XVIII

He interrumpido mi relato para escribirte esta encantadora novela de Tallien y Teresa Cabarrus. Al otro día se presentó Tallien en la secretaría del Tribunal.

¿No crees, amor mío, que de todos los sistemas filosóficos y sociales, el sistema de los átomos ganchudos de Descartes sea el más especioso?

Tallien hizo llamar a madame de Fontenay.

Madame de Fontenay respondió que le era imposible andar y que pedía al ciudadano Tallien que bajara a su calabozo.

El procónsul se hizo llevar hasta allí. El carcelero iba delante de él, avergonzado de no haber dado mejor aposento a una prisionera que el mismo Tallien «estimaba» hasta el punto de venir a verla a su celda. No era una habitación lo que el carcelero había dado a Teresa: la había arrojado a una verdadera fosa.

Hay gentes que nacen de tal modo enemigos de la elegancia y de la belleza, que basta ser rico y bello para tener derecho a todo su odio.

El carcelero era de esta clase de hombres.

Tallien encontró a Teresa en cuclillas sobre una mesa en medio del calabozo, y como le preguntara qué hacía sobre la mesa:

—Huyo de las ratas —dijo ella—, que me han mordido los pies durante la noche.

El procónsul se volvió hacia el carcelero; sus ojos lanzaron un rayo que brilló en la noche como un relámpago.

El carcelero sintió miedo.

—Puede llevarse a la ciudadana a una habitación mejor —dijo.

—No —dijo Tallien—, no merece la pena; deje aquí su farol y envíe a buscar a mi ayudante de campo.

El carcelero intentó excusarse de nuevo; pero Tallien lo despidió con gesto que paralizaba toda idea de resistencia.

El miserable salió.

—Aquí tiene, ciudadano Tallien, cómo hemos de vernos por tercera vez —dijo amargamente Teresa—. En verdad, que nuestras dos primeras entrevistas me daban una mejor idea de la tercera.

—No he sabido de vuestra detención hasta esta mañana —dijo Tallien—, y aunque la hubiera sabido ayer, no me hubiera atrevido a venir. No puedo, entre tantos espías que me rodean, hacer nada por vos, sino a condición de que no sepa que nos conocemos.

—¡Bien, sea!, no nos conocemos; pero vais a hacerme salir de aquí.

—De este calabozo, sí, ahora mismo.

—No, de este calabozo, no; de esta cárcel.

—De esta cárcel me es imposible. Habéis sido denunciada y detenida y tenéis que comparecer ante el tribunal revolucionario.

—Comparecer ante vuestro tribunal, no; sería condenada de antemano. Una pobre criatura como yo, hija de un conde, mujer de un marqués, ¡qué casi se muere de miedo por haber dormido una noche con una docena de ratas! Yo soy, en los tiempos que corren, carne de guillotina.

Tallien se llevó las manos a la frente.

—Pero, os pregunto, ¿por qué os mezcláis en nada? ¡Y venís a Burdeos a pagar a un capitán inglés el pasaje de los enemigos de la nación!

—Yo no vine para eso. Trescientos desgraciados que se han cruzado en mi camino a los que he podido rescatar del patíbulo por tres puñados de oro. Suponed que en vez de llevar ese sombrero con penachos y esa banda tricolor, hubieseis sido un simple ciudadano, hubieseis hecho otro tanto.

—Pero no sólo favorecéis la emigración de los otros, sino que vos misma ibais a emigrar.

—Yo, ¡oh!, ¡no faltaba más! Voy a España a ver a mi padre, al que no he visto desde hace cuatro años. ¡A esto llamáis emigrar! Vamos, haced que nos concedan la libertad, a mi marido y a mí, y que podamos irnos.

—¿A su marido? Yo creía que estabais divorciada.

—Tal vez lo esté en efecto, pero ahora que él está en prisión y su cabeza en peligro, no es el momento de recordarlo.

—Escuchad —dijo Tallien—, yo no soy dueño de la situación, no puedo liberar sino a uno de los dos, el otro quedará como rehén. ¿Queréis marcharos?, me quedo con vuestro marido; ¿queréis que se marche vuestro marido?, me quedo con vos.

—¿Y está garantizada la vida del que se quede? —dijo madame de Fontenay.

