XVII
En el mundo aún había alguien que me quería: yo estaba de nuevo ligada a la vida.
Esta amistad naciente se extendió por hilos imperceptibles a mi amor por ti. Volvió a mi corazón un poco de la esperanza completamente perdida.
De cuando en cuando, dentro de mi pecho una voz sorda me decía: «¡Sí, no ha muerto!». Mis dos nuevas compañeras me pidieron que les contase mis aventuras. Mi vuelta había sido no sólo sorprendente, sino fabulosa. Como Eurídice, yo volvía del país de la muerte. Después de haberme visto en la carreta de los condenados, después de haber recibido mi última herencia, el capullo de rosa cogido de la pared de una cárcel, Teresa volvía a verme viva.
Yo había pasado por debajo de la guillotina, en lugar de pasar por ella.
Les conté todo.
Las dos eran jóvenes, las dos amaban, las dos se consumían de recuerdos, de impaciencia, de deseos de vivir. Cada vez que alguien golpeaba a la puerta, se miraban temblando, sintiendo en su corazón la angustia de la muerte.
Me escucharon con tal extrañeza, que se acercaba a la incredulidad. Yo tenía dieciséis años, era hermosa, y sin embargo estaba cansada de la vida y había deseado la muerte.
Ante la sola idea de ver cómo los condenados iban cayendo uno a uno, de oír treinta veces seguidas el ruido de la cuchilla hendiéndose en la carne, estaban a punto de caer presas de convulsiones.
A su vez, me contaron su vida.
No sé por qué me parece que estas dos mujeres son demasiado bellas y demasiado distinguidas para no ser llamadas, un día, a desempeñar un gran papel en el mundo. Por ello voy a ocuparme de ellas con algún detenimiento.
Además, si yo hubiera de morir y tú volvieras, es natural que conozcas a las dos mujeres a las que puedes preguntar los últimos secretos de mi corazón.
Además, ¿qué haría yo, si no te escribiese? Escribirte es tratar de persuadirme de que tú estás vivo aún. Me digo que no es probable, pero sí es posible que un día leas este manuscrito; en cada página verás que pienso en ti, y que no he dejado de amarte ni un solo instante.
Teresa Cabarrus es hija de un banquero español; se casó a los catorce años con el señor marqués de Fontenay.
Era un verdadero exnoble, como ahora se dice, un marqués poseído de sus blasones y su escudo de armas, que creía en la imperecibilidad de sus derechos feudales, viejo, jugador y libertino.
Desde los primeros días de su matrimonio, Teresa se dio cuenta de que se había casado mal.
Los sentimientos del marqués de Fontenay estaban en cuerpo y alma con el anterior régimen y, cuando apareció la ley sobre los sospechosos, él mismo se hizo justicia y se consideró de tal manera sospechoso, que decidió emigrar a España.
Se fue, llevándose con él a Teresa.
En Burdeos, los fugitivos se detuvieron en casa de un tío de Teresa, que llevaba, como su padre, el nombre de Cabarrus.
¿Por qué se detuvieron en Burdeos en lugar de seguir su camino?
Porque su destino era el de ser arrestados en Burdeos, y toda su existencia, tal vez, debía derivarse de este acontecimiento.
Mientras está en casa de su tío, Teresa se entera de que un capitán de barco inglés, que debía hacerse a la mar, llevando trescientos emigrados, se niega a levar anclas porque la suma de dinero que debía serle entregada, no ha sido completada. Faltan tres mil francos, los fugitivos no pueden reunidos, ni ellos mismos, ni sus amigos.
Hace tres días que viven entre la esperanza y la angustia.
Teresa, que no dispone de su fortuna, pide tres mil francos a su marido, que le dice, que, siendo él también fugitivo, no puede desprenderse de una suma tan grande. Tres mil francos en oro, en aquella época, eran una fortuna.
Se dirige a su tío, que le da una parte de la suma; vende sus alhajas por el resto y va a llevar los tres mil francos al capitán inglés, que esperaba en un mesón de la ciudad.
El capitán pregunta al dueño del mesón quién es esa bonita mujer que sale de su casa y que no ha querido dar su nombre.
El mesonero la mira mientras se aleja; no la conoce; no es de Burdeos.
El capitán cuenta a su huésped que ella acaba de entregarle los tres mil francos que él esperaba, y que va a marcharse.
Y, en efecto, paga su cuenta y se va.
