XXIV

Te das cuenta, mi bienamado Jacques, hasta qué punto el capricho de mi genio bueno, o malo, me hace ver todo lo que ocurre, bien sea porque me adelanto a los acontecimientos, o porque los acontecimientos se me adelantan.

Ni yo misma sabría darme cuenta de la conmoción extraña que sacude mi cerebro. No sé cómo ocurre esto, pero me parece que no soy dueña de mí misma, y que hay en mí una fatalidad más fuerte que mi voluntad, la que, en un momento dado, me empujará a pesar mío en la pendiente de una gran desgracia.

A veces tengo una especie de alucinaciones durante las que me parece que, el día en que me senté en la carreta, fui verdaderamente guillotinada. Creo a veces, en sueños, que siento el dolor del hacha pasando entre las vértebras de mi cuello; me digo que desde aquel día estoy muerta y que es mi sombra la que cree vivir y que todavía se agita sobre la tierra.

En estos momentos de visión sepulcral, te busco en todas partes. Me parece que solamente estamos separados por espesas brumas, en las que erramos los dos, y en las que, en castigo a alguna falta de la que inútilmente intento acordarme, estamos condenados a errar continuamente, sin encontrarnos jamás.

En estos momentos, creo que mi pulso no bate más que a quince o veinte pulsaciones por minuto, que mi sangre se enfría, que mi corazón se duerme; en esos momentos, sería tan incapaz de defenderme de un hombre que quisiera quitarme la vida, como de un hombre que atacase a mi honor. Soy como esos desgraciados que caen en estado cataléptico, a los que se cree muertos, ante los que se discute la cuestión de los funerales, en qué ataúd les pondrán, de plomo o de encina; que lo oyen todo, cuyo corazón a pesar de estremecerse de terror no puede decir nada.

¡Pues bien!, cuando vi aparecer las carretas fatídicas, me encontraba en uno de esos momentos: creía estar soñando; todo lo que había ocurrido desde hacía ocho días no eran actos de la vida, sino actos de la muerte.

¡Veamos!, si algo tenía yo que ver en las heridas, en la agonía, en el suplicio de todas estas gentes, ¿podría perdonármelo nunca?

He aquí una cosa odiosa. Aquí hay muertos, agonizantes, allí seres humanos, hermanos, sí, hermanos —porque nadie puede renegar de la fraternidad humana— que son conducidos a la guillotina. Están rotos, destrozados, dislocados; uno de ellos ya ha llorado a la muerte, los otros están con un pie en el estribo, ¿y yo tengo algo que ver con este horror?… ¡Imposible! . Yo, tu Eva, Jacques, ¿lo comprendes?, yo, a la que tú llamabas tu flor, tu fruto, tu ave canora, tu fuente, tu gota de rocío, tu soplo de aire.

¡Así es! Me doy cuenta. El destino me ha llevado a una cárcel. En esta cárcel he conocido a dos mujeres hermosas como dos ángeles de luz. Ellas amaban. Una era madre y tenía niños; la otra, con un amor menos puro, amaba a un hombre que no era su marido. Las dos temían morir; yo, que no lo temía, sentía miedo por ellas. Me lancé en este laberinto político, en el que nunca había puesto los pies. Y también a mí, me había ganado la sed de sangre; dije: «Querría que muriesen estos hombres, para que estas mujeres no murieran»; y ayudaré a que unos mueran para que los otros puedan vivir. Desde entonces he olvidado que era una joven, una mujer tímida; he andado por las calles de París durante la noche; he llevado un puñal que hablaba, y que decía: «Quiero matar» y un retórico le respondía: «Mata, pero sin palabras».

Este puñal lo he visto brillar al día siguiente en las manos de un hombre apuntando al pecho de otro hombre. Es verdad que no mató, pero dijo: «Tened cuidado, si no matáis con la palabra, yo mataré con el acero».

Y han matado con la palabra. Por eso el puñal que yo llevaba no llegó a matar con su acero.

Por lo demás, al que empujaba a matar era un hombre maldito, execrado, un hombre cuya muerte será como una fuente de vida para miles de personas, que, si él viviese, acaso irían a morir. Pero es él el que morirá, mas él viene hacia mí.

¡Horrible, horrible, horrible!, como dice Shakespeare. Tiene la cabeza envuelta en un lienzo sucio manchado por una sangre negra. Ya llega, derrotado, doblando la frente bajo su dolor y las maldiciones que bajan su cabeza. ¿Siente remordimientos? Pero no, su altiva actitud es la misma; su ojo seco está fijo en mí. ¡Gran Dios!, ¿acaso la proximidad de la muerte le hace vidente? Adivinará bajo el disfraz en que me escondo, que fui yo la que gritó: «Muerte al tirano», que fui yo la que llevé el puñal. ¡Aparta tu mirada de mí, demonio! ¡No me mires más, fantasma!

¡Ah!, por fortuna, algo le ha hecho apartar sus ojos de mí. Mira la casa de Duplay; esta casa en la que ha habitado y que a su vista, aunque para los demás significaba horror, significaba felicidad; allí se esperaba su vuelta con latidos de orgullo, se le escuchaba con delicia, se le aplaudía con entusiasmo. Esta casa ha vivido las únicas horas felices de su vida. La miraba al pasar y acaso no le recordaba que Dante, ese pintor de los grandes dolores, había dicho: «El mayor suplicio que hay en el mundo es acordarse, en los días de infortunio, de los días felices».

No sólo la mira, sino que las carretas se paran ante ella. ¡Ah!, van a hacer con Robespierre lo que hicieron con Philippe Egalité, van a enseñarle por última vez su palacio.

Fue entonces cuando me di cuenta de la gran afluencia de gentes que se habían reunido en este punto. Sin duda alguna, se les había anunciado el programa de la comedia fúnebre que iba a representarse en la plaza, y los espectadores se habían agrupado en multitud. Ni una ventana que no estuviese ocupada, incluso muchas de ellas habían sido alquiladas a altos precios. Parientes de víctimas esperaban a Robespierre para representar junto a su carreta y hasta el pie del patíbulo el papel de la antigua venganza.

Fue como un arrobamiento: no sólo yo estaba de alguna manera en el suplicio de este desgraciado, era yo el grano de arena, es cierto, que había hecho inclinarse la balanza, pero, aún más, tenía algo que ver con la evocación de todo ese mundo que sale de no se sabe dónde, de esos hombres con cabellos empolvados, con trajes y calzones de seda, que hasta entonces se habían contentado con andar de noche, como falenas, en las calles de París, y que, por primera vez se atrevían a exhibirse a pleno día. De esas mujeres pintadas de rojo, tocadas con flores, a las cuatro de la tarde, semidesnudas, acodadas en las ventanas como en el día del Corpus, sobre tapices de terciopelo y chales de púrpura; si mi mal genio no me hubiese conducido a la prisión de los Carmelitas, si no hubiese llevado el puñal de la perla a Tallien, toda esta gente no estaría ahí, serían los que ahora van al cadalso los que enviarían al patíbulo a los otros.

¿Pero no podrían conducirlos a ese patíbulo, cuyo camino han abierto, sin este aumento de suplicio? La pena de muerte es la privación de la vida, eso es todo, pero no una venganza.

Se habían parado para exhibir a las víctimas; los mismos gendarmes, los esbirros de Henriot, que la víspera golpeaban con los sables a los que querían salvar a los condenados, y que pinchaban hoy a los que ayer condenaban con la punta de sus sables y decían a Couthon, postrado sobre sus paralizadas piernas: «Levántate, Couthon», y a Robespierre, roto por una horrible herida: «Mantente de pie, Robespierre». Y en efecto, la fatiga había hecho que este último cayera sobre su banco. Pero, ante el primer llamamiento a su orgullo, se había puesto de pie, había paseado su mirada terrible por la multitud de la que yo formaba parte: me había vuelto a ver.

Pero ¿por qué no me había ido yo de la ventana? ¿Qué es lo que me tenía clavada a esta ventana?

Un poder más fuerte que mi voluntad.

Tenía que ver lo que iba a pasar: era mi castigo.

Esta maravilla sangrante había de tener su ballet: Por eso se había parado delante de la casa de Duplay.

Se hizo un corro. Mujeres, si es que a esto se les puede llamar mujeres, que se ponen a bailar en corro gritando:

—¡Robespierre a la guillotina! ¡Couthon a la guillotina! ¡Saint-Just a la guillotina!

Nunca olvidaré la mirada orgullosa y tranquila de este bello joven, el único que no trató de huir de la muerte, o que no atentó contra su vida, contemplando esta ronda de furias y escuchando sus gritos y maldiciones. Era para dudar de todo; se veía la conciencia traspasar por sus ojos despectivos y llenos de desdén hacia la vida.

Pero no era esto todo, la fiesta había de tener su inmundo desenlace. Uno de esos horribles muchachos que salen de las alcantarillas, uno de esos hijos del arroyo, que sólo se ven, como a ciertos reptiles, los días de lluvia, estaba allí con un cubo lleno de sangre, que había cogido del matadero. Mojó una escoba en la sangre y se puso a pintar de rojo la inocente casa de Duplay.

¡Oh!, esta última injuria no pudo soportarla; bajó la cabeza y, ¿quién sabe?, de sus ojos fijos y secos, tal vez brotase una lágrima.

Pero, cuando las carretas reanudaron la marcha al grito de: «¡A la guillotina, a la guillotina!», esa cabeza lívida de la que sólo se veían los ojos, se alzó, y sus ojos se fijaron en mí.

Entonces, lo recuerdas, mi Jacques bienamado, esa balada alemana que leímos juntos, en la que un enamorado muerto se lleva a su amada viva, cuyo crimen fue el de blasfemar al saber su muerte, doquiera que pasen, a un grito lanzado por el sombrío caballero, todos los muertos levantan las piedras de sus tumbas y le siguen, obligados por una fuerza mágica. ¡Pues bien!, así fue cómo su mirada me arrancó, por decirlo así, del sitio donde estaba, y me arrastró por una fuerza contra la que mi voluntad nada podía, a seguir a este espectro viviente.

Abandoné mi ventana, bajé a la calle, seguí al cortejo. Tenía los ojos sobre la carreta, no podía apartar la mirada, había un gentío que hacía temblar, me llevó con él sin que sintiese su agobiante presión. Caminaba, y sin embargo me parecía que mis pies no tocaban la tierra.

Cuando llegué a la plaza de la Revolution, me encontré, no sé cómo, «una de las mejor colocadas».

Vi llevar a Couthon, vi subir a Saint-Just. Éste murió con la sonrisa en los labios. Cuando el verdugo enseñó su cabeza al pueblo, su sonrisa no se había borrado todavía. Le tocó el turno a Robespierre. Seguro, este hombre únicamente podía aspirar a una cosa: ¡a morir! La tumba, era el puerto donde debía anclar este barco destrozado. Subió tranquilo y seguro. Me pareció que su mirada me buscaba y lanzaba una chispa de odio al encontrarme. ¡Dios mío, Dios mío, Dios mío!, ¿permitiréis que esa mirada de un moribundo me traiga mala suerte?

Pero, entonces, cuando menos lo esperaba, ocurrió sobre el patíbulo una cosa odiosa, infame, inaudita.

Uno de los ayudantes del verdugo, una bestia feroz —hay hombres indignos de llevar el nombre de hombre—, viendo esta rabia, oyendo estas maldiciones, quiso jugar su papel en la sinfonía infernal: sostuvo por uno de sus ángulos la servilleta que le sostenía la mandíbula y la arrancó.

Era demasiado dolor para que la máquina humana pudiese soportarlo. La mandíbula rota, cayó como la de un esqueleto.

Robespierre lanzó un rugido.

No vi nada más. Oí un golpe seco que golpeaba en la sombra. Me desvanecí.

Cuando volví en mí estaba sola en mi cuarto y acostada sobre mi cama.

Me senté en la cama, dejé resbalar mis piernas fuera de ella.

—¡Oh! —murmuré—, ¡qué sueño tan abominable!

En efecto, todo lo que en realidad había visto se me representaba bajo forma de sueño. Estaba en medio de la oscuridad más absoluta, pero veía dibujarse en la pared todo el terrible espectáculo al que había asistido.

Las fatídicas carretas desfilaban ante mí con esos miserables, mutilados, dislocados, destrozados. En medio de ellos, sólo Saint-Just sano y salvo, mantenía la cabeza alta y la sonrisa desdeñosa. Después esa parada ante la puerta del carpintero, ese miserable crío emborronando la puerta de sangre, por fin, en la plaza de la Revolution, el ayudante del verdugo arrancando a Robespierre ese aparato que hacía conservar a su rostro una forma humana.

Oí ese grito, ese rugido ante el que caí aplastada, allí mismo, preguntándome por qué extraña fatalidad mi corazón había desfallecido ante la víctima y el verdugo.

Me apartó de esta alucinación el ruido de la puerta al abrirse. Ignoraba completamente dónde estaba; me creí en una celda y que venían a buscarme para conducirme a mi vez ante la muerte.

Lancé un grito y pregunté:

—¿Quién va?

—Yo —me respondió la voz bien conocida de Jean Munier.

