IX

—¡Oh, mi bienamado, estoy rota! ¿Cómo seguir viviendo, cómo morir? Morir me parece mucho más fácil que vivir y no es la primera vez que deseo esperarte o reunirme contigo en esa cita de la muerte de la que nadie escapa.

Tu nombre ha sido repetido diez, veinte, cien veces. Te necesitaban para redondear la cifra, veintidós cabezas. Han sustituido la tuya por la de cierto Mainvieille, conocido y célebre por los asesinatos de la Glaciére, en Avignon. Según cuentan, tú has muerto de cansancio en cualquier gruta del Jura, en compañía de Louvet, o has sido devorado por los lobos junto con Roland.

Pero para ellos has muerto, por eso no has sido juzgado con los demás.

¡Oh! ¡Si estuviese segura de que era cierto acabaría pronto con esta enfermedad del cuerpo que se llamaba vida, en beneficio del alma!

Desde hacía algún tiempo veía cómo Danton pasaba por crisis de dolor y de cólera. Siempre había esperado que el proceso contra los girondinos no se efectuase. ¿No eran ellos los que habían iniciado la Revolución? ¿No eran ellos los que habían realizado la hazaña del 10 de agosto? ¿Y, acaso no eran ellos los que habían declarado la guerra a la nobleza?

De pronto, mientras en el norte los ingleses asedian Dunkerque, los monárquicos entregan Toulon a los ingleses.

Era demasiada clemencia hacia la reina y los girondinos. ¿No acusaban a los girondinos de complicidad con la reina, y por consecuencia, con los monárquicos?

El día en que se supo en París la toma de Toulon, Robespierre, dueño de la situación, ordenó incoar dos procesos con los que nadie se había atrevido hasta entonces: contra los girondinos y contra la reina.

Cuando los prusianos entraron en Francia por Champagne, tuvo lugar la matanza de las cárceles.

Contra los monárquicos, que luchaban en el oeste en la Vendée, contra los ingleses que compraban Toulon, se oponían la cabeza de la reina y la de los veintidós girondinos. ¿Comprendes, mi bienamado? Aunque únicamente doce de tus amigos estuviesen en poder del tribunal revolucionario, y otros muertos y el resto huidos, al pueblo se le habían prometido los veintidós girondinos, y había que dárselos.

Se añadieron a la lista diputados que jamás habían jurado por la Gironde. Se propuso a Danton que entrase en el Comité de salud pública, de este modo su vida estaba a salvo. ¿Quién se atrevería a tocar a un miembro de este terrible comité?

Sin embargo, para entrar había que aceptar dos terribles condiciones:

¡La muerte de los girondinos!

¡La matanza de la Vendée!

Una noche vimos llegar a Danton más abatido que nunca.

—¡Estoy cansado de tanta carnicería de hombres! —nos dijo.

Se dirigió a su mujer.

—Prepárate para venir mañana conmigo a Arcis-sur-Aube —le dijo.

Arcis-sur-Aube era su lugar de nacimiento. Igual que Antea volvía a reponer sus fuerzas tocando su tierra natal, Danton quería pedir a la fuente de su vida su vigor perdido.

—¿Venís con nosotros? —me preguntó.

—¡Oh, no!, debéis comprender que si tengo alguna esperanza de saber algo de «él», es siguiendo paso a paso el proceso de los girondinos.

—Ninguno de los dos tenemos razón —me dijo—, yo debiera quedarme, vos deberíais partir.

Esa misma noche vino a verle Garat. ¿Recuerdas?, fue el ministro de Justicia que le siguió a él.

Le encontró enfermo, o más que enfermo, consternado.

Hizo lo posible para retenerle en París; le mostró a Robespierre aprovechándose de su ausencia y derribando a Haubert y Chaumette; cuando volviese sus amigos serían los de Robespierre y se volverían contra él, igual que los amigos de los girondinos se volvieron contra ellos.

—Tu marcha —dijo por fin—, es simplemente un suicidio, no te atreves a darte muerte, quieres morir.