El mesonero era partidario de Robespierre; corre al comité y denuncia a la ciudadana. Quisiera decir su nombre, pero no lo sabe. Sólo sabe que es muy joven y muy bella. Cuando volvía del Comité, cruza la plaza del Teatro y ve a la marquesa de Fontenay que pasea del brazo de su tío Cabarrus. Reconoce a la misteriosa mujer, cuenta su secreto a tres o cuatro amigos revolucionarios, como él, y todos se dispusieron a seguir a Teresa, gritando:
—¡Ahí la tenéis!, la que da dinero a los ingleses para salvar a los aristócratas.
Los revolucionarios se lanzan sobre ella y la arrancan de los brazos de su tío.
Parecía que iban a hacerla pedazos, sin necesidad de proceso, cuando un joven, de veinticuatro a veinticinco años, hermoso, que vestía admirablemente el traje de los diputados en misión de servicio, ve desde el balcón de su habitación lo que sucede en la calle, sale inmediatamente, atraviesa la multitud, llega a Teresa, la coge del brazo y dice:
—Soy el representante Tallien. Conozco a esta mujer. Si es culpable, ha de ser llevada ante los Tribunales; si no lo es, golpear a una mujer, y a una mujer inocente, es un doble crimen: sin contar, añade, lo que hay de cobarde en maltratar a una mujer. Y Tallien, devolviendo a Teresa al brazo de su tío Cabarrus, al que reconoce, le dice en voz baja:
—¡Huid!, no hay tiempo que perder.
Pero Tallien no había contado con el presidente del Tribunal revolucionario, Lacombe. Lacombe, que supo lo que acababa de ocurrir, ordenó la detención de la marquesa de Fontenay.
Se la detuvo cuando enganchaban los caballos al coche, para marcharse.
Al día siguiente de su detención, Tallien se presentó en la secretaría del Tribunal. ¿No había reconocido realmente Tallien a madame de Fontenay, o había simulado no reconocerla?
El amor propio de la hermosa Fontenay prefería que hubiera sido lo último.
En esa época yo no había visto jamás a Tallien: recibí, pues, acerca de él, las impresiones que quiso hacerme compartir la bella prisionera.
Sus relaciones hasta entonces con Tallien, habían sido toda una novela; ¿esta novela solamente había sido hecha por un capricho del azar, o por un cálculo de la Providencia?
El desenlace daría la razón a lo uno o a lo otro. He aquí lo que me contó Teresa y escribí a su dictado:
Madame Lebrun era entonces el pintor de moda para las mujeres; veía la naturaleza por el lado más bello y más gracioso. Y así resultaba que la más hermosa mujer era embellecida y agraciada por ella.
El marqués de Fontenay quiso tener, más para enseñar a sus amigos, que para verlo él mismo, un retrato de su mujer. La llevó a casa de madame Lebrun, que extasiada ante la belleza del modelo, se comprometió a hacer este retrato, pero con la condición de que se le concedieran tantas sesiones como pidiera.
Cuando madame Lebrun tenía, en efecto, que pintar a una mujer de belleza mediocre, una vez que la había embellecido, todo estaba terminado; el modelo no podía pedir más. Pero cuando el modelo era por sí misma una belleza perfecta, era madame Lebrun la que recibía, en lugar de dar, una lección de la naturaleza, y entonces no regateaba nada para alcanzar una reproducción perfecta del original que tenía ante sus ojos.
En este caso, madame Lebrun, en las últimas sesiones, aceptaba la opinión de todo el mundo, aunque M. de Fontenay, deseoso de tener por fin el retrato que tanto le hacían esperar, había invitado un día a algunos de sus amigos a asistir a la última, o al menos a la penúltima sesión del retrato que madame Lebrun estaba haciendo a su mujer.
Rivarol era uno de sus amigos.
Como casi todos los hombres, cuyo espíritu se acerca al genio, porque lo alcanza, Rivarol, chispeante en la conversación, perdía enormemente con la pluma en la mano, y sobrecargaba de tachaduras una letra de por sí indescifrable.
Había hecho para el librero Panckoucke el prospecto de un nuevo periódico, que éste acababa de publicar.
Los compositores y el director de la imprenta se habían extenuado con el prospecto de Rivarol, y no habían conseguido leerlo.
Tallien, que era corrector en la casa del ilustre librero, propuso llevar el prospecto a M. Rivarol, leerlo con él, y después de esta especie de traducción, llevarlo de nuevo, para que lo compusieran.
Como consecuencia de ello se había presentado en casa de Rivarol, había insistido en verlo y había conseguido de un sirviente la confidencia de que estaba en casa de madame Lebrun, es decir, en la casa de al lado.
Tallien se presentó, encontró la puerta abierta, en vano buscó a alguien que lo anunciara, oyó hablar en el taller y, utilizando el privilegio que empezaba a poner a todas las clases a la misma altura, abrió la puerta y entró.
