XII

Lo primero que hice al despertarme fue contar el dinero que me quedaba.

Ciento diez francos en plata, treinta o cuarenta mil en billetes. Ello no cambiaba nada, puesto que un pan que costaba doce céntimos en plata, costaba ochenta francos en billetes.

Debía un mes a Jacinta, le pagué ese mes y dos más por adelantado, en total, setenta y cinco francos.

Me quedaban treinta y cinco.

No dije nada a la pobre chica sobre mi decisión y reemprendí mi vida de costumbre. Desgraciadamente nadie vivía como de costumbre. No nos encontrábamos en la noche eterna, pero sí en el crepúsculo que lleva a ella. Era el año 1793 un volcán y su llama una luz.

En aquella época se vivía y se moría, ahora se agoniza.

Escuché gritos en la calle. Anunciaban el Ami du Peuple.

El amigo del pueblo había muerto.

Gritaba el Père Duchesne.

El padre Duchesne ha muerto.

Gritaban el Vieux Cordelier.

El viejo zapatero ha muerto.

Decían: «Pasa Danton», y corrían para verle.

Hoy dicen: «Pasa Robespierre», y las puertas se cierran para no verle.

Le he visto por primera vez y le reconocí inmediatamente.

He ido al cementerio Monceaux, no diré a rezar sobre las tumbas de Danton, Camille Desmoulins y Lucile, no me enseñaste a rezar, pero sí a hablar con ellos.

Esperaba que las tumbas de los tribunos fuesen más elocuentes que el cadáver del filósofo.

La muerte no es sólo la noche, sino también el silencio.

Las tumbas de nuestros amigos están cerca del muro que separa el cementerio del parque privado de Monceaux.

Oí voces al otro lado del muro. Tuve curiosidad por saber quién osaba molestar a los muertos con sus voces.

El muro no era muy alto y me subí a una piedra que me permitió mirar por encima.

Miré. Era él, Robespierre.

Parece ser que necesita darse un paseo diario de unas dos horas y ha elegido el parque reservado de Monceaux.

¿Sabrá que la muerte está a dos pasos de él?

¿Sospechará que solamente un pequeño muro le separa del encierro árido de cal viva y abrasadora dónde ha encerrado a Danton, Camille Desmoulins, Hérault de Sechelles, Fabre d’Eglantine? ¿Será esto un desafío que lanza a los muertos igual que hizo con los vivos? Andaba de prisa. Sus compañeros le seguían con dificultad. Los ojos parpadeantes, los músculos del rostro agitados, agotados, delgado; ¿dónde se dirige y cuándo se detendrá? Ya es hora, sin embargo. A fuerza de ver guillotinar mujeres y niños, el miedo a la guillotina ha desaparecido.

El periódico de Prudhomme, el único que queda, y que después de haber sido suprimido ha vuelto a aparecer, cuenta que hace unos días uno de los curiosos que volvía de ver funcionar la guillotina, preguntó a su vecino:

—¿Qué podría hacer para ser guillotinado?

El otro día uno de los condenados estaba leyendo, cuando le llamaron. Se dejó hacer su aseo sin abandonar la lectura, continuó leyendo hasta el patíbulo, hasta el pie de la guillotina, marcó su página, dejó el libro encima del banco de la carreta y entregó sus manos a la cuerda.

Anteayer, Jacinta me contaba que cinco presos se escaparon de la vigilancia de los gendarmes, no para salvarse, sino para volver una vez más al Vaudeville.

Uno de los cinco volvió ante el tribunal que le había condenado y preguntó:

—¿Podéis decirme dónde están mis gendarmes?, los he perdido.

Un hombre dormido, ha sido encontrado en las tribunas de la Convención.

—¿Qué hacéis aquí? —le preguntaron.

—Vine para matar a Robespierre, pero como ha empezado a hablar, me he dormido.

* * *

Madame Condorcet me ha visitado para darme las gracias

Es una virginal figura que Rafael hubiese tomado como modelo de la metafísica. Tiene treinta y tres años. Fue primero religiosa. Condorcet no expuso su libertad por volver a su lado, sino al contrario. Se había escondido en la calle Servandoni y ella le visitaba una vez por semana con el corazón roto y tembloroso.

Se asustó de los peligros que corría su mujer. Cadonis le había proporcionado un veneno seguro. Como yo, había marcado un final a su suplicio. Debía terminar su libro El progreso del espíritu humano. El 6 de abril escribió durante la noche su última línea. Se marchó al alba.

Como has visto, no llegó muy lejos. Fue reconocido en Clamart; en Bourg-la-Reine se envenenó.

A esta mujer, que como dice el Evangelio «triste hasta la muerte», le estaba reservado el derecho de traerme un poco de alegría.