—¡Quizá! —dijo Danton—. ¡Y la ruina de mi partido, la pérdida de mi influencia y la destrucción de mi popularidad! ¡Todo esto no es nada! Lo que me deprime, lo que me destroza el corazón es el hecho de no poder salvarlos. Vergniaud, que era la misma elocuencia; Phéthion, el honor; Valazé, la lealtad; Ducos y Fonfréde, la amistad.

Gruesas lágrimas caían de sus ojos.

—¡Y fui yo, yo, quien el treinta y uno de mayo dio el golpe terrible! Quería apartarlos de mi camino, no quería matarlos.

Garat dejó a su amigo sin haber obtenido nada de él.

Me quedaban Camille y Lucile, pero estaba muy lejos de sentirme ligada a ellos como a Danton y su mujer. Sentía hacia Danton esa amistad confiada y respetuosa que se siente hacia el hombre de genio. Incluso en sus debilidades, lo encuentro sublime.

Se marchó el 13 de octubre. El volcán se había apagado. ¿Volverá a encenderse? Lo dudo.

El 16, la reina moría en el patíbulo.

Su muerte no causó en París el efecto que se esperaba.

Se sabía que el general Jourdan estaba librando en Wattignies una batalla de la que dependía Francia.

El pequeño hombre del abrigo gris y calzón corto había dejado París. Se había ido con el ejército, se había puesto su uniforme de general y había luchado durante dos días.

La primera jornada se había perdido, pero con su ejército, que el enemigo creía en retirada, había atacado al enemigo y lo había vencido.

Volvió a colocarse su abrigo gris y retornó a París el 19, anunciando que el general Jourdan había conseguido una brillante victoria.

De él, ni una palabra.

Esta victoria daba una enorme fuerza a Robespierre, a quien, en un momento de debilidad, Danton cedió su puesto y que, erigido en único señor, se había convertido en gobierno.

Al día después de esta victoria, Fouquier-Tinville reunió las pruebas para instruir el proceso contra tus desgraciados amigos. Se habían tomado todas las medidas no solamente para matarlos, sino para deshonrarlos.

Su causa se vio inmediatamente después de la de un pobre miserable llamado Perrin, ladrón, condenado a galeras y a la exposición que con él se hizo en la guillotina. Tuvieron buen cuidado que entre él y los nobles girondinos no rodara ninguna cabeza; necesitaban un patíbulo frío.

Primeramente se les encarceló en la prisión de Carmes, todavía ensangrentada por las matanzas de septiembre. Se les encarceló apartados del resto de los presos. En una sola celda había dieciocho camas.

Vergniaud, que llevaba varios meses en la cárcel, no quiso pedir nada a nadie; sus ropas estaban hechas girones y, desde hacía tiempo, su dinero pasaba a manos de otro preso más pobre que él.

Su cuñado, Monsieur Alluaud, vino de Limoges y le llevó algún dinero y trajes. Obtuvo permiso para ver a Vergniaud con su hijo, un niño de diez años.

El niño, al ver a su tío tratado como un criminal, pálido y en los huesos, los cabellos ralos, la barba crecida y las ropas desgarradas, en lugar de echarse en sus brazos, se refugió entre las rodillas de su padre.

Pero Vergniaud le atrajo diciéndole:

—No tengas miedo y escúchame. Cuando seas mayor y Francia sea libre, cuando ya no se vea por las calles de París esa horrenda máquina llamada guillotina, dirás: «Cuando yo era pequeño vi a Vergniaud, el fundador de la República, en sus mejores tiempos y con su mejor traje, aquél, en que, perseguido por miserables, se preparaba para morir por la libertad de los hombres».

Pero entre todos ellos Valazé era el apóstol y el mártir del suplicio, ya que por su grado en el ejército estaba familiarizado con la muerte. Pretende que toda fe y nueva religión precisa también sangre nueva, se le notaba feliz de poder ofrecer la suya en sacrificio.

—Valazé —le dijo un día Ducos—, se te castigaría si no fuese porque ya estás condenado.

El 22 de octubre se les comunicó su acusación, el 26 comenzó el proceso.

A mediodía fueron conducidos ante el tribunal revolucionario. Cada uno de ellos tenía un gendarme a su lado.