—¡Luz, luz! —pedí.

Encendió una vela. Me senté en mi cama, puse la mano sobre mis ojos y después miré dónde estaba y reconocí mi entresuelo.

Entonces todo volvió a mi memoria.

—¡Ah! —dije—, ¡y bien!, ¿el ciudadano Tallien?

—Le he visto, y le he tranquilizado sobre su bella Teresa, pero le he dicho que únicamente por vos podría saber dónde se halla, no queriéndole quitar la felicidad de verle reunirse con su amiga. Por desgracia, es Presidente de la Convención. La Convención se ha declarado en permanencia; estará allí hasta la medianoche; si a medianoche ha logrado sustituir o modificar en su favor el Comité de salud pública, tendrá la orden de libertad.

—¡Pero allí! —exclamé—, ¿qué será de nuestras dos desgraciadas amigas?

—Saben que no serán guillotinadas, es lo principal. Vuelvo a la Convención, Tallien me hizo prometer que volvería; le espero, y, cualquiera que sea la hora, vendré a recogeros aquí con él. Durante este tiempo, volveos a poner vuestras ropas de mujer e id a buscar a vuestro chico carpintero y a vuestra aprendiza de bordados; con vuestro traje de hombre es muy posible que no os los confiasen.

Me pareció que mi buen comisario podía muy bien tener razón; en cuanto se marchó, me di prisa en transformarme y bajé para coger un coche e ir a buscar a los dos niños. Pero ya no era cuestión de coche, la calle Saint Honoré estaba en fiestas y los coches no circulaban. Había hogueras de alegría cada veinte pasos, y delante de estas hogueras, alrededor de estas hogueras, bailarines de todas las esferas sociales. ¿De dónde salía toda esta gente joven con vestidos de terciopelo, calzones de nankin, y medias de seda china? ¿De dónde salían todas estas mujeres pintadas de rojo como ruedas de carrozas, escotadas hasta la cintura? ¿Quién había dictado las palabras, quién había hecho la música de esas carmañolas monárquicas más contoneantes que la carmañola republicana? Jamás hubiese imaginado semejante locura.

Crucé toda esta orgía, rechazando veinte brazos que querían arrastrarme en estos corros insensatos. En la plaza del Palais-Egalité no se sabía dónde poner el pie; las oleadas nos inundaban, los petardos explotaban en las piernas, el pueblo resultaba, gracias a las llamas y antorchas, visible como si hubiese sido de día.

Sin esta circunstancia, seguramente hubiese encontrado las puertas de mis dos tiendas cerradas; pero estaban abiertas de par en par, y dueños, dueñas y comensales tomaban parte en la fiesta. Las viejas sirvientas que no podían encontrar pareja, bailaban con las escobas.

Entré en la tienda de los dos Sergents; me tomaron por una cliente que, a pesar de la hora tan avanzada, quería comprar algún objeto de lencería, y me dijeron que al día siguiente. Tenían tiempo de vender, el terror había terminado, el comercio volvería a florecer.

Me di a conocer; dije el motivo de mi visita. Les informé, ya que no lo sabían, que madame de Beauharnais no había sido ejecutada en los últimos días, que todavía vivía y que esperaba a sus hijos.

La alegría de estas buenas gentes fue grande. Adoraban a la pequeña Hortensia. La llamaron a grandes gritos: se había retirado a su habitación y lloraba mientras los demás se alegraban; pero en cuanto supo que su madrecita vivía todavía y que nada le había ocurrido, se puso a saltar y a reír. Era una criatura adorable de diez a once años, con una piel satinada, bellos cabellos rubios, grandes ojos azules transparentes como el éter.

No pusieron ninguna objeción a la nota, y se apresuraron a entregarme a la niña; pero para semejante acontecimiento la dueña de la casa se empeñó en ponerla bella. Vistieron a Hortensia con su más bonito vestido y le pusieron un ramo en la mano, durante este tiempo fui a buscar a su hermano.

El carpintero, su mujer y todos los aprendices bailaban alrededor de una gran hoguera que ardía en la calle de l’Arbre Sec; me informé acerca del joven Beauharnais y me lo enseñaron acodado a un mojón mirando tristemente toda esta alegría en la que no tomaba parte.

Pero cuando me acerqué, cuando me di a conocer y le dije de parte de quién iba, él, en lugar de lanzar gritos de alegría, se echó a llorar, pronunciando solamente estas dos palabras:

—¡Mi madre, mi madre!

¿Cuál de estos dos niños amaba más a su madre? Igual el uno que el otro, pero los dos de forma diferente.

En un momento Eugenio se arregló. Era un joven alto de dieciséis años, con bellos ojos negros y hermosos cabellos negros cayendo sobre sus hombros. Me ofreció su brazo, lo tomé, nos dimos prisa en cruzar la calle para ir en busca de su hermana. Nos esperaba completamente vestida, su ramo en la mano; llevaba un vestido de muselina blanca, un cinturón blanco y un sombrero de paja redondo con un lazo azul; de su sombrero de paja se escapaban rizos de sus dorados cabellos. Estaba encantadora.

Volvimos a tomar, corriendo, la calle de Saint Honoré.

Daban las once en el reloj del Palais-Egalité; las hogueras comenzaban a apagarse y se circulaba un poco más libremente. A lo largo del camino, estuve ocupada, a derecha e izquierda, en contestar a las preguntas de los niños sobre su madre.

Llegamos a mi entresuelo, en cuya puerta había dejado la llave, pero mi comisario no había vuelto todavía. Expliqué a los niños que tenía que esperar al ciudadano Tallien que era el único que podía abrir las puertas de la prisión de su madre. Lo conocían de nombre, pero tanto el uno como el otro desconocían la historia de la Revolución, que les había llegado tamizada por el medio comercial en el que vivían.

Había dos ventanas en mi habitación, los niños se asomaron a una, yo a la otra; esperamos.

Hacía un tiempo espléndido, uno de esos tiempos que hacen pensar, cuando llegan grandes acontecimientos, que para realizarlos el cielo da la mano a la tierra. Oí al joven, que tenía algunos conocimientos de astronomía, decir a su hermana el nombre de las estrellas.

Después, de repente, poco después de medianoche, el ruido de un coche se dejó oír, venía por la callejuela que va a lo largo de la verja de la Ascensión, y se paró frente a nuestra casa.

La portezuela se abrió, dos hombres saltaron sobre el pavimento.

Eran Tallien y el comisario.

Éste levantó la cabeza, me vio a la ventana, sujetó a Tallien que iba a lanzarse por la avenida, y me llamó.

Después, se volvió hacia Tallien:

—Es inútil que pierda tiempo en subir —dijo—, ya baja.

En efecto, bajaba con los dos niños.

—¡Ah!, señorita —me dijo Tallien—, sé todo lo que os debo. Creedme que Teresa y yo no lo olvidaremos jamás.

—Os queréis, vais a volveros a ver, vais a ser felices —le dije—, será para mí una dulce recompensa.

Apretó mis manos entre las suyas y me señaló la portezuela del coche abierta; subí, puse a Hortensia sobre mis rodillas, pero nuestro complaciente comisario declaró que, para no molestarnos, subiría en el asiento de delante con el cochero.

Quizá le agradase dejarme tiempo para hablar con Tallien en el momento en que el fuego del reconocimiento no había tenido aún tiempo de entibiarse.

Si era ésa su intención, acertó. Apenas se cerró la portezuela, el cochero, tomando al galope el camino de La Forcé, que atacaba el capítulo de los hechos y gestos de Monsieur Jean Munier. Una palabra dicha en voz baja a Teresa, le haría añadir sus recomendaciones a las mías.

Los caballos no cesaban de ir al galope, y sin embargo Tallien, sacando su cabeza por la ventana, gritaba a cada momento:

—¡Más deprisa, más deprisa!

Llegamos a La Forcé. En la puerta todavía quedaban restos de grupos que habían estado durante el día; eran parientes y amigos de gentes que estaban encerrados en la prisión. Habían temido que, como la víspera, las carretas no dejasen de funcionar, y cada uno había venido con un arma cualquiera para oponerse en este caso, a la marcha de los prisioneros. La hora había pasado, el agrupamiento había continuado durante la noche por la sola razón de que también se había producido durante el día.

Miraron con curiosidad a las personas que bajaron del coche, y oí muy bajo murmurar el nombre de Tallien por una persona que había reconocido al exprocónsul de Burdeos.

Pero como Tallien había golpeado a la puerta como dueño y señor, la puerta se abrió rápidamente, y la puerta, rápidamente, volvió a cerrarse.

El comisario nos servía de guía. Hubiese podido hacer otro tanto, puesto que empezaba a familiarizarme con la prisión y el padre Ferney me llamaba riendo «su pequeña pensionista».

Tallien dejó en la taquilla al comisario con los papeles necesarios para la libertad de los prisioneros, y se abalanzó por las escaleras, no queriendo retrasarse con estas formalidades.

Él padre Ferney nos proporcionó a uno de los taquilleros; pero yo conocía el camino tan bien como él y era más ligera, estaba antes que él en la puerta.

—¡Somos nosotros! —grité, dando tres golpes en la puerta.

—¿Y Tallien? —dijo la voz de Teresa.

—Está aquí —contesté.

—¿Y mis hijos? —preguntó la voz de Josefina.

—¡Ellos también están aquí!

Una doble exclamación subió al cielo.

Abrí la puerta.

La llave chirrió en la cerradura, la puerta giró sobre sus goznes, la ola se precipitó en la habitación el amante hacia su amada, los hijos hacia su madre.

No era ni amada ni madre. Me senté encima de la cama, me di cuenta que estaba sola, ¡estaba sola!, y lloré.

¿Dónde estabas tú, mi amado Jacques?

Durante algunos segundos sólo se oyeron besos, gritos de alegría, palabras entrecortadas: «¡Madre mía! ¡Hijos míos! ¡Mi Teresa! ¡Mi Tallien!».

Después, egoístas a fuerza de amor, no viendo más que ellos en el mundo, los prisioneros salieron en dos grupos, sin preocuparse de la que quedaba detrás de ellos. La habitación se quedó vacía. ¡Oh!, sin duda esta habitación había visto grandes penas, había oído sin duda grandes sollozos; había visto arrancar a los hijos de los brazos de su madre, a mujeres de los de sus esposos, a las hijas de los de su padre. ¡Pero!, estoy segura, no había oído nada parecido al suspiro que lancé cayendo sobre esa cama.

Cerré los ojos; hubiese querido encontrarme muerta. Bajo esa tierra insensible tenía igual número de parientes y amigos que en este mundo de olvidadizos e ingratos. Era la segunda vez que sentía que la guillotina no hubiese querido nada de mí. Una voz conocida me arrancó de mi abatimiento.

Decía:

—¡Bien!, vos, ¿no venís?

Volví a abrir los ojos; era mi comisario que me buscaba.

Él no me había olvidado.

Todavía necesitaba de mí.

Le seguí con la muerte en el corazón.

A la puerta buscamos inútilmente un coche, el que nos había llevado había desaparecido. Tallien, que, como ya he dicho, había sido reconocido al entrar, se encontró al salir con un gentío inmenso. Se sabía la parte que había tomado en la caída de Robespierre; le habían preparado una ovación. El coche que contenía a los cinco presos y a su libertador fue escoltado con antorchas; atravesó París al grito de: «¡Muera el dictador! ¡Viva Tallien! ¡Viva la República!». ¡Fue el principio de sus triunfos! Nada deja tanta oscuridad cerca de sí como la luz; nada deja tanto silencio como el ruido.

Jean Munier y yo, parecíamos dos sombras vagando en una ciudad muerta.

De cuando en cuando, oíamos a lo lejos, delante de nosotros, los hurras lanzados por la multitud.

¡Cuan feliz debía ser esa amada que volvía a la vida en medio de los gritos de triunfo de su amante! ¡Qué feliz debía ser esa madre que resucitaba en los brazos de sus hijos, a los que creía que no volvería a ver!

Cruzamos medio París, de La Forcé a la Ascensión. Allí me despedí de mi compañero, subí a mi casa, sola y desesperada.

Me eché completamente vestida sobre la cama. No me tumbé tanto para dormir, sino para llorar.

El sueño, o mejor el desvanecimiento de mis facultades vino en medio de las lágrimas y sin que me diese cuenta, continué llorando mientras dormía.

Al día siguiente me pareció oír ruidos en mi habitación, y, en medio de un rayo de sol, vi cómo me miraba una criatura tan bella, que la tomé por un ángel del cielo. Era Teresa.

Se había acordado de mí; había acudido para buscarme y, llevarme por las buenas o por las malas, y decirme que ya no la abandonaría.

—Estoy sola —le dije—, debo permanecer sola.

Pero entonces, esa criatura toda fuego se echó sobre mí, me estrechó contra su corazón, rió, lloró, rogó, ordenó, puso al servicio de su corazón todos los recursos de su espíritu, y terminó, por fin, por hacerme levantar de mi cama y llevarme ante el espejo.