Sabe que todavía hay cuatro girondinos escondidos, dos en Burdeos y dos en la gruta de Saint Emilion.

No sabe sus nombres, pero espera recibir noticias y me las comunicará.

¡Oh, mi bienamado Jacques! ¿Por qué no podrías ser tú uno de esos cuatro?

De aquí a uno o dos meses, todo puede cambiar. Te juro que la gente odia a Robespierre. Desde la muerte de Danton, todo recae sobre él. Nadie olvida que fue su llamada a la clemencia lo que envió a nuestros amigos a la tumba.

Robespierre ha matado muchas mujeres, serán las mujeres las que lo maten, no en el sentido físico de Carlota Corday, sino en el moral.

La muerte de Carlota Corday, tranquila, intrépida, sublime, ha fundado una nueva religión, la de la admiración.

La de la Du Barry, pobre criatura gritando sobre el patíbulo: «Todavía un momento, señor verdugo, un momento nada más», ha fundado la religión de la piedad.

Pero la ejecución de nuestra pobre Lucile ha hecho mucho más. No hubo criatura humana, cualquiera que fuese su opinión, que no tuviese el corazón destrozado por esta muerte. ¿Qué había hecho? Quería salvar a su amante, había vagado alrededor de la prisión, rogado, llorado. Había escrito a Robespierre: «Me habéis amado, quisisteis desposarme».

Quizás en eso radicase su crimen, sobre todo si mademoiselle Cornélie Duplay había leído la carta.

Cuando condenaron a Lucile todos pensaron: «¡Oh, esto es demasiado!».

* * *

Voy a darte la prueba de lo que te contaba, mi bienamado Jacques. Como ya te dije, madame Condorcet tiene una pequeña tienda y un pequeño taller de pintor cerca de la casa que habita Robespierre. Un gran gentío y griterío la hizo asomar a su ventana.

El ruido venía de delante de la casa del carpintero Duplay.

He aquí lo que sucedió: una joven monárquica, hija de un papelero de la Cité, se presentó tres veces para ver a Robespierre.

A la tercera vez, mademoiselle Cornélie empezó a sospechar y mandó a los obreros que la arrestasen.

Llevaba dos pequeños cuchillos dentro de un cesto.

Interrogada sobre su insistencia ha respondido únicamente que quería ver de cerca lo que era un tirano.

Ha sido conducida a La Forcé y formará parte de una gran hornada que matarán, bajo el título de «los asesinos de Robespierre».

Han pedido, llorando de miedo, a los jacobinos Legendre y Rousselin, que monten una guardia alrededor de Robespierre.

Cuando un hombre está condenado, y éste lo está, amigos y enemigos se reúnen para perderle.

La pequeña Renaud, su enemiga, le llamaba tirano cuando lo que quería era matarle. Rousselin y Legendre, sus amigos, le han procurado una guardia al tiempo que le llaman tirano.

He pasado toda la noche soñando y preguntándome si, puesto que estoy decidida a morir, no sería mejor morir por algo.

Parece ser que van a hacer una gran fiesta al Ser supremo, en la que él mismo se simbolizará como redentor del mundo.

A este hombre no le es suficiente con ser dueño, quiere ser Dios.

Me pregunto si no sería un buen ejemplo a dar, el de golpearle en medio de su triunfo. Pero si es un gran ejemplo, ¿por qué Dios no lo da?

Desde el momento en que este hombre existe, es porque Dios permite su existencia. Desde el momento que permite su existencia, es que vale a sus fines.

¿Acaso vive como instrumento de castigo divino? No, puesto que sólo castigaría a los malvados. No, puesto que no se ensañaría con los niños y las mujeres.

¿Vive por olvido o por indulgencia? ¿Debe entonces el hombre corregir las debilidades de Dios?

No, mi bienamado Jacques, no tengo el alma de Jahel, ni de una Judith, ni de una Carlota Corday. Prefiero presentarme ante el ser desconocido que me recibirá en la otra vida con las manos limpias de sangre. Tengo bastantes cuentas que dar con las mías propias.

* * *

La famosa fiesta se ha celebrado. Nunca hubo tantas flores diseminadas por el camino. Se dice que el reino de la sangre ha muerto para dar paso al de la clemencia. Robespierre ha oficiado como pontífice del Ser supremo.

¿Ha desaparecido la guillotina de la plaza de la Revolution?

* * *

Sí, igual que el sol desaparece para volver al siguiente día. Igual que el sol, se ha acostado por el occidente, para reaparecer por el oriente.

De ahora en adelante las ejecuciones tendrán lugar en el faubourg Saint Antoine. Es todo lo que París ha ganado con la fiesta del Ser supremo.

Las ácratas ya no pasarán por el Neuf, la calle Roule ni la de Saint Honoré.