Iba del brazo de Camille, Lucile del mío. Les vimos sentarse, uno tras otro, en el banquillo de los acusados. Eran nobles mártires sobre cuyo rostro no se veía ninguno de los signos que hacen decir: «He ahí un culpable».

Por lo menos no hubo hipocresías en el proceso. Todo el mundo vio bien claro que lo que precedía al patíbulo no era más que una forma, únicamente se trataba de matar. Los acusadores Haubert y Chaumette fueron citados como testigos. No hubo abogado para defenderlos.

Se les acusaba de cosas extrañas: los asesinatos de septiembre, que siempre quisieron castigar; se les reprochaba haber sido amigos de Lafayette, de Orleáns y Dumouriez. Sin embargo, los jueces sentían vergüenza de condenarlos por tales acusaciones y semejantes testigos.

Él proceso duró siete días y al séptimo se había avanzado menos que en el primero.

Fue necesario que interviniesen los jacobinos; una comisión dijo a la asamblea que decretase que el tercer día, aunque no era cierto, el jurado estaba suficientemente instruido.

Camille me dijo que se encontró la minuta totalmente escrita por puño y letra de Robespierre, que deseaba su muerte a cualquier precio.

El segundo día del proceso, cuando se vio claramente lo odioso de la acusación, Garat, a quien había visto en casa de Danton el día de su partida, pidió a Robespierre que salvase a los girondinos. Preparó una especie de contraproceso para pedir clemencia y se lo leyó. Contó lo que le costó a Robespierre escucharle; recubierto con su máscara, fría como un pergamino sobre la cabeza de un muerto, pero agitado por convulsiones musculares. Cuando leía determinados párrafos, se cubría los ojos con las manos para que nadie viese asomar en ellos el puñal del odio. Sin embargo, dejó que la lectura tocase su fin, y dijo:

—Me parece bien, ¿pero, qué queréis que haga? Nadie puede hacer nada. Decís que no disponen de un abogado, tampoco lo necesitan puesto que, todos ellos, lo son.

El decreto de la Convención llegó al tribunal revolucionario a las ocho de la tarde.

Gracias a este decreto, el jurado vio todo claro y consideró inútil seguir con los debates. Los jurados no hicieron más que entrar y salir en la sala de deliberación. El presidente, ¡allá su conciencia!, decretó la muerte de los veintidós girondinos.

Sentí temblar el brazo de Camille.

—¡Ay, desgraciado de mí! —dijo—. ¡Es mi libro el que los mata!

Parece ser que Camille había escrito un libro contra los girondinos.

Esta condena era tan inesperada que los asistentes apenas lo creían. Los condenados maldijeron a sus jueces. Los gendarmes estaban paralizados. Cada acusado hubiese podido desenvainar el sable de los gendarmes y matar a los jueces, sin que nadie se opusiese.

En este instante, pareció que Valazé se desvanecía y cayó sobre el parquet.

—¿Sientes miedo, Valazé? —le preguntó Brissot.

—No, me muero —le respondió.

Acababa de hundir en su corazón la punta de un compás.

Eran las once de la noche.

Pasado el momento de emoción pública, de las maldiciones de los condenados, de los inútiles cuidados prestados a Valazé, que había muerto, apretáronse unos contra otros y dijeron:

—¡Somos inocentes! ¡Viva la República!

El muerto y los vivos abandonaron el tribunal y fueron conducidos a la Conciergerie. Habían prometido informar de su suerte al resto de los detenidos. Para ello encontraron un medio bien simple: cantaron la primera estrofa de la Marseillaise, cambiando una sola palabra del cuarto verso:

¡Marchemos, hijos de la patria!

¡El día glorioso llegó ya!

Todos contra la tiranía

El «cuchillo sangrante» se levantó

Los presos esperaban y escuchaban. La palabra «cuchillo», que sustituía a «estandarte» les dio la clave.

En todas las celdas se oyeron gritos, llantos y sollozos.

Ellos no lloraban.

Una comida, enviada por un amigo, les esperaba.

Valazé, por muy muerto que estuviese, también estuvo allí. El tribunal ordenó que el cuerpo del suicida fuese reintegrado a la prisión y conducido en la misma carreta hasta el lugar de la ejecución e inhumado con ellos.