—Mírate, pero mírate —me dijo—; ¿se está sola, se tiene derecho a quedarse sola cuando se es bella como tú? ¡Oh, qué bien te sientan las lágrimas, qué bellos están tus ojos rodeados por ese círculo de bistre! ¡Yo también tuve esos ojos, yo también estuve sola, y bien sola! Mírame, ¿quedan rastros de dolor sobre mi rostro? No, una noche de felicidad lo ha borrado todo, y tú también tendrás una noche de felicidad que todo lo borrará.

—¡Ah!, yo —exclamé—, ya lo sabes, Teresa, aquél que únicamente podía darme la felicidad, ha muerto. ¿Para qué esperar a un viajero que no puede volver? Más vale ir a reunirse con él donde está, en la tumba.

—¡Oh, qué palabras tan feas! —dijo Teresa—. ¿Cómo pueden salir semejantes palabras de una boca tan joven y fresca como la tuya? La tumba, ya pensaremos en ella dentro de sesenta años. ¡Ah!, vivamos, mi bella Eva, vas a ver dentro de qué paraíso vamos a vivir. Lo primero es dejar esta habitación, donde no puedes ni respirar.

—Esta habitación no es mía —dije.

—¿De quién es?

—De madame de Condorcet.

—Pero, tú, ¿dónde vivías antes de estar aquí?

—Te lo dije: agoté todos mis recursos, para morir yo misma grité: «¡Muera Robespierre!».

—¡Pues bien!, razón de más, vas a venir conmigo. Tu habitación, o mejor dicho, tu departamento, está preparado en la Chaumiére. ¿Me dijiste que eras rica antes de la Revolución?

—Muy rica, al menos lo creo, puesto que nunca me ocupé del dinero.

—¡Pues bien! Haremos que te devuelvan tus rentas, tus tierras, tus casas; volverás a ser rica, vamos a entrar en un período de la sociedad donde las mujeres serán reinas; tú, bella como eres, serás emperatriz; primeramente vas a dejar que te vista, que te adorne, que te embellezca esta mañana; desayunaremos en mi casa con Barras, Fréron y Chenier. ¡Qué pena que su hermano Andrés haya sido guillotinado hace cuatro días! ¡Qué bellos versos te hubiese dedicado! Te hubiese llamado Nerea, te hubiese comparado a Galatea, te hubiese dicho:

Nerea, no te confíes a las olas

por miedo a ser diosa y que los marineros

no invoquen en medio de la amarga tormenta

a la blanca Galatea y a la blanca Nerea.

Y en medio de estas olas de palabras, de promesas, de halagos, me abrazaba, me acariciaba estrechándome sobre su corazón; quería hacerme creer que no estaba sola y que el reconocimiento haría, para mí, que ella se convirtiese en mi hermana.

¡Desgraciadamente!, puesto que todavía vivía, no pedía otra cosa que dejarme persuadir y tomar la vida con paciencia.

Sonreí.

Teresa sorprendió esta sonrisa; sabía que había vencido.

—Veamos —dijo—, ¿qué podríamos ponerte que realzase todavía más tu belleza? Quiero que ciegues a mis invitados.

—Pero, ¿qué quieres que me ponga? No tengo nada mío. Todo lo que hay aquí es de madame de Condorcet, en realidad, no puedo salir con el vestido que llevo puesto, usado y arrugado como está.

—Y los vestidos de una mujer filósofa de cuarenta y cinco años no pueden servirte. No, necesitas vestidos de una loca como yo. Señor Munier —dijo.

Me volví.

Mi buen comisario estaba de pie en el umbral de mi puerta.

—Señor Munier —dijo ella—, bajad, tomad mi coche; id a mi casita que está en la esquina de la avenida de Veuves y de Cours-la-Reine, y decid a mi vieja Marcelina que os dé uno de mis vestidos de mañana, que eligirá entre los más elegantes.

—¡Estáis loca, Teresa! —le dije—. ¿Por qué queréis darme la apariencia de una fortuna que no tengo? Haced de mí vuestra humilde dama de compañía, pero no me hagáis una rival en riqueza y en belleza.

—Haced lo que os digo, Munier.

El comisario había desaparecido para obedecer a la bella dictadora.

—¡Oh, pero —dijo Teresa—, vamos a hacer rabiar a todas esas mujeres, puesto que somos más jóvenes y más bellas que ellas!

—Josefina es muy bella, y sois injusta con ella, Teresa.

—Sí, pero tiene veintinueve años, y es criolla. Tú tienes dieciséis; y yo, yo… apenas si tengo dieciocho. Verás a madame de Récamier, es indudablemente muy bella, pero, pobre mujer —dijo con una singular sonrisa—, ¿de qué le sirve ser bella? Verás a madame Krüdner, también es muy bella, quizá más bella que madame de Récamier, pero de una belleza alemana. ¡Oh! Y además es una profeta que predica una nueva religión, el neocristianismo o algo así. No estoy fuerte en cuestiones religiosas. Tú, que sabes de todo, verás enseguida a través de todo esto. Verás a madame de Stael; no es bella, pero es el árbol de la ciencia.

Puse mis manos sobre mis ojos y dejé de escuchar lo que decía. ¡Oh, mi bello árbol de la ciencia!, el rey de mi paraíso de Argenton, de cuyas raíces corría la fuente que alimentaba todos los jardines, donde bebían el tallo de mis iris y las raíces de mis rosas.

¡Oh! Hacía un rato que no escuchaba lo que ella decía, cuando el ruido del coche se cruzó en mis sueños y el ciudadano Munier entró con los vestidos de Teresa.

—Esperadnos abajo, Munier —dijo Teresa—; vendréis con nosotras y os presentaré al ciudadano Barras, que será probablemente alguien en el gobierno que sucederá a éste, y que, ayudado por Tallien, podrá hacer por vos lo que deseáis.

Saludó con la cabeza, y Munier, ya acostumbrado a obedecer, se inclinó hasta el suelo y desapareció.

Teresa dedicó algún tiempo a elegir de entre sus dos vestidos el que me iría mejor: las mujeres verdaderamente bellas no temen a las bellas mujeres y opinan por el contrario que la belleza hace realzar la belleza.

Debo decir que, cuando salí de entre las manos de Teresa, estaba tan bella como podía estarlo. Subimos al coche, cruzamos la plaza de la Revolución. Robespierre ya no estaba allí, pero la guillotina todavía no había sido retirada.

Escondí mi cabeza en el pecho de Teresa.

—¿Qué tienes? —me preguntó.

—¡Ah, si hubieseis visto —le dije— lo que yo vi ayer!

—¡Ah, es verdad, les viste guillotinar!

—Y los veré siempre. ¿Por qué esta horrenda máquina está todavía allí?

—Es a nosotras, a las mujeres, a las que esto afecta; esta mañana, en el desayuno, vamos a empezar a demolerla, son nuestras manos las que deshacen las cosas que los hombres no se atreven ni a tocar.

Llegamos a una pequeña casa escondida tras un macizo de lilas, por encima del cual se balanceaban algunos álamos.

Se llamaba la Chaumiére; estaba, en efecto, cubierta con bálago, pero pintada con aceite, adornada con madera sin desvastar, y cuajada de rosas como una Chaumiére de la Opera Cómica.

Era la morada de Teresa.

Eran más de las diez de la mañana cuando llegamos: el desayuno era a las once.

Para ser una casa abandonada por su dueña desde hacía seis semanas, estaba perfectamente dispuesta por la vieja Marcelina. Tan sólo habían sido despedidos el cocinero y el cochero. Los coches estaban guardados en la cochera, dispuestos para ser enganchados; los caballos en la cuadra preparados para ser enganchados a los coches; el hogar apagado, a punto para ser encendido de nuevo.

El desayuno iba a ser servido por uno de los restaurantes de renombre.

Teresa me condujo a mi apartamento; que se componía de un pequeño gabinete, de una habitación y de un cuarto de baño.

Era de un gusto y elegancia deslumbrante.

Quise oponerme, le preguntaba en virtud de qué título iba, al instalarme en su casa, a mezclarme en su existencia y ocupar una parte de su vivienda.

Ella me contestó:

—Querida Eva, tú me has salvado la vida; si yo no te hubiese encontrado en mi camino, me hubieran guillotinado, muy probablemente, en lugar de Robespierre. Te lo debo todo, por eso tengo un derecho absoluto sobre ti. Además, me atrevo a decirte que esto no será muy largo, que tu fortuna te será devuelta en quince días, y que serás tú la que pueda ofrecerme un apartamento en tu propia casa.

Entonces fuimos a su habitación; mientras daba el último toque a su toilette, entró Tallien suavemente, de puntillas. Como estaba vuelta hacia la puerta lo vi entrar.

Teresa también lo vio por el espejo en el que estaba mirándose.

Se volvió rápidamente y abrió los brazos.

—También él me ha salvado la vida —dijo—, pero después que tú, Eva.

—Acepto complacido el segundo lugar que me otorgas, querida Teresa, y estaría encantado de ceder siempre mi puesto a una mujer tan bella —contestó Tallien—, pero ella os dirá que, cuando entró en mi casa con vuestro encargo, ya estaba decidida la muerte de Robespierre.

—Sí, ¿pero reconoceréis que mi puñal y mi opinión contribuyeron en algo a la resolución que ya habías tomado?

—¡Desde luego Teresa, desde luego! La idea de que podíais ser víctima de ese monstruo, si yo tardaba un día, una hora, un momento, me decidió no sólo a derribar a Robespierre, sino a precipitar su caída. A ti debe Francia el haber respirado tres o cuatro días antes.

—La querremos mucho, ¿no? —dijo Teresa señalándome a Tallien y prosiguió—: Además, hay que hacer que le devuelvan sus bienes, lo más pronto posible. Es una Chazelay. Su casa era noble y rica. La nobleza no han podido quitársela. Pero podían arruinarla y lo hicieron.

—¡Bien! No es difícil; no ha emigrado y ha sido víctima del Terror porque estuvo a punto de morir en el patíbulo. Hablaré con Barras y entre los dos arreglaremos esto. Claro que —añadió riéndose—, como es una cosa justa, se tardará un poco más y será más complicado que si fuera una arbitrariedad.

La vieja Marcelina comunicó que el ciudadano Barras acababa de llegar.

—Ve a recibirlo —dijo Teresa—. Enseguida iremos.

Tallien bajó después de haber cambiado con Teresa una mirada de inteligencia con respecto a mí. Unos minutos después que él bajamos nosotras.

El salón estaba lleno de flores, y se llegaba a él por unos corredores adornados con flores al igual que el resto de la casa. En unas horas Tallien había conseguido cambiar el aire de tristeza de la casa, por la ausencia de Teresa, en un día de fiesta.

Se diría que la alegría y el amor habían abierto las ventanas a un espléndido sol de julio. Como ya he dicho, Barras nos esperaba en el salón.

Era un hombre verdaderamente hermoso, más elegante quizá que hermoso, con su uniforme de general de la Revolución de solapas azules bordadas en oro, con su chaleco de piqué blanco, su banda tricolor, su pantalón ceñido y sus botas vueltas. Al ver a Teresa le abrió los brazos.

Teresa se le colgó del cuello como un amigo íntimo y se apartó para hacerme sitio.

Barras pidió permiso para besar la bella mano que tan bien sabía correr los cerrojos de las cárceles. Tallien le había contado en dos palabras todo lo que yo había hecho.

Me habló del agradecimiento de su amigo, y me dijo que él mismo aceptaba gustosamente el placer de demostrármelo, agradeciendo a Tallien el haberle hecho posible encargarse de esta tarea. Después me pidió que le diese una nota sobre mi fortuna antes de la Revolución.

—¡Ay!, ciudadano —le dije—, me pedís algo totalmente imposible. No crecí en casa de mis padres; sólo sé que mi padre era rico. Pero me sería imposible dar ningún detalle acerca de su fortuna.

—Ciudadana, no es necesario que nos deis esos detalles; es mejor averiguarlos por un tercero. ¿Tenéis un hombre de confianza que pueda ir a Argenton y hablar con el notario de vuestra familia?

Iba a decir que no, cuando me acordé de mi valiente comisario Jean Munier. Era el hombre inteligente que necesitaba, y al mismo tiempo sería éste el medio de ofrecerle un pago por los servicios que me había hecho.

—Ciudadano —respondí con un gesto de agradecimiento—, buscaré a ese hombre y tendré el honor de enviároslo, para que con un salvoconducto que vos le deis pueda cumplir su misión en la que de seguro tendría dificultades si no estuviese avalado por vos. Como hombre de mundo, Barras comprendió que mi gesto significaba que la conversación había durado demasiado.

Me saludó y se fue con Josefina y sus niños, que acababan de llegar.

¡Ay!, los tres estaban vestidos de luto.

Madame de Beauharnais supo al salir de la prisión que ocho días antes había sido ejecutado su marido; venía a hacer a Teresa su visita de viuda y declinar la invitación que le había hecho la víspera.

Barras y Tallien conocían la noticia, pero no habían creído conveniente hacérsela saber. Recibió el pésame de Barras y de Teresa y después vino hacia mí.