Tallien, como era hombre de espíritu, hizo tres movimientos perfectamente distinguidos y perfectamente apreciables: el primero de respeto, para madame Lebrun, el segundo de admiración, para madame Fontenay; el tercero de condescendencia ante el hombre de espíritu y de reputación, para Rivarol.
Después, volviéndose hacia madame Lebrun con mucha soltura y gracia, le dijo:
—Madame, tengo mucha urgencia en consultar con M. Rivarol acerca de unas obras… M. de Rivarol es muy difícil de encontrar en su casa. Me han enviado a la vuestra, y me he atrevido, tanto por el deseo de conocer a una célebre pintora como por la necesidad de encontrar a M. Rivarol, me he atrevido a cometer esta indiscreción.
Tallien tenía apenas veinte años en esta época. También él, como Teresa, estaba en la flor de la juventud y de la belleza; largos cabellos negros, rizados naturalmente, que se separaban en la frente, enmarcaban una cara iluminada por dos ojos magníficos en los que brillaba el germen de todas las ambiciones.
Madame Lebrun, admiradora de la belleza, como hemos dicho, saludó a Tallien y tendiendo la mano hacia Rivarol, dijo:
—Estáis en vuestra casa, aquí tenéis al que buscáis.
Rivarol, un poco herido por el juicio hecho a su escritura, quiso tratar a Tallien como a un pequeño director de imprenta. Pero Tallien, conocedor del latín y del griego, hizo notar con mucho espíritu dos faltas cometidas por Rivarol, una en la lengua de Cicerón, la otra en la de Demóstenes. Rivarol, que había creído poder hacer reír a expensas de Tallien, comprendió que Tallien había hecho reír a sus expensas y se calló.
Iba a retirarse Tallien, cuando madame Lebrun lo detuvo.
—Señor —le dijo—, acabáis de señalar tan bien a M. Rivarol dos errores de lenguaje, que no dudo habréis estudiado a Apeles y a Fidias, como yo he estudiado a Cicerón y a Demóstenes. No sois adulador, y eso es lo que necesito, porque todos los que me rodean, ante cualquier cosa que yo pueda decirles, sólo se han ocupado de ocultar los defectos de mis obras.
Tallien se acercó con desenvoltura, como aceptando la función de juez que le era encomendada.
Después miró despacio el retrato, y despacio el original.
—Señora —dijo al fin—, os ocurre lo que sucede a los pintores de mayor talento, a los Van Dyck, a los Velázquez, a los Rafael, incluso. Cuantas veces el arte puede alcanzar a la naturaleza, triunfa el arte; pero cuando la naturaleza sobrepasa lo que el arte consigue, es el arte el vencido. No creo que quede nada por hacer, jamás conseguiríais la perfección del original; pero podríais colocar la cabeza sobre un fondo más oscuro, que le daría todo su valor. Con esta ligera corrección, creo, señora, que podéis entregar el retrato a la persona que representa. Siempre que esté lejos de ella, el retrato será perfecto; solamente, si lo retocáis, si empleáis cualquier artificio artístico para lograr un mayor parecido, lo perjudicará.
Habían pasado dos años. Tallien había progresado, era secretario particular de Alejandro de Lameth.
Una tarde que la marquesa de Fontenay había comido en casa de su amiga, madame de Lameth, Tallien, sin duda, con el fin de ver otra vez a aquélla cuya imagen había quedado profundamente marcada en su pecho, cogió unas cartas y fue a preguntar si estaba allí M. Alejandro de Lameth.
Las dos damas tomaban el fresco en una terraza, adornada con macizos de flores.
—Alejandro no está —dijo la condesa—, pero yo iba a llamar para que cortaran para madame de Fontenay esta rama de rosal cuajada de rosas blancas; no sois un criado, M. Tallien, pero a título de favor os pido que cortéis esta rama.
Tallien la partió con sus dedos y la ofreció a la condesa.
—No era para mí para quien yo os pedí estas flores —dijo madame de Lameth—, pero puesto que habéis hecho el esfuerzo de partir la rama, tened cuando menos el placer de ofrecérsela a la que iba destinada.
Tallien se acercó a madame de Fontenay, y, ofreciéndole la rama, cortó con la punta de los dedos una de las rosas, que cayó en las rodillas de la marquesa.
La marquesa comprendió todos los deseos que había en los ojos del joven, cogió la rosa y se la dio.
Tallien se inclinó, lleno de dicha y se marchó.
Madame de Fontenay estaba en el derecho de creer, cuando le anunciaron en su prisión de Burdeos que el procónsul Tallien quería hablar con ella, que el procónsul la había reconocido, y que disimulaba al no reconocerla.