargará de pagar mi deuda con vos.

No pude menos de echarme a reír.

—¿El nombre y la dirección del señor? —le dije—. Fue demasiado prudente para dármelos antes de saber cómo se desenvolverían las cosas; pero ahora, creo que ya no tiene ningún motivo para ocultarlos.

Nuestro hombre sonrió a su vez, se dirigió a una mesa en la que había tinta, papel y plumas y escribió:

«Jean Munier, comisario de Policía de la sección del Palais-Egalité».

—Ahora, mis buenas amigas —les dije—, es probable que el ciudadano Tallien corra a los Carmelitas para poneros en libertad. En los Carmelitas, no sabrán decirle donde os encontráis, sino únicamente que os sacaron de allí ayer por la mañana; creo que lo más importante es que me reúna con él y que os lo traiga lo antes posible. Debe tener un montón de cosas que decir a Teresa, que, por su parte, no se enfadará, me lo imagino, si le devuelve su puñal.

Teresa se lanzó a mi cuello.

—Voy a ir por lo tanto en su busca —continué— y no me volveréis a ver sino con él, o, si en medio de esta horrible confusión le fuera imposible venir, con vuestra orden de puesta en libertad.

Iba a salir; madame de Beauharnais se había enganchado a mi brazo y me miraba suplicante.

—¿Qué puedo hacer por vos, querida Josefina? —le pregunté.

—¡Oh! —me dijo—, mi buena Eva, tengo dos hijos. ¿No podría ver a mis hijos antes de salir de aquí? O por lo menos, ¿no podríais darles noticias mías?

—¡Oh, por Dios!, decidme dónde están y correré a verlos.

—Mi hijo Eugenio está en casa de un carpintero de la calle de l’Arbre Sec, la tercera o cuarta casa a la izquierda entrando por la calle Saint Honoré. Mi hija está casi en frente, en casa de una gran bordadora en la barrera de los Sergents. Como podrían negaros el confiároslos, puesto que no os conocen, voy a daros una nota que les tranquilice por lo menos, si es que no podéis traérmelos.

Josefina, en efecto, me puso algunas líneas que debían hacerme reconocer como una amiga del carpintero y de la bordadora donde sus dos hijos estaban de aprendices.

Como era muy probable que el ciudadano Jean Munier encontrase a Tallien antes que yo, convinimos en que se lanzase en su busca y que los esperaría a los dos en la calle Saint Honoré, en el entresuelo de madame Condorcet.

Me despedí de mis dos amigas con nuevos abrazos, cruzamos los corredores y bajamos las escaleras gritando:

—¡No más Robespierre, no más patíbulo!

Santerre, al que encontré en las gradas de la escalinata, me retuvo algunos segundos, pero le expliqué los hechos con pocas palabras.

Saltamos en nuestro coche.

La calle Saint Honoré estaba llena de gente, toda esta gente tenía un aire de fiesta y de alegría que el pueblo parisiense no había tenido desde hacía mucho tiempo. Apenas si uno podía aclararse con tanta prisa por parte de todos para preguntar las noticias y saber exactamente el desarrollo de los acontecimientos.

Mi comisario, al que en adelante podía llamar por su nombre, lo que me daba una gran facilidad para poder dialogar con él, me dejó en mi puerta y me prometió traerme a Tallien. En cuanto a hacer entrar a los dos hijos de madame de Beauharnais en la Forcé, se encargaba de ello como de un asunto fácil. Subí a mi entresuelo, no teniendo ya ninguna razón para ocultarme, abrí por consiguiente mis persianas y me asomé a la ventana. La puerta de la casa de los Duplay se había cerrado, bien porque se hubiesen llevado a las dos personas que todavía quedaban en ella, bien, porque hartas de insultos y de groseras injurias, se hubiesen encerrado en ella. No esperaba la ejecución hasta el día siguiente, oí grandes gritos del lado del Palais—Egalité, vi a la multitud empujarse, atropellarse. La cabeza y el busto de los gendarmes aparecían por encima de las cabezas de la multitud, y en las manos de estos arqueros de la muerte sus sables llameaban como la espada del ángel exterminador.

Era la abominable exhibición con la que Fouquier-Tinville y sus jueces gratificaban una vez más al público.

Los gritos «¡Aquí están!» se dejaron oír.

Y, en efecto, eran los guillotinadores que, a su vez, atropellados y malditos, iban a recibir la terrible ley del talión.