—¡Oh!, mi querida Teresa —dijo—, discúlpenos por el abandono en el que la dejamos ayer. Creía que os seguiría viendo, tanta es la felicidad que me habéis proporcionado. La felicidad ciega. Cuando me di cuenta de que ya no estabais con nosotros, ya estábamos demasiado lejos. Y además, querida Eva, ¿cómo podría yo ofreceros hospitalidad en una posada? Mis hijos y yo fuimos a dormir al hotel de «La Egalité», en la calle de Loi.

—Así que —le dije—, estáis en la misma situación que yo. He perdido a mi padre, al que fusilaron por ser un emigrado; vos habéis perdido a vuestro marido, que lo han decapitado por ser un aristócrata.

—Así es. Los bienes del señor vizconde de Beauharnais están embargados; toda mi fortuna personal está en las Antillas; voy a vivir de préstamo hasta que el ciudadano Barras haga que me devuelvan las propiedades de mi marido. ¿Creéis que si no hubiera sido absolutamente necesario hubiese dejado a mis queridos hijos uno en casa de un carpintero y otro en casa de una bordadora? ¡Oh, no! Pero ya no se separarán de mí.

Josefina llamó con un gesto a Hortensia y a Eugenio, que corrieron hacia ella y la rodearon de tal forma que ella parecía la Cornelia antigua.

Estuvieron así un momento besándola y recibiendo besos en medio de lágrimas; después disculpándose una vez más de la tristeza que su presencia nos causaba, se marcharon cruzándose con Fréron, quien también conocía la muerte del general y se inclinó ante este triple dolor.

Puede imaginarse lo elegante que debió ser una comida servida por Beauvillers a tres refinados sibaritas como Barras, Tallien y Fréron.

En esta clase de reuniones, en que las mujeres no cuentan, ellas lo son todo hasta el espíritu que las anima. El espíritu es en el terreno moral, lo que el perfume de las flores en el físico. Aunque yo no tenga ninguna idea de lo que es la glotonería, comprendo desde el primer momento la diferencia de sabor que hay entre una comida vulgar y una comida de tres mujeres jóvenes y bellas y tres hombres que eran considerados entonces como los más finos de París.

Se hablaba del distinguido Barras, del distinguido Tallien, del elegante Fréron.

Hay que recordar que Fréron iba a dar su nombre a toda una juventud que se llamaría la juventud dorada de Fréron.

Me iniciaba en un aspecto de la vida que ignoraba totalmente. La vida sensual. La comida se sirvió con toda la distinción que debía suceder a la época brutal de la que acabábamos de salir. El vino se escanciaba en copas de mousseline cuya finura permitía que los labios casi se juntaran al beber. El café se servía en tazas traídas del Japón tan delicadas como una cascara de huevo, y adornadas con figuras y plantas afiligranadas de colores caprichosos y brillantes.

Hay una especie de embriaguez en el exceso de lujo. No hubiera bebido sino agua en estos vasos y en estas tazas, en medio de este ambiente perfumado, si mi espíritu no hubiera estado un poco turbado.

Estaba sentada entre Barras y Tallien.

Tallien estuvo pendiente sólo de Teresa; Barras se ocupaba de mí.

Como entre las dos mujeres había un complot para que Barras me fuera propicio, se trataba de que yo apareciese bien ante los ojos del futuro dictador.

Los perfumes ejercen una gran influencia sobre mí. Al terminar la comida, yo estaba pálida, mas a pesar de mi palidez brillaban mis ojos.

Pasé ante un espejo; me miré y me detuve sorprendida ante la extraña expresión de mi cara. Las aletas de mi nariz se dilataban para captar los olores, mis ojos se agrandaban tratando de ver, como si los perfumes fueran algo tangible. Extendí los brazos y los acerqué a mi pecho como para depositar en mi corazón el aroma de todas estas plantas, de todos estos vinos, de todos estos licores y manjares que apenas había tocado.

No pensaba sentarme ante un piano. Teresa levantó la tapa y me encontré con mis dedos en las teclas; entonces, no sé cómo ocurrió, recordé aquel día en que, excitada por la tempestad, repetía para mí misma las primeras melodías que tú me hiciste oír; mis dedos se deslizaban por el marfil, no diré con una ciencia, pero sí con un vigor, una agilidad y una «morbidezza» que me sorprendieron. Temblaba y me estremecía ante las melodías desconocidas que despertaban mis dedos; no eran notas, eran llantos, suspiros, sollozos, retorno a la alegría, a la vida, a la felicidad, un himno de gratitud a Dios; ya no vivía mi vida vulgar, sino una vida convulsiva y febril en la que se resumía como una sensación todo lo que yo había pasado, sentido, sufrido durante un mes. De alguna manera improvisaba con mis dedos la terrible narración de los acontecimientos que acababan de ocurrir.

Yo era el coro y los personajes a la vez de una misma tragedia antigua.

Por fin cerré los ojos, lancé un grito y me desvanecí en los brazos de Teresa.

Volví en mí entre un estallido de risa nerviosa; habían hecho salir a los hombres para poder prestarme los cuidados que exigía mi desvanecimiento.

Estaba medio desnuda. Teresa me apretaba contra su corazón y yo no quería desasirme. Me parecía que si me soltaba, caería en un abismo.

Estuve jadeante un buen rato hasta que por fin recobré la conciencia y el dominio de mí misma; después, sintiendo, no una indisposición, sino un extraño bienestar, pregunté dónde estaban nuestros convidados.

En un momento me arreglé y volvieron.

Se dieron cuenta perfectamente que mi desvanecimiento no había sido simulado; que había sucumbido al peso de una excitación nerviosa más fuerte que yo.

Barras vino hacia mí, me tendió las manos y me preguntó si ya me encontraba mejor; sus manos estaban frías y temblorosas. Se notaba que él había sufrido una fuerte emoción; la misma emoción, pero de diferente grado, se traslucía en los semblantes de Tallien y de Fréron.

—Pero, ¡Dios mío! ¿Qué os ha ocurrido? —me preguntó Barras.

—Ni yo misma lo sé. Estas damas acaban de decirme que me he encontrado mal después de haber tocado no sé qué fantasías en el piano.

—¿Llamáis a eso una fantasía, mademoiselle? Pero, si es una sinfonía que ni Beethoven en sus mejores días logró componer. ¡Ah! ¡Si hubiese habido un estenógrafo musical, con qué obra de arte habríais enriquecido ese repertorio tan escaso, que en lugar de hablar al alma con la voz, habla con el corazón a todos los sentidos!

—No sé —le dije, encogiéndome ligeramente de hombros—, no recuerdo nada.

—¿Entonces, si os rogáramos que volvierais a empezar…? —preguntó Barras.

—Sería imposible —contesté—. He improvisado, al menos así lo creo, y en mi recuerdo no ha quedado ni una de las notas que habéis oído.

—¡Oh, mademoiselle! —dijo Tallien—, espero que nuestros salones van a reformarse con la tranquilidad que ha reaparecido. No somos una sociedad de tigres como pueden haberos hecho creer los últimos seis u ocho meses que acaban de pasar. Somos un pueblo ilustrado, espiritual, accesible a todas las sensaciones; sin duda habéis sido educada en el mejor ambiente. ¿Quién es el maestro que os ha enseñado a componer tales obras de arte?

Sonreí tristemente porque solamente pensaba en ti, mi Jacques bienamado.

Estallé en sollozos.

—¡Ah —grité—, mi buen maestro querido ha muerto!

Y me arrojé en los brazos de Teresa.

Señores, déjenla tranquila —dijo ella—; ¿no veis que todavía es una niña, que todavía no ha tenido maestro de nada, sino una naturaleza exuberante y pródiga que le ha dado con la belleza el sentimiento de la belleza? Dadle un pincel, pintará; desgraciadamente es una de esas criaturas reservadas a todas las delicias de la vida y a todos sus dolores.

—A todos sus dolores, ¡oh, sí! —exclamé.

—Imaginad —dijo Teresa—, que se encontró joven y bella, tan abandonada por todo, que quiso morir, y que, no queriendo matarse, sin duda, por respeto a esa obra de arte que la naturaleza había hecho de ella, gritó, durante la ejecución de Saint-Amarante: «¡Abajo el tirano! ¡Muerte a Robespierre!». Imaginad que, no encontrando la muerte suficientemente rápida en la prisión donde se hallaba, subió a la carreta del patíbulo. Allí fue donde me encontró en la carreta que me conducía a mí misma a los Carmelitas; allí fue donde me sopló el capullo de rosa que llevaba en la boca, y que recibí como el último presente de un ángel que va a morir. Bajó la última de la carreta fatal, y se encontró con que falseaba la cuenta de cabezas dadas al verdugo. La echó del patíbulo. Un buen hombre, al que vamos a presentaros enseguida, la condujo a los Carmelitas, donde ya estábamos reunidas Josefina y yo. Allí, nos contó su vida, una novela sublime como la de Pablo y Virginia. Sabéis los favores que le debemos; ella fue mi mensajero acerca de vos, Tallien, y anoche, para agradecérselo, fuimos muy ingratas, Josefina y yo, la olvidamos en la prisión de La Forcé. Fui yo, quien esta mañana, marché a buscarla en el pequeño entresuelo de madame de Condorcet. Esta criatura, que había nacido con cuarenta o cincuenta mil libras de renta no tenía un solo vestido, y la veis aquí con un traje mío.

—¡Oh, señora! —murmuré.

—Dejadme decir todo esto, niña. Es necesario que lo sepan puesto que son ellos los que tienen que reparar los reveses de la fortuna. Su padre fue fusilado como emigrado en Mayence, un Chazelay, una nobleza de las cruzadas. ¿De qué ha sido ella acusada? De haber gritado: «¡Abajo el tirano! ¡Abajo Robespierre!». Todo esto que era un crimen digno de la muerte hace ocho días, es hoy un acto de virtud digno de recompensa. ¡Pues bien, Barras! ¡Pues bien, Tallien! ¡Pues bien, Fréron!, es necesario que hagáis devolver sus bienes a la que me ha devuelto a vosotros. Sus tierras y castillos están enclavados en el Berri, cerca de la pequeña ciudad de Argenton. Haréis abrir un sumario con todo esto, ¿no es cierto, Barras? De modo que pueda liberarse lo antes posible de esta postura de huésped, que con gran trabajo he logrado hacerle aceptar, y ante la que todavía se ruboriza.

—¡Oh!, no señora, no me ruborizo —exclamé—, no pido que me devuelvan toda esa fortuna, sino únicamente algo con que vivir en la pequeña ciudad de Argenton donde fui educada, y mi pequeña casa, que compraré, si está en venta.

—Es necesario, mademoiselle —dijo Barras—, es necesario que nos ocupemos de ello lo antes posible; va a haber cantidad de reclamaciones semejantes a la vuestra, no tan sagradas, lo sé, pero debemos estar prevenidos. ¿Tenéis algún hombre de negocios, no es cierto, a quien podamos dirigirnos para hacer allí el balance de vuestras propiedades, para saber si están todavía bajo embargo o si han sido vendidas?

—Tengo, señor —respondí—, al buen hombre que me recogió en la plaza de la Revolución en el instante en que el verdugo me repudió. Había visto cómo lancé a Teresa la flor que tenía en mi boca; creyó que la conocía, cuando no era una mujer, sino a la estatua de la belleza, a quien se la lanzaba. Era comisario de policía; me condujo a los Carmelitas sin hundirme, pensando que la prisión era el asilo más seguro para mí. Es él, el que desde entonces, no me ha abandonado, el que me condujo ayer noche de La Forcé al entresuelo de madame de Condorcet; fue él quien me ayudó a encontrar a monsieur de Tallien para entregarle el recado que tenía de Teresa; fue él quien, en fin, estaba esta mañana en mi casa cuando Teresa vino a buscarme, y es en él en quien he pensado cuando Teresa me dijo que necesitaría de un hombre inteligente para que fuese a Argenton a examinar la lista de mis bienes.

—¿Dónde está ese hombre? —preguntó Barras.

—Está aquí, mi querido ciudadano —contestó Teresa.

—¡Pues bien!, si lo permitís, vamos a hacerle subir —dijo Barras—, y a hablar con él de este asunto.

Llamaron a Jean Munier, que subió inmediatamente.

Barras, Tallien y Fréron le examinaron uno a uno y encontraron en él un hombre lleno de inteligencia.

Era exactamente el hombre que necesitaban para un asunto semejante.

—Ahora —dijo Barras—, ¿qué podemos hacer? No tenemos ninguna posición constituida, no podemos dar órdenes.

—Sí, pero podéis dar un certificado de civismo a un hombre encargado por vos para ir a realizar una encuesta en el departamento de la Creuse. Vuestros tres nombres son hoy el mejor pasaporte que pueda llevarse consigo.

Barras miró a sus dos amigos, que hicieron cada uno un gesto de adhesión.

Entonces, cogió del secreter de Teresa una hoja de papel perfumado sobre la que escribió:

Nosotros, abajo firmantes, recomendamos a los buenos patriotas, amantes del orden y enemigos de la sangre, al nombrado Jean Munier, que nos ha prestado ayuda y asistencia en la última Revolución que acaba de operarse, y que ha llevado a Robespierre al patíbulo.