Robespierre quiere condenar, pero no quiere que los condenados griten, como Danton, al pasar frente a la casa del carpintero Duplay:

—¡Te arrastro, Robespierre, tú me seguirás!

Sin embargo, la fiesta que se le prepara, es una buena fiesta.

Cincuenta y cuatro personas en un solo día, entre ellas siete u ocho bellas mujeres y dos o tres muy jóvenes.

Si el proceso tardase un poco, tendría la esperanza de encontrarme entre ellas.

Todos los días cuentan cosas terribles que hacen aumentar la cólera como la lava de un volcán.

He aquí lo que sucedió ayer en Plessis:

Un condenado llamado Osselin, nombre de una triste celebridad, al ser llamado para subir a la carreta, y a falta de otra arma, se hundió un clavo en el corazón.

Le cogieron y se lo llevaron. Hacía penetrar el clavo, pero no logró matarse.

Los carceleros tuvieron piedad de él y lo arrastraron diciendo:

—Está muerto. —Los ayudantes del verdugo tiraban de él también, diciendo:

—Está vivo.

Fueron los más fuertes. Pusieron la carreta al trote y pudieron guillotinarle antes de que muriese.

¿No encuentras, mi bienamado Jacques, que tales cosas corrompen la existencia de Dios y que debemos avergonzarnos de vivir cuando se han visto?

Me dan ganas de tirar los dos o tres luises que me restan en el Sena, y terminar cuanto antes. Acostumbrémonos a la muerte, hablando del cementerio.

Recuerdas, amor mío, esa maravillosa escena de Hamlet, en que los sepultureros ríen entre sí y se preguntan el uno al otro cuál es el monumento que más perdura, y el uno, viendo que su compañero se pierde cada vez más, le dice:

—¡La sepultura, imbécil!, puesto que únicamente el juicio final verá su fin.

Pues bien, en esta época en que nada es sólido, la sepultura ha alcanzado la fragilidad de todas las cosas humanas.

Aquella gran piedad que inspiró la muerte de las mujeres y que la muerte de Lucile hizo exclamar: «¡Es demasiado!», pues bien, esa gran piedad se ha extinguido.

¿Cómo podría ser de otro modo? Cuando murieron Danton y Lucile las carretas contenían veinte o veinticinco condenados, ahora contienen sesenta.

Es una enfermedad aguda que está degenerando en crónica.

La guillotina tiene por costumbre almorzar entre las dos y las seis de la tarde. La vemos devorar como los animales feroces del Jardín des Plantes. A la una las carretas se ponen en camino para llevarle su carnada.

En lugar de los quince o veinte bocados, su comida se compone de cincuenta o sesenta. Comiendo, le ha entrado apetito.

Es como una especie de rutina, una mecánica arreglada.

Fouquier-Tinville gira la rueda y se emborracha girándola. Hace dos días propuso colocarla en el mismo teatro.

Pero todo ello produce muertos, y los muertos precisan sepultura.

El plétoris cadavérico ha comenzado en la Madeleine. Es cierto que el rey, la reina y los girondinos están allí.

Los vecinos dijeron: «¡Basta!» y han cerrado el cementerio para abrir el de Monceaux. Danton, Desmoulins, Lucile, Fabre d’Eglantine, Hérault de Séchelles, etc., lo inauguraron. Pero como no tiene más que veintinueve metros de largo por diecinueve de ancho, pronto estuvo lleno. La guillotina ha cambiado de sitio.

Le cedieron el cementerio de Sainte-Marguerite. Con sesenta cadáveres diarios estaba colmado. No tardó en rebosar.

Hubo remedio, echaron cal sobre cada muerto, pero los torturados se encontraban entre los muertos. Había que quemarlo todo, los muertos del faubourg y los de la ciudad.

Por una piedad bien comprensiva, los primeros no dejaron quemar sus cadáveres.

Los transportaron a la abadía Saint Antoine, pero a siete u ocho metros de profundidad encontraron agua y todos los pozos del barrio corren el riesgo de envenenamiento.

Los hombres callan, pero la tierra habla; dice que trabaja demasiado; que le dan más muertos de los que puede descomponer.

Te aseguro, mi bienamado Jacques, que cuanto más próximo está el fin que me fijé, más pienso en mi pobre cuerpo. ¿Qué dirá mi alma que siempre ha tenido gran cuidado de él, cuando vuele por encima y le vea, lanzado por la arcilla, fundirse y cocerse al sol?

Tengo deseos de escribir a la Comuna, que ya me parece bastante intranquila, y decirles que hagan quemar los cuerpos como lo hicieron en Roma.

No puedo perder tiempo; estamos a 9 de junio y dentro de algunos días…