El terrible tribunal no perdonaba ni la muerte.

Dicen que es Bailleul, proscrito como ellos pero escapado y escondido en París, quien les envió esta última comida que les permitió hacer lo que los primeros cristianos, condenados al circo, llamaban la «comida libre».

Vergniaud había sido nombrado presidente de la comida, su rostro permaneció tranquilo y sonriente.

—No os extrañéis —dijo, temiendo humillar a sus amigos con su serenidad—. No dejo ni padre, ni madre, ni esposa, ni hijos. Estaba solo en la vida y voy a teneros como hermanos en la muerte.

Como nadie asistió a esa última comida, ni nadie ha sobrevivido a ella, no podría decirte cuál fue el tema de la conversación.

Sin embargo, un carcelero dijo haber oído a Ducos:

—¿Qué haremos mañana a estas horas?

—Nuestro día habrá terminado —contestó Vergniaud—, y estaremos durmiendo.

El día agonizante penetró por las rejas en la celda de los prisioneros haciendo palidecer las bujías.

—Vamos a acostarnos —dijo Ducos—, la vida vale tan poco que no merece la hora de sueño que vamos a perder.

—Velemos —dijo Lassource—, la eternidad es tan terrible que mil vidas no serían suficientes para prepararnos a ella.

A las diez, los que dormían fueron despertados por el ruido de los cerrojos; los que no dormían vieron entrar a sus ejecutores que venían a preparar sus cabezas para el cuchillo.

Uno tras otro, sonrientes y humildes, inclinaron sus cabezas bajo las tijeras y tendieron sus brazos a las cuerdas.

Se permitió a otro de los presos, el padre Lambert, que se acercase a ellos en ese momento supremo y preparase, a aquellos que lo desearan, para la muerte por medio de la religión.

Gensonné recogió un bucle de sus cabellos negros y se lo dio al sacerdote.

—Decid a mi mujer que es todo lo que puedo enviarle, pero que muero con mi pensamiento puesto en ella. Vergniaud sacó su reloj, lo abrió, y sobre la tapa de oro escribió la fecha del 30 con un alfiler, encargó al abate Lambert que lo entregase a la mujer que amaba. Probablemente a mademoiselle Candeille.

Cuando terminaron con su aseo personal, los condenados bajaron al patio de palacio. Esperaban cinco carretas, rodeadas por un enorme gentío. El día había amanecido pálido y lluvioso, uno de esos días tristones que contienen toda la desesperanza del invierno. Se había ordenado que no diesen nada a los condenados, pretendiendo minar su moral.

Eran cuatro en cada carreta, únicamente en la última eran cinco y el cadáver de Valazé. Su cabeza, movida por la marcha, caía sobre las rodillas de Vergniaud, destinado a morir en último lugar, por ser el mayor culpable, es decir, el más elocuente, el más valiente.

En el instante en que las cinco carretas salieron bajo el arco sombrío de la Conciergerie, entonaron todos a una y como una marcha fúnebre, la primera estrofa de la Marsellesa:

¡Marchemos, hijos de la patria!

Este canto elegido por ellos, ¿no tenía el doble significado del patriotismo y la lealtad? ¿No significaba que adonde quiera que os llame la patria, incluso a la muerte, hay que ir cantando?

La primera carreta dejó sus víctimas al pie del patíbulo. Se abrazaron en señal de comunión en la libertad, en la vida y en la muerte.

Subieron uno tras otro, el que subía seguía cantando como los otros.

Únicamente la pesada masa de hierro lograba ahogar sus voces.

Todos murieron como héroes. El coro disminuía a medida que la hoja caía; las filas se aclaraban, la Marsellesa continuaba.

Finalmente sólo quedó una voz para entonar el himno patriótico.

Era la de Vergniaud que, como ya te he dicho, debía morir el último.

Sus últimas palabras fueron:

¡Amor sagrado de la patria!

Todo se acabó. El silencio cayó sobre el gentío y sobre el patíbulo. El pueblo se retiró consternado. Comprendía que algo esencial para la República acababa de morir. ¿Por qué no estábamos juntos en la última carreta?