Se trata únicamente de hacer pesquisas sobre la fortuna real del exmarqués de Chazelay, y saber si esta fortuna ha sido simplemente embargada o si los bienes muebles e inmuebles han sido vendidos.

Rogamos a los magistrados, enviándoles nuestro agradecimiento, que ayuden al ciudadano Jean Munier en su búsqueda.

París, a 11 thermidor, año II.

Firmaron los tres.

No era de extrañar que fuesen Fréron, el hombre de Lyon; Tallien, el hombre de Burdeos, y Barras, el hombre de Toulon, los que hiciesen una llamada a los buenos patriotas enemigos de la sangre derramada.

Jean Munier se marchó al día siguiente.

A las tres, un cochero con levita burguesa trajo dos magníficos caballos que engancharon a una calesa. Fréron tenía negocios, nos dejó; Teresa, Tallien, Barras y yo, subimos solos.

Hacía un tiempo magnífico; los Campos Elíseos estaban llenos de gente; las mujeres llevaban en la mano ramos de flores, los hombres, ramas de laurel, en recuerdo de la victoria conseguida cuatro días antes.

Hubiese sido difícil decir de donde salía tal cantidad de coches como se encontraban, cuando ocho días antes bien se hubiese podido pensar que no había en París más que la carreta del verdugo.

París ofrecía un aspecto tan diferente al que había visto hacía unos días, que uno no podía impedir el participar en el nerviosismo general. En medio de todos los coches, el nuestro era lo suficientemente elegante para no pasar desapercibido.

Muy pronto, no pasó únicamente desapercibido, sino que los ocupantes fueron reconocidos.

Entonces los nombres de Barras, de Tallien, de Teresa Cabarrus se extendieron inmediatamente y la multitud empezó a rugir. Hay algo del tigre entre la multitud; igual ruge de amor como de ira.

Cinco minutos más tarde, el coche estaba rodeado, y solamente podía continuar al paso.

Los gritos de: «¡Viva Barras, viva Tallien, viva madame Cabarrus!», estallaron, y en medio de todos estos gritos se oyó una voz de mujer, que gritaba:

—¡Viva Notre-Dame-de-Thermidor!

Este nombre fue adjudicado a la bella Teresa.

Nos condujeron hasta la choza de la avenida de Veuves con estos gritos frenéticos, puesto que nos fue imposible continuar nuestro paseo. Esto no fue todo; el gentío se estacionó delante de la puerta y continuó con sus gritos hasta que Barras, Tallien y madame Cabarrus, salieron a ella.

Esto continuó hasta que pidieron un poco de reposo para Teresa, que se encontraba, dijeron un poco indispuesta.

En cuanto a mí, estaba embriagada de un sentimiento particular, en el que había más extrañeza que entusiasmo.

Barras no me dejó en toda la noche, sin que me fuese posible, una vez se hubo marchado, acordarme de una sola palabra de las que me había dicho o de lo que le había contestado.

Cuando se marchó Barras, Teresa se adueñó de mí. La conversación recayó sobre Barras. ¿Qué me había parecido? ¿No le encontraba alegre, espiritual, encantador?

Es cierto, era todo esto.

Teresa me condujo a mi habitación; no quiso dejarme hasta que no me hubiera preparado mi toilette de la noche, al igual que había hecho mi toilette de la mañana.

Con las luces, mi habitación era todavía más coqueta que durante el día. Todo servía de reflector de las velas: los cristales de los candelabros, los jarrones del Japón y de China, los espejos de Venecia y de Saxe puestos a lo largo de la pared. Mi cama, de tela de seda gris perla, con capullos de rosa, hacía tan gran contraste con el camastro de los Carmelitas y de La Forcé, y la cama de madame de Condorcet, la de mi habitación que había dejado por no poder pagarla más tiempo, que yo la acariciaba con la mano y la mirada, como los niños lo hacen con un juguete.

Después, y en medio de todas estas riquezas, esta criatura tan bella, tan elegante, tan valiente, a la que todo un pueblo había aclamado cuando se mostró ante él, queriendo desuncir su coche; que decía que quería hacer de mí su amiga, que no la abandonara nunca, que viviera continuamente con ella, hacer mi fortuna, unir su lujo al mío para llevar una gran existencia, todo esto, lo confieso, era tan opuesto a los malos días que yo acababa de vivir, a mi displicencia por la vida, a las tentativas de morir que había hecho, que cuando pensaba en mi pasado, creía salir de un sueño febril e insensato, o, más aún, haber entrado en una nueva vida que no tenía ninguna razón de ser y que iba a esfumarse como las decoraciones de los jardines encantados y de palacios espléndidos, en un cuento de hadas.

Me dormí con las caricias de Teresa.

Le siguieron sueños encantadores.

Cuando me desperté, vi flores, árboles, oí el canto de los pájaros: todavía estaba yo en Argenton.

¡Ay, no!; estaba en París en la avenida de Veuves, en los Campos Elíseos.

Una camarera, verdadera doncella de la Opera Cómica, entró en mi aposento, risueña, coqueta, andando de puntillas, para recibir mis órdenes.

Comeríamos a las once, pero, ¿deseaba tomar algo, café, chocolate, hasta esa hora?

Pedí chocolate.

Cuánto debió pesar la vida de la cárcel, tan dolorosa para mí, en estas mujeres acostumbradas a este lujo cotidiano, y comprendí que Teresa me agradeciera tanto el haberle ayudado a recuperar todo esto.

Estábamos en la mesa después de la comida, cuando se hizo anunciar Barras, con el pretexto de hablar de negocios públicos con Tallien.

Nos presentó sus respetos como de costumbre, y afirmó que yo estaba más bella, en negligé de mañana, que en toilette de la noche.

¡Ah!, amigo mío, yo no estaba acostumbrada a este lenguaje, nunca me habían hablado así; nunca me habías alabado mi belleza, ni mi espíritu; te bastaba con decirme:

—Qué contento estoy de ti, Eva.

Después, de cuando en cuando me cogías la mano, me mirabas y me decías:

—Te quiero.

¡Oh!, si yo pudiera verte, aunque fuera en sueños, mirarme así; si pudiera notar que me cogieras la mano y oír que me dijeras: «Te quiero», todo este espejismo que me rodea se esfumaría y yo me salvaría.

Al terminar de estar con Tallien, vino Barras con nosotras.

—Ya me he ocupado de vos —me dijo—, y creo haber encontrado, en uno de los barrios elegantes de París, una pequeña casa que os convendrá en todos los aspectos.

—Ciudadano Barras —le dije—, me parece que vais muy de prisa.

—Ocurra lo que ocurra —respondió Barras—, seguiréis en París y será menester que os acomodéis.

—En primer lugar —respondía—, no sé si me quedaré en París, y, en todo caso, para que yo compre una casa y pueda vivir en ella, necesito una fortuna independiente, que todavía no tengo.

—Sí, pero pronto tendréis la vuestra —dijo Barras—. Acabo de ver a Sieyés y de hablar con él; es, como sabéis, un hábil jurisconsulto; me ha dicho que nada impedirá la restitución de vuestros bienes, y voy a tener todo preparado para que, una vez que os sean devueltos, no tengáis que esperar a nada. No es que Teresa no esté a gusto con teneros en su casa el mayor tiempo posible, pero comprendo vuestra violencia por estar en una casa que no es la vuestra.

Barras tenía siempre cincuenta motivos para venir tres o cuatro veces al día a casa de Tallien; y cuando no los tenía los inventaba.

Los días pasaban rápidamente y yo me unía cada vez más a Teresa, abandonada por madame de Beauharnais, la que, en los primeros días de su viudedad, estaba completamente entregada a su dolor.

Su matrimonio con el vizconde, no había sido feliz, pero sentía tan dolorosamente su pérdida, sucedida precisamente en el momento en que ella, como otras, iba a salvarse con la muerte de Robespierre, que, ignorando los designios de la Providencia, que habían de cumplirse para que su marido la dejase viuda, sentía en su amor por sus hijos, más que en su amor por su marido, una gran pena en cuanto al presente y una gran duda en cuanto al futuro.

Pasaron quince días sin que Barras dejara pasar uno solo sin hacerse presente dos o tres veces.

Como se había supuesto, los thermidorianos estaban dispuestos a heredar la potencia que habían derribado. Era evidente que, con el primer cambio que se realizase en la forma del gobierno, llegarían al poder.

Tallien y Barras seguirían siendo, en ese caso, jefes del partido.

Al cabo de ocho días tuve noticias de Jean Munier. Me decía que los bienes habían sido embargados, pero no vendidos. Había averiguado su valor y prometía llegar tan pronto como hubieran sido tasados por el tasador y el notario.

Por fin, llegó al cabo de quince días.

Los bienes, que consistían en casas, castillos, campos y bosques, podían alcanzar un valor de millón y medio, en estos tiempos de depreciación. En otros, hubieran valido dos millones, es decir, unas sesenta mil libras de renta.

Eran noticias excelentes, y confieso que saltaba de alegría. Si desde lo alto de la esperanza a que había llegado, hubiese tenido que descender al plano de este dolor, de este olvido de todo, de este abandono de uno mismo, que me habían hecho buscar la muerte, no sé si hubiese tenido el mismo coraje.

Contigo, mi bienamado Jacques, me sentía con fuerzas para soportarlo todo, pero sin ti, con tu ausencia, mi pobre corazón perdía todas sus fuerzas. ¡Oh!, Jacques, has prestado más cuidado a mi cuerpo que a mi alma, tuviste tiempo para hacer de este cuerpo tal belleza, que, se dice, ciega la vista; pero ¿y el alma?, ¡el alma!, la has dejado débil y no has tenido tiempo para insuflarle tu poderoso aliento. Barras, con las pruebas de mi propiedad en la mano, con el expediente de la muerte de mi padre, que había recibido de Mayence, empezó las gestiones necesarias. Bien lejos estaba de sentir antipatía por el movimiento que acababa de producirse, porque lo había perdido todo y estuve a punto de perder la vida bajo el gobierno de los jacobinos.

El favor, como es costumbre, empezaba a ayudar a las víctimas de la revolución, e incluso aquellos que habían sido de los más furiosos demagogos empezaban, como Fréron, a dejarse llevar a los excesos más opuestos.

En cuanto a mí, salía todos los días con Teresa y Tallien. Por virtud de la ley del divorcio, ella había podido casarse de nuevo, aunque su primer marido todavía vivía, y, extraña cosa que caracteriza perfectamente a las españolas, había querido casarse ante un sacerdote, y ante un sacerdote no consagrado.

Barras no hacía sino acrecentar sus atenciones conmigo. Era fácil ver cómo le invadía una irresistible pasión. Por mi parte, bien fuera por la esperanza de los servicios que había de hacerme, bien porque yo fuese cediendo poco a poco y a mi pesar al encanto que le rodeaba, bien fuera, en fin, amigo mío, que la ausencia produce sus efectos habituales en un alma vulgar, había tomado tal costumbre de verlo que, si venía una vez menos que de costumbre, estaba inquieta por la noche y le esperaba con impaciencia.

Pasaron dos meses. Un día vino Barras a buscarme con un bonito coche tirado por dos caballos. Decía que tenía algo que enseñarme.

Dada la amistad que me unía a él, no vi ningún inconveniente en que saliéramos los dos solos.

Me condujo a una pequeña casa de la calle de la Victoire, enclavada entre un patio y un jardín; un ayuda de cámara esperaba en la entrada.

Me enseñó la casa desde la planta baja hasta el segundo piso. Era imposible ver una joya más encantadora, todo era de una elegancia perfecta, de la que el lujo formaba parte sin que fuera posible adivinarlo bajo el buen gusto que tan pocas veces le acompaña. En el salón había dos encantadores cuadros de Greuze. En un dormitorio un Cristo apareciéndose a la Magdalena, de Prudhon. El dormitorio tenía el aspecto de un gabinete tallado por un colibrí en el capullo de una rosa.

Abrió un secreter que estaba colocado entre las dos ventanas, y me enseñó el acta que dejaba sin efecto el embargo de mis bienes, que estaba debajo de los títulos de propiedad; por fin, como yo quisiera volver al coche para irme con él, me dijo:

—Quedaos, señora, ésta es vuestra casa; ha sido pagada en su mitad con los cuatro años de rentas que vuestro padre no había cobrado. Tenéis una riqueza de un millón y medio y vuestras deudas ascienden a cuarenta mil francos, que es lo que os queda por pagar del precio de esta casa; sólo pongo una condición: Tallien, su mujer y yo vendremos hoy a tomar con vos la primera cena. El coche y los criados os pertenecen. No hay que decir que, si después de la cena no nos ha satisfecho el cocinero, lo despediremos.

Y con la soltura y elegancia que estos hombres sabían poner en todas las cosas, Barras cogió mi mano, la besó y se marchó.

Su coche lo esperaba en la puerta.

El mío estaba preparado en el patio.

Una joven y bonita camarera vino a preguntarme qué deseaba, abrió dos o tres armarios llenos de elegantes vestidos, que habían sido encargados por Teresa y cuyas medidas eran las suyas.

Estaba turbada.

Mi primer impulso fue volver a abrir el armario en el que estaban los documentos de mis asuntos. Encontré el contrato de la casa firmado en mi nombre por Jean Munier, mi representante. Había costado setenta mil francos, en estos tiempos de depreciación mobiliaria. No era ni la mitad de lo que valía.

Se había pagado con las rentas atrasadas de mi padre, que no habían satisfecho los granjeros, los cuales no habían sabido a quién tenían necesariamente que rendir cuentas en los últimos cuatro años.

Debajo del contrato de compra, estaban las notas pagadas al tapicero que había provisto del mobiliario, las cuales ascendían a cuarenta mil francos; después venían las de los pintores, comerciantes de objetos de fantasía, esas mil naderías encantadoras que adornan las chimeneas y las consolas; todo esto estaba totalmente pagado por mí, como me había dicho Barras, con el dinero de mis rentas, y la única cosa que se atrevió a ofrecerme era un reloj incrustado en una pulsera, que marcaba la hora en que yo había entrado en la casa.

Satisfecho mi orgullo nativo con este retorno, no dudé en aceptar una cosa que había pagado con el dinero de mi familia y de la herencia de mi padre; encontré además mil luises encerrados en un pequeño cofre en el que estaban escritas estas palabras:

«Resto de las rentas de mademoiselle de Chazelay durante los años 1791,1792,1793 y 1794».

Las facturas de las ropas, también pagadas, estaban aparte. Me las entregó la camarera que me preguntó de nuevo:

—¿Tiene algo que ordenarme la señora?

—Sí —le dije—, vístame y dígale al cochero que no desenganche el coche.

Me vistió, porque pensé que habiendo dejado a Teresa sin decirle nada, lo menos que exige la educación es que fuera a renovarle la invitación que sin duda le había trasmitido Barras para que viniese con su marido a mi casa a cenar.

Cuando estuve arreglada, subí al coche y ordené al cochero que volviese a la avenida de Veuves, a la Chaumiére, a la misma puerta en que me había recogido.

Un portero, que no tenía la pretensión de ser suizo, pero que no tenía más que cambiar de traje para serlo en los días de ceremonia, abrió los dos batientes de la puerta y los caballos emprendieron la marcha.

Diez minutos después estaba en los brazos de Teresa.

—Bien, querida, ¿estás contenta? —me preguntó.

—Maravillada —le dije—, sobre todo de la forma tan delicada en que ha sido hecho todo esto.

—¡Oh! —dijo Teresa—, puedo contestarte a eso. He sido consultada para todo y acerca de todo he dado mi opinión.

—Pero, ¿es que conoces la casa? —le pregunté.

—¡Ingrata! —dijo—, ¿no has reconocido en los menores detalles la mano de una mujer y de una amiga?, de una amiga un poco egoísta, porque habrás visto que tu coche sólo tiene dos plazas. No quiero que, cuando vayamos juntas de paseo, haya entre nosotras otra persona que nos impida hacernos las más íntimas confidencias.

—¡Bien!, ¿quieres que empecemos ya? Mi coche está abajo, tú estás arreglada y yo también; vamos pues a dar un paseo.

Subimos al coche y nos fuimos.

He de confesar que este primer paseo, en un encantador coche, que era mío, con la más bonita mujer de París, se realizó bajo el imperio de un encanto incontable.

¿No era yo acaso esa niña idiota hasta los siete años, en cuya creación trabajaste hora a hora, día a día, durante otros siete; que arrancaron un día de tu lado para ir a vivir con una tía caprichosa; en una calle sombría de la vieja ciudad de Bourges; que enviada por su padre al extranjero llegó a Mayence para leer allí el expediente de su ejecución, que no sabiendo que en el momento de la muerte había autorizado mi matrimonio contigo, fue a encerrarse con su tía hasta la muerte de ésta en una triste casa de Viena; que se marchó en cuanto pudo con la esperanza en el corazón y vino a buscarte y a ponerse bajo la protección de Francia? Tú te habías marchado, estabas en el extranjero, tal vez muerto.

Medio muerta por estas noticias, he seguido viviendo acercándome cada día más a la miseria y a la tumba. Ningún ser vivo ha puesto nunca, más cerca que yo el pie en el sepulcro. Salí de él por un milagro, y ese mismo milagro me ha devuelto la libertad, la fortuna, la vida y todo lo que hace brillar en sociedad.

¿No era para volverse loca una pobre niña idiota, como ya te he dicho, durante estos siete años?

Dios ha sido muy bueno conmigo.

Perdóname, Jacques, que me engañe cruelmente.

Mi bienamado Jacques, no sé si cuando leas estas líneas, comprenderás lo que pasaba en mi alma cuando yo las escribía. Mi espíritu estaba extrañamente turbado, como el de un hombre que, encerrado en una habitación donde se manipulaban licores fuertes, se hubiese embriagado con sus vapores sin haber llevado una gota a sus labios. Había algo de inconcreto en mi espíritu y en mis ojos, que me llevaba a hacer consideraciones que no entendía.

El día que celebramos mi entrada en mi casa de la calle de la Victoire, me obligaron a improvisar en el piano cosas que me parecían sin sentido, pero que, entusiasmaron a los que las escuchaban.

No hay veneno más sutil, ni que se infiltre más profundamente en las venas que la adulación. Nadie sabía destilar este veneno gota a gota, como lo hacía Barras. La música tenía sobre mí tal influencia fatal que me privaba del resto de la razón. Cuando caía en ese estado cataléptico que era casi siempre la consecuencia de mis improvisaciones, estaba literalmente a merced de aquéllos con los que me encontraba. Las ocupaciones del día, por lo demás, me predisponían demasiado a este estado peligroso.

Todos los días los pasaba de fiesta en fiesta. Todo París parecía haber escapado del patíbulo y quería hacer de la vida un gozo eterno. Por la mañana los amigos se visitaban y se felicitaban de encontrarse vivos. A las dos, íbamos a pasear; allí veíamos gentes de las que no nos habíamos atrevido a pedir noticias, se detenían los coches uno al lado de otro, se pasaba de un coche a otro, se daban las manos, se abrazaban, se prometían volverse a ver, se invitaban a bailes, a saraos, para olvidar todo lo que se había sufrido.

Todas las noches había una gran reunión o en casa de madame de Récamier, o de madame de Stael, o de madame de Krüdner, y bailes donde nunca mujer alguna había puesto los pies y que ahora estaban saturados de mujeres de mundo.

Se sentía no sólo la alegría de vivir, sino la necesidad absoluta de ser feliz. Mujeres, con una vida de la que los peores espíritus nunca se hubiesen alegrado, iban con hombres que se tomaban por sus amantes, sin que nadie se hubiese molestado lo más mínimo en averiguarlo.

Muchas uniones se hicieron en esta época, sin que nadie se inquietara por ellas, que un año antes o después, hubieran escandalizado a todo el mundo. Además había afición por la literatura, cosa desconocida durante los últimos cinco años. De un amor humano sacado del seno de Dios surgían nuevos héroes que no se parecían a ningún otro y que se llamaban «Rene, Chactas, Atala»; había poemas nuevos, que en lugar de llamarse los «Abencerrajes, los Numa Pompilius», se llamaba el «genio del cristianismo» o los «Mártires».

El oro, ese metal miedoso que huye o que se esconde cuando se acercan las revoluciones, parecía volver a París por caminos nuevos y desconocidos. A la vista del oro, los comerciantes parecían maravillados y presas de la fiebre de vender; aún dando las cosas al precio corriente, parecía que las vendiesen por nada. Entonces las mujeres se cubrían de joyas, de encajes, de objetos inventados para las épocas de lujo. Sucedía algo parecido a lo que cuenta Juvenal de los tiempos de Mesalina y de Nerón.

Se preguntaba en voz alta a las jóvenes y a las mujeres casadas por sus amantes. Era una singular mezcla de ingenuidad y de impudor.

¿Dónde encontraron apoyo las personas bastante felices para haber escapado a la influencia de estos días de inmoralidad? Sin duda tenían creencias o supersticiones que les proporcionaron fuerzas bastantes para resistir.

Toda mi fuerza eras tú.

Pero tú no estabas allí. No sabía si te volvería a ver. Te quería, pero con un amor solitario y sin esperanza que más me irritaba que protegía. Recuerdo haberme despertado con frecuencia en plena noche, por el sonido de mi voz que te llamaba en mi auxilio. No estabas allí y yo me volvía a dormir rota por una lucha de la que ni siquiera me daba cuenta.

A menudo contaba a Teresa este estado extraño de mi cuerpo y de mi alma; ella sonreía, me abrazaba, pero jamás alzó el velo que me impedía ver en mí misma, jamás me dio un consejo que yo pueda reprochar.

Todos los hombres elegantes de la época parecían haberse citado dondequiera que yo iba; en cualquier lugar que me encontrara se producía con mi llegada el mismo zumbido de admiración. Mujeres cuya reputación nunca había tenido la menor mácula, en esta época se entregaban a placeres propios de artistas o de danzarinas. Teresa era una admirable actriz de comedia. Madame de Récamier bailaba la famosa danza del chal que ha sido llevada al teatro y que ha hecho furor. A mí, me hacían cantar o improvisar con el piano, pero mis inspiraciones musicales sólo podían dar una idea de lo que ocurría en mí; ningún canto, ninguna palabra, ninguna poesía, podían expresar el tumultuoso estado de mi corazón. Siempre oía decir a mi alrededor: «¡Qué pena que una persona tan bien dispuesta para el teatro sea una mujer rica! Ah, ¿por qué os han devuelto vuestra fortuna? Estaríais obligada a acudir a vuestro talento y entonces, en lugar de no perteneceros más que a vos misma, nos hubieseis pertenecido a todos».

Incluso yo empezaba a lamentar el no haberme lanzado a la vida ardiente y fogosa del arte. Cuando menos mi alma hubiese tenido algo que devorar, y hubiera combatido, luchado y sufrido.

¿Lo comprendes, amigo mío? Yo que había sufrido tanto, aún tenía necesidad de sufrir.

Por desgracia Teresa vino, sin saberlo, a ayudarme en esta aspiración de amor y de sufrimiento. Era moda en esta época, la de representar comedias y aún tragedias. Barras y Tallien estaban unidos con Taima; ella les pidió que le presentaran al gran artista, al que, dijo ella, quería pedir consejos para representar tragedias. Hecha la invitación, Taima no se hizo de rogar. Vino a casa de Teresa. Entonces estaba en la plenitud de su talento, de su juventud y de su belleza. Era un hombre distinguido en todos los aspectos. Yo nunca había visto de cerca a un comediante, por eso para mí fue objeto de una particular atención.

Fue grande mi sorpresa al encontrar en él toda la cortesía, la educación y las aptitudes del hombre de mundo. Al ver a dos jóvenes como Teresa y yo, él creyó que se trataba de dos jovencitas caprichosas que querían hacer todavía más el ridículo, representando comedias.

Madame Tallien estaba haciéndose la toilette cuando Barras le introdujo en el salón en el que yo estaba. Dejó a Taima conmigo y subió para que Teresa se diese prisa, lo que no era poco pedir.

Yo estaba muy emocionada, no por la idea de encontrarme ante un comediante, sino por la de tener que responder a un hombre de genio. Se acercó a mí, me saludó graciosamente y me preguntó si era yo la que quería recibir lecciones de él.

—De un hombre como vos, señor Taima —le respondí—, no se piden lecciones, sino consejos.

Él hizo una reverencia.

—¿Me habéis visto actuar? —me preguntó.

—No, señor —le respondí—; incluso voy a haceros una confesión extraña para una persona de mi edad ávida de instrucción y de placeres: jamás vi un espectáculo.

—¡Cómo, mademoiselle! —dijo Taima—. ¿Que no habéis estado jamás en un espectáculo? Si no acabáramos de salir de una revolución, os preguntaría si no acabáis de salir de un convento.

Me eché a reír.

—Señor —le dije—, yo jamás me hubiese atrevido a llamaros, dado lo ignorante que soy en cuestiones de arte; Teresa es la culpable; mi educación difiere completamente de la de las demás mujeres. Nunca he estado en un convento, ni nunca en ningún espectáculo. No os diré que las obras de arte de nuestros grandes maestros me sean desconocidas, ¡oh, no!, las sé de memoria, aunque no me satisfagan.

—Perdón —me dijo Taima—, pero me parecéis todavía muy joven, mademoiselle.

—Tengo diecisiete años.

—¿Y ya tenéis ideas personales?

—No sé, señor, a qué llamáis ideas personales; juzgo por mis sensaciones; creo que en el teatro las grandes emociones vienen de las grandes pasiones. Me parece que el amor es una de las pasiones más trágicas. Pues bien, creo que nuestros poetas dramáticos expresan el amor de tal manera que tiene más de retórica amorosa que de verdad cordial.

—Perdonadme, mademoiselle —contestó Taima—, pero habláis de arte como si cultivaseis el verdadero arte.

—¿Es que existe un arte verdadero y un arte falso? —le pregunté.

—Casi no me atrevo a confesarlo, yo que he de representar a Comeille, a Racine y a Voltaire. ¿Habláis algún idioma además del nuestro, mademoiselle?

—Hablo el inglés y el alemán.

—Pero, ¿cómo habláis el inglés y el alemán, como una colegiala?

Me ruboricé ante la duda que tenía el gran artista que tenía acerca de mi filología.

—Hablo inglés y alemán como una inglesa y como una alemana —le contesté.

—¿Y conocéis autores que han escrito en esas dos lenguas?

—Conozco a Shakespeare, Schiller y Goethe.

—¿Y creéis que Shakespeare no dice bien el lenguaje del amor?

—¡Oh!, al contrario, señor, hay tanta verdad en su lengua que esto probablemente me hace injusta con los autores que han hablado después de él.

Taima me miró con sorpresa.

—Bien —le pregunté.

—Bien —dijo—, estoy sorprendido de encontrar esta precisión en el razonamiento de una joven de vuestra edad; si no fuera demasiado indiscreto os preguntaría si habéis amado mucho.

—Yo os respondería que he sufrido mucho.

—¿Sabéis de memoria algo de Shakespeare?

—Sé todos los pasajes notables de Hamlet, de Otelo y de Romeo y Julieta.

—¿Podéis decirme en inglés algo de Romeo?

—¿Entendéis vos el inglés?

—He representado esa tragedia en inglés antes de representarla en francés.

—Pues bien, voy a deciros el monólogo de Julieta en el momento en que el fraile le da el narcótico que la va a hacer parecer muerta.

—Escucho —dijo Taima.

Empecé un poco emocionada al principio, pero, en seguida, el poder de la poesía me ganó y con cierto lirismo dije estos versos:

¡Adiós!

El Señor sólo sabe si nos veremos más.

En mi frente el terror infunde el desconcierto,

Y mi sangre en mis venas se detiene, se estanca.

(Se vuelve hacia donde salen la nodriza y la señora Capuleto).

Si pudiera llamarlas para calmar mi espanto

¡Oh!, nodriza, ¡oh!, señora…

Pobre loca, ¡silencio!

¿Qué han de hacer aquí ahora tu madre o tu nodriza?

Que sin testigo alguno se realice el asunto:

¡Veneno, ven a mí!

(Dudando).

Y si mi alma flaquea,

Ya seré para el conde; pero ¡no!, ¡eso nunca!

Conozco cómo puedo eludir esa suerte.

Puñal, último auxilio, esperanza suprema,

Permanece a mi lado.

(Dudando, otra vez).

¿Y si fuera un veneno,

Que el fraile, con traición,

haya puesto en mis manos,

Temiendo que descubran mi primer matrimonio?

¡Pero, no! Todos creen que es

un hombre muy santo.

Y, además, es amigo de mi amado Romeo.

¿Qué puedo, pues, temer?

(Con espanto).

Pero si en una tumba,

Sola, con mi sudario, en la sombría morada

Me despertara en medio de los muertos que yacen

¡Antes de que llegara a buscarme Romeo!

Este aire que los vivos no podrían respirar,

Hollando al mismo tiempo mi nariz y mi boca

Llenaría de mortales miasmas mis pulmones,

Y me ahogaría antes que mi amado Romeo,

Vencedor de la muerte, me llevase en sus brazos.

¡Y si mis ojos vieran ese horrible espectáculo!

¿No es esta cueva, acaso, el viejo receptáculo

Donde están las cenizas de antepasados muertos

Hace miles de años, que ahí están hacinados?

Donde Thybaldo, el último que ha llegado a esta cueva,

Con boca amenazante, lívido y frío me espera.

Cuando suenen, ¡Dios mío!, las doce de la noche

¿No es cierto que despiertan los que están en sus tumbas?,

Para, horribles, unirse y bailar sones fúnebres

¿Haciendo que sus huesos choquen en las tinieblas?

¿No es cierto que en la noche dan gritos espantosos

Que ahuyentan la razón del alma de los vivos?

¡Oh! si me despertara bajo estos tristes arcos

En el momento mismo que reviven las sombras;

Si viniendo hasta mí, a mi sepulcro oscuro,

Los muertos me mancharan con su impuro contacto,

Llevándome a sus ojos, que aborrece la luz,

Y estuviera privada, cuando llegue la aurora.

Siento que si lo pienso mi razón me abandona.

¡Oh!, Romeo, ¡huye, huye!; veo cómo lentamente,

Para herirte, se alza Thybaldo de su fosa;

Su descarnada mano blande brillante espada,

Su sangrante costado señala con el dedo,

Y quiere que te quedes para siempre con él.

¡Asesino, detente!

En el nombre del cielo, yo te digo ¡detente!

Taima no me interrumpió mientras hablaba. No me aplaudió cuando acabé; pero dándome la mano me dijo:

—Sencillamente maravilloso, mademoiselle.

Teresa y Barras entraron cuando Taima terminaba de alabarme.

—¡Ah!, ciudadano Barras —dijo—, ciudadana Tallien, cómo siento que no hayáis llegado antes.

—¿Ya se ha terminado la lección? —preguntó riéndose Teresa.

—Sí, ya terminó —respondió Taima—, pero me la han dado a mí. Hubierais oído a mademoiselle decir versos como muy pocas veces he tenido ocasión de aplaudir.

—¡Cómo! Mi pobre Eva —dijo Teresa riéndose—. ¿Acaso eres tú una trágica sin saberlo?

Mademoiselle es una trágica, una cómica, una poetisa, todo lo que se puede ser con un corazón excelso y un alma amante. Pero dudo que jamás consiga dar en francés la entonación prodigiosamente natural que ha logrado en inglés.

—¿Entonces hablas inglés? —preguntó Teresa.

—Admirablemente —dijo Taima—. Ciudadano Barras, me rogasteis que viniera a dar consejos a estas damas; no tengo nada que enseñar a mademoiselle, ni consejos que darle; le diría: «Decidlo como lo sentís y lo diréis siempre bien». En cuanto a madame Tallien, le rogaría que primero oyese a su amiga y después, si quiere seguir estudiando, me pondré a su disposición.

—¿Y dónde y cuándo oiremos a mademoiselle? —preguntó Teresa.

—En mi casa, cuando Monsieur Taima quiera.

—Mañana por la noche —dijo Taima— no actúo. ¿Sabéis la escena de Romeo y Julieta en el balcón?

—Sí.

—Pues bien, la repasaré; no me considero lo suficientemente fuerte para representarla con vos sin estudiarla de nuevo; que solamente vengan unos cuantos amigos, porque se dice que yo no soy demasiado bueno en las escenas de amor.

—Entonces —dijo Barras—, ¿comemos juntos mañana en casa de mademoiselle?

—¡Oh, no! —dijo Taima—, cuando actúo por la noche, como a las tres de la tarde y ya he cenado.

—Pues bien —dijo Barras—, entonces cenaremos en casa de mademoiselle.

Y dio mi dirección a Taima.

He retrasado todo lo que he podido, mi bienamado Jacques, la terrible confesión que voy a hacerte, pero es necesario que al fin la aborde; ¡abur!

Cuando por azar se celebraban en mi casa fiestas de esta clase, Barras era el que hacía todos los preparativos. Nadie como Barras sabía preparar esas fiestas inmensas a las que asisten quinientas personas en sus palacios y jardines, o esas pequeñas fiestas en mi opinión más difíciles, a las que sólo asisten quince o veinte amigos y en donde hay que ingeniárselas para que todo el mundo se vaya contento.

Pared por medio estaban mi salón y mi dormitorio; la ventana, situada en un ángulo de la habitación, servía perfectamente para simular la puerta del balcón; en esta ventana, pusimos enredaderas, madreselvas y jazmines.

Reflectores ocultos, colocados en el techo de mi habitación, que también estaba oculto tras un macizo de naranjos, iluminaban la ventana del mismo modo que hubieran podido hacerlo los rayos de la luna.

Un andamio levantado en el jardín, hacía que pudiese estar de pie junto a la ventana y que pudiera apoyarme en una barra adornada de plantas trepadoras, de igual manera que hubiera podido hacerlo en un balcón.

A las siete, me trajeron un encantador vestido de Julieta, diseñado por Isabey; era un obsequio de Teresa. Sabía mejor que yo el estilo y los colores que me realzaban.

La cita era para las ocho.

Yo no conocía a nadie en París y por tanto los que habían de hacer las invitaciones eran Tallien y Barras.

Me acuerdo sólo que estaba Ducis, que veintitrés años antes, había traducido Romeo y Julieta, si es que todavía, este débil esquema de magníficos cuadros puede llamarse una traducción.

A las ocho en punto llegó Taima.

Cuando entró en el salón, se quitó el abrigo y apareció con su traje de Romeo, copiado del pequeño libro veneciano dibujado por el primo de Ticiano.

Aunque un poco pequeño, y ya algo grueso para el personaje, este traje le caía bien.

Barras y Tallien se habían preocupado de que se encontrase con los de siempre: Chenier, el ciudadano Arnault, Lagouvé, Lemercier, madame de Staél, Benjamín Constant, Trénis, el hermoso bailarín; en fin, personas que yo no conocía pero que se conocían unas a otras. Yo había encargado a madame Tallien que fuera ella quien me hiciese los honores en el salón. Para vestirme me ayudó la camarera de mademoiselle Mars y de mademoiselle Raucourt. Estas dos me esperaban en el gabinete que estaba al lado de mi dormitorio.

La puerta que comunicaba el salón con el dormitorio, es decir, la sala con el escenario, estaba cerrada con un paño de terciopelo rojo que se corría por los dos lados, así como las cortinas de las camas o de las ventanas.

Cuando estuve vestida, bajé al jardín y subí por el andamio.

Hacía una noche de verano; quedé maravillada cuando al encontrar mi habitación convertida en un parterre de flores.

Disculpa que cuente todos estos detalles; pero cuando se va a confesar una gran culpa, es necesario que busque en la naturaleza algo que excuse mi debilidad.

Mi habitación parecía una especie de tienda que se hubiese puesto junto a la casa; estaba pintada al estilo de principios del siglo XVI.

La ventana había sido sustituida por otra en forma de ojiva que se adaptaba perfectamente a la primera.

Cuando llegué al balcón, estaba cerrada, para abrirse hacia mí, es decir, del lado opuesto al que se abría normalmente.

A través de los cristales pintados, vi entrar a Taima. Se detuvo un instante, no sabiendo donde poner los pies, pues el suelo estaba completamente lleno de flores; después vino a ocupar su sitio al pie del balcón.

Una mano invisible dio tres golpes.

La cortina de la puerta se abrió.

Todos los espectadores que estaban en el salón lanzaron un grito de sorpresa, porque nadie esperaba encontrarse con el encantador cuadro de Miéris que ofrecía mi ventana, iluminada desde dentro y engalanada artísticamente con ramas de clematies, de jazmín y madreselvas.

Este grito se transformó en un aplauso general, que sólo cesó cuando vieron que se iluminaba mi ventana y que yo aparecía detrás de las vidrieras pintadas.

Iba a hablar Taima, y todos se callaron para escucharle. El gran artista se había arreglado con gran coquetería, y hacía gala de toda la magia de su voz aterciopelada. Empezó a decir en inglés:

¿Qué luz inesperada entra por la ventana?

¿Eres tú o el amor que se va a presentar

Mi Julieta, ángel rubio, que en Febo engendra envidia?

Vete tú, ¡oh, sol!, que eres mucho menos brillante

Que esta pálida reina que sobre su alba frente

Luce una esplendorosa corona de diamantes.

Huye, Febo, en tu carro, que viene el astro de oro,

Es mi ángel, es mi amor, mi virgen, mi tesoro.

Tus labios que se mueven no articulan palabras

¿Están mudos, Julieta, porque te escucho en vano?

Que tus ojos me hablen, aunque sin voz, amor

Y sabré responderte con la misma palabra.

Tus ojos no son ojos, son como dos estrellas

Que en vano apagar quiere la noche en el azul

Y que lanzando lejos su fuego al horizonte

Incitan a los pájaros a cantar la creación.

Ved como su mejilla reclinada con gracia

Busca un flexible apoyo en su mano derecha,

Que acaricia con mimo el carmín de esa flor.

Abrí la ventana en medio de los aplausos dedicados a Taima, que aumentaron con mi presencia.

Tenía que contestarle con una sola palabra:

¡Ay!

ROMEO

Al fin dijo algo.

Cállate inquieta brisa.

Deja que hasta mí llegue la voz de mi Julieta;

Mensajero del cielo con palabras de miel,

Enviado por Dios, que cruzas con más brillo

Los aires que el relámpago, que es espada de fuego.

JULIETA

¡Oh! Romeo, ¿por qué ése ha de ser tu nombre?

¡Oh!, ¡renuncia a tu nombre, tan terrible y tan bello!

Renuncia a tu familia o dime que me quieres,

Y entonces yo, amor mío, renunciaré a mi nombre

Y ya no seré más, nunca más, Capuleto.

ROMEO (para sí).

¿He de callarme ahora, o es momento de hablar?

JULIETA

Tu nombre es el que causa un daño sin quererlo

Y no obstante, ¡Dios mío!,

qué me importa tu nombre;

Si te llamaras Sánchez,

¿me habrías de querer menos?

Ninguna de las cosas que nos hacen personas

Residen en el nombre, que nos dan nuestros padres.

Tu nombre no es tu mano, ni tu voz, ni tus ojos,

Tu nombre no es tampoco tu dulce corazón.

Porque si, en fin Romeo, denominamos rosa

Al beso matutino que estalla en el arbusto,

¿Sería otro su perfume, si otro fuera su nombre?

Y la pobre luciérnaga, que en la más negra noche

No deja de lucir; si otro fuera su nombre

¿se privaría de luz?

Y si Romeo quisiera ya no ser más Romeo

¿Sería menos valiente, sería menos hermoso?

Cambiaría tan sólo la funda, no la espada.

Cierto es que cuerpo y alma seguirían siendo idénticos.

ROMEO (dejándose ver por Julieta).

En lugar de llamarme con este nombre odiado

Llámame simplemente amor, fidelidad.

Y viniendo de ti lo tendré por bautismo

Al menos tan sagrado que el que viene de Dios.

JULIETA

¿Quién eres tú que vienes espiando mis penas

A contestar tan raudo a mis quejas?…

ROMEO

Yo soy

Un hombre cuyo nombre está maldito, amor,

Porque ese nombre evoca temor en tu familia;

Y que renunciaría a ese nombre siniestro

Firmando para siempre su dicha sin final.

JULIETA

Apenas hube oído entre ruidos inanes

Unas cuantas palabras dichas por esta voz,

De acento conocido ya por mi corazón

¿Acaso no eres tú, Romeo, tú, mi amor?

ROMEO

No, no, no soy Romeo,

te lo puedo jurar.

JULIETA

Tu presencia es injuria a estos lugares, joven

¿Qué buscas?, dime, dime ¿qué te trae al jardín?

¿Por qué vienes de noche, a estas horas?, ¿por qué?

Cómo te fue posible franquear el alto muro.

Culpa tuya sería sufrir una desgracia:

Que si alguien de los míos te descubriera aquí

No tendría para ti compasión ni piedad.

ROMEO

La llama del amor me ha prestado su luz;

Sabes que ante su impulso no hay barrera insalvable;

Sus alas me han traído a este lado del muro

Sus llamas alumbraban el camino a seguir.

Y antes que la presencia de tus parientes, más

Que el peligro de verlos furiosos frente a mí,

Mucho más que su espada brillante de rencor,

Temo ver en tus ojos una dulce mirada.

JULIETA

¡Oh! por nada del mundo,

por nada admitiría

Que a estas horas te vieran

en mi aposento, amor.

ROMEO

¡Oh!, no temas, te digo;

de los que me persiguen

Me escondo bajo el manto de la noche sin luz.

Y además, una muerte lamentada y cercana

Es mejor que una vida con tu odio, sin tu amor.

JULIETA

¿Qué propósito, dime, te ha impulsado

en la noche A venir hasta mí?

ROMEO

Es el amor, Julieta,

El amor que domina el corazón, cual viento

Que gobierna las olas; y que por sólo verte

hasta el confín del mundo

Arrostraría los riesgos de rayos y tormentas

Y surcaría los mares para llegar a ti.

JULIETA

Si el velo de la noche no ocultase mi cara

Verías que reflejaba un pudor natural,

Que el rubor coloreaba mis mejillas, que, raudo,

Subido había hasta ellas desde mi corazón.

Sin embargo, Romeo, si me quieres, escucha

Y dime «Sí, te quiero», jurándome tu amor.

Puede dudar quien ama de veras, quien entrega

A su amado su cuerpo, su alma y su corazón.

De Júpiter se dice que, rey de la impostura,

Sonríe a los amantes que perjuran su amor.

¿Qué nos importa Júpiter, un dios de los paganos?

El Dios que nos escucha, el que se hace guardián

De cuantos juramentos se prestan almas nobles,

No es un dios adversario de las mujeres, ¡no!

Es un buen Dios, que ama, que con misericordia

Entre tu alma y mis ojos ha creado el amor.

En tus ojos lo ha puesto, para que así mi alma

Lo pueda respirar, y en mi alma lo ha puesto

Para que así tus ojos lo puedan descubrir.

Y si declaro esto tan deprisa, recuerda

Que fue en este jardín, no sabiéndote cerca,

Donde dejé salir del corazón, cual urna,

El secreto que en fiebre me hacía pasar las noches.

Lo que has oído ahora, dicho en breves palabras,

Me lo decía en las largas noches de soledad.

No me creas aturdida y como apresurada,

Movida por impulsos de un amor insensato.

ROMEO

Te juro por la reina que vaga por el cielo

Y va hacia el horizonte creciendo silenciosa.

JULIETA

¡Oh, no! Romeo, no jures por la luna, que, infiel,

Cada noche presenta una cara distinta;

Porque tu amor sería, así, tan poco firme

Como la cara pálida de la reina del cielo.

ROMEO

¿Qué dios quieres, entonces,

que tome por testigo

Del amor que me quema

la sangre de las venas?

JULIETA

¡Ninguno!

Mejor es no jurar; sólo «Te amo»,

de veras, y fiada en tus palabras

Escucharte de nuevo como dices «Te quiero».

Amor, yo te diría: «júrame por ti mismo

Y así me sobrarían anillo y sacerdote

Y desde hoy Romeo sería mi corazón».

ROMEO

Gracias, Angel de amor.

JULIETA

Ahora tú, alma mía,

Cuando mi corazón ha lanzado una llama

Que no puede iguarlarla la del rayo celeste,

Que se extingue en seguida en el aire que rasga.

ROMEO

¡Que el sueño te posea con toda la dulzura

Con que la abeja liba el polen de la rosa!

Cayó el telón después de estos últimos versos, pero inmediatamente después gritos de «Julieta y Romeo» se oían en medio de una explosión de aplausos. Se reclamaba nuestra presencia como ocurre con los grandes éxitos de los actores, cuando se siente la necesidad de volver a ver a los que acaban de impresionarnos profundamente.

Yo me abandonaba a la embriaguez; ya no era Eva, ni mademoiselle de Chazelay, era Julieta; los versos de Shakespeare habían puesto en mí todo el vértigo del amor y del triunfo.

No había un solo hombre que no quisiera besarme la mano, ni una sola mujer que no quisiera abrazarme.

En medio de estas demostraciones de admiración, se abrió la puerta de par en par y el maitre del hotel gritó:

Madame, la mesa está servida.

Me cogí del brazo de Taima, era lo menos que podía hacer por el gran artista al que debía el único momento de felicidad perfecta que había gozado desde que te perdí, y fuimos al comedor.

Hice que Barras se sentase a mi derecha y Taima a mi izquierda. Barras, que conocía todas las relaciones de los asistentes, había ido asignando a los demás sus lugares correspondientes, con el fin de que todos estuvieran contentos.

Nunca había visto una reunión tan espiritual, una tan perfecta fusión de sentimientos, un estallido tan brillante del espíritu francés.

Después, todo hay que decirlo, llegó esa hora de la noche en que se han olvidado las preocupaciones del día, el corazón se siente más esponjado, la imaginación más viva, y por tanto es la hora de las ocurrencias más alegres.

He de decir que yo casi no estaba en toda esta macedonia de palabras, de dulces sentimientos y de graciosas ocurrencias; estaba ensimismada, y, como un ave canora, el recuerdo me hablaba de la seductora sinfonía de la vanidad satisfecha; fue entonces cuando me di cuenta de que los demás habían notado el interés que Barras mostraba hacia mí.

Barras también lo observó, temió que me hiriera esta indiscreción incipiente y alabando el lujo con que había sido servida la mesa, dijo:

—Señores, al menos habéis de conocer a vuestra anfitriona; os voy a contar la vida extraordinaria de la persona que esta noche os ha proporcionado tan intenso placer con su arte, y que además ha querido completar nuestro sarao ofreciéndonos una espléndida cena.

No sabía que conociera tantos detalles de mi vida, que había averiguado por madame Cabarrus, a la que yo me había confiado en la cárcel.

Barras, que era elocuente en la tribuna, era también un encantador conversador de salón. Nadie sabía contar las cosas con más gracia y delicadeza que él. Algo herida en mi intimidad por lo que se había dejado entrever acerca de nuestras relaciones, me sentí aliviada por la dulce lluvia de justificaciones elogiosas que salían de los labios de Barras.

Veinte veces oculté mi rostro con mis manos, al notar que me invadían las lágrimas o el rubor. Nadie conocía la participación que yo había tenido en el 9 de thermidor. Fue terrible Barras cuando contaba la desesperación que me había lanzado a subir a la carreta a pesar de no haberme llegado el turno.

Fue maravilloso cuando contó la primera entrevista en los Carmelitas de Teresa, Josefina y yo. Estuvo dramático al narrar cómo cumplí el encargo que Teresa me había hecho de hacer llegar su puñal a las manos de Tallien.

Y madame Tallien, por su parte, como si se hubiera prometido no aturdirme totalmente, apoyaba a Barras, añadía a los detalles que él contaba esas naderías seductoras que despiertan hasta el colmo la simpatía.

Imaginad una reunión de poetas, de artistas, novelistas e historiadores ante los que se descubre mi vida hasta en sus accidentes más íntimos, y podréis haceros una idea de lo que yo sentía durante esta narración, que Barras terminó con la enumeración de los bienes de mi familia que había conseguido hacerme devolver, cuya cuantía exageraba para realzar mi posición.

Después vinieron los elogios a las cualidades que desconocían, a mi extraña aptitud para improvisar una música que parecía hecha con mis dedos, a rasgos ignorados que eran la primera vez que se decían.

Estaba temblando, cogió mi mano y la besó diciéndome:

—¡Oh! Si os desvanecéis cada vez que oís cómo os elogian, mi joven y bella amiga, os vais a desvanecer muy a menudo, porque nadie podrá veros y conoceros sin adoraros.

Todas las fuerzas de las que hice acopio para levantarme, marcharme de la mesa, huir de estos elogios enternecedores desaparecieron con un suspiro y una lágrima; caí de nuevo en la silla y abandoné mi mano en la suya.

¡Oh! Nunca debéis dejar vuestra mano en la mano del hombre que os ama y a quien no amáis. Hay en ese poder masculino una fuerza magnética que enerva vuestra resistencia.

A los diez minutos de haber puesto mi mano en la de Barras, ya ni veía.

La cena había terminado; me condujo al salón y sin dejarme vacilar me hizo sentar ante el piano que abrió él.

Ya se sabe en qué estado de exaltación magnética caía desde el momento en que entraba en contacto con este instrumento.

La primera vibración de las teclas, por suave que fuera, hacía correr por mis venas un temblor febril. La escena en que Romeo baja del balcón después de haber pasado su primera noche de amor con Julieta se hizo presente en mi espíritu, y con este tema, que se unía a la escena del balcón, empecé a bordar una sinfonía de emociones desconocidas, puesto que nunca había vivido una noche parecida a la noche de los dos amantes.

No sé lo que tocaba; me sería imposible reproducir una sola nota de esta improvisación. Pues, del mismo modo que Vulcano —en la antigua fábula— había conseguido unir en un solo haz, el trueno, los relámpagos y la lluvia, así conseguí yo unir el placer, la felicidad y las lágrimas.

Tantas veces me han hablado de esta improvisación que sin duda debió ser algo extraordinario. Como siempre me dejó exangüe.

Pero madame Tallien y Barras, que en dos o tres ocasiones habían podido ver el efecto que me producía, lejos de sentirse inquietos, dijeron que había que dejarme sola, que eran suficientes los cuidados que me prestara mi camarera y que me despertaría al día siguiente más lozana y bella.

Entonces oí el ruido que producían las damas al coger sus chales y sus sombreros.

Algunos labios femeninos se posaron en mi frente. Se despidieron; por su parte Barras lo hizo dándome la mano; creo que también yo le apreté la suya.

Oí como los coches abandonaban el hotel, después la voz de mi camarera que me preguntaba si deseaba acostarme.

Me apoyé en su brazo jadeante, con la cabeza abatida y fuimos a mi habitación.

Las flores habían desaparecido, pero quedaba el perfume. Era una mezcla de olores enervantes; rosas, jazmines y madreselvas habían mezclado sus aromas. Mi camarera me quitó el vestido de Julieta y me acostó.

Mi cama estaba impregnada de olores embriagadores, proseguí con mis sueños medio despierta, mis ojos se fijaron en la ventana en la que Julieta esperaba a Romeo.

De repente se abrió la ventana, reconocí a Barras. Extendí la mano hacia la campanilla, quise lanzar un grito, pero mi mano fue detenida por otra mano, y mi grito fue ahogado bajo la presión cálida de sus labios ardientes. Caí inerte y fuera de mí en la cama.

Y yo que decía todas las mañanas: «¡Oh, Dios mío! Haz que vuelva a verlo un día», al día siguiente gritaba entre lágrimas y sollozos: «¡Oh, Dios mío, haz que no lo vea nunca más!».

FIN DEL MANUSCRITO DE EVA