—Sí, mientras yo tenga la cabeza sobre los hombros.

—En ese caso, haced que se marche mi marido —dijo madame de Fontenay con un gesto encantador.

—Dadme vuestra mano en señal de acuerdo.

—¡Oh, no!, no sois digno de besar mi mano, después del abandono en que me habéis dejado; si acaso, mi pie, o mejor dicho, lo que de él han dejado las ratas.

Y se descalzó su encantador pie, su pie de española, grande como su mano, en el que eran visibles las huellas de los dientes de los roedores nocturnos, y se lo dio a besar.

Tallien lo cogió entre sus manos, lo apretó contra sus labios.

—Pongo en juego mi cabeza —dijo—; pero, qué importa, si ya estoy pagado de antemano.

En este momento se abrió la puerta y apareció el ayudante de campo, seguido del carcelero.

—Amaury —dijo Tallien—, espera aquí la orden de libertad de la ciudadana Fontenay. Voy a buscarla al tribunal, y cuando la hayas recibido, ella te dirá donde has de llevarla. Un cuarto de hora después, llegaba la orden; madame de Fontenay hizo que la llevaran a casa de Tallien, y el carcelero escribió a Robespierre:

«Se traiciona a la República por todas partes; el ciudadano Tallien acaba de indultar, con su sola autoridad personal, a la noble marquesa de Fontenay, detenida por orden del comité de salud pública, incluso antes de haber sido interrogada».

Teresa había cumplido su palabra; cuando se marchó su marido, ella quedó como rehén, no sólo de Tallien, sino en casa de Tallien.

A partir de ese momento, Burdeos respira. Es muy extraño que una mujer joven y en la flor de su belleza, sea cruel: Teresa que uniendo la gracia a la dulzura y a la persuasión, había conquistado a Tallien; conquistó a Isabeau, conquistó a Lacombe. Era una de esas naturalezas como Cleopatra y Teodora, bajo cuyas manos la naturaleza se complace en inclinar la cabeza de los tiranos.

Burdeos comprendió bien pronto cuánto debía a la bella Teresa. En los teatros, en las revistas, en las sociedades populares, el pueblo la aplaudía; creía ver en ella la Egeria de la Montagne, el genio de la República.

Teresa había comprendido que sólo tenía una excusa para su amor: consistía en ablandar al representante huraño, al hombre implacable; consistía en arrancar los dientes y cortar las garras al león. El descanso de la guillotina era su gloria, si frecuentaba los clubs, si hablaba en ellos, era para hacer valer su popularidad en pro de la misericordia.

Recordaba que, en una sola noche que pasó en la prisión de Burdeos, había visto sus bonitos pies comidos por las ratas; hacía que Tallien le diese las listas de los presos. «¿Qué hizo éste? ¿Qué hizo el otro?», preguntaba. Sospechosos. También yo era sospechosa. Veamos, ¿sería más fuerte la República si me hubierais guillotinado?

Una lágrima caía sobre un nombre, y lo borraba.

Esta lágrima lo ponía en libertad.

Pero la denuncia del carcelero dio sus frutos. Una mañana llegó a Burdeos un hombre de Robespierre. Tallien fue sustituido por el recién llegado. Se fue a París con Teresa.

Robespierre se equivocó en su espera; el viento, un viento desconocido soplaba en favor de la clemencia. Tallien, al que Robespierre cree impopular por su indulgencia, es elegido presidente de la Convención.

A partir de este momento estos dos hombres se tendrán un odio inextinguible.

El hombre de Robespierre, le había escrito desde Burdeos:

«Ten cuidado, Tallien aspira a jugar un gran papel».

Robespierre, no atreviéndose a atacar a Tallien de frente, ordenó al comité de salud pública que hiciera detener a Teresa.

La detención se realizó en Fontenay-aus-Roses.

Teresa fue llevada a La Forcé.

Esto ocurría unos quince días antes de que yo fuera conducida allí.

Fue arrojada a un calabozo negro y húmedo que le recordó las ratas de Burdeos. Allí durmió acurrucada sobre una mesa, con la espalda apoyada en la pared.

Dos o tres días después se suprimió su incomunicación y fue trasladada a una habitación grande, con otras ocho mujeres.

¿A que no aciertas, amor mío, en qué se entretenían estas mujeres para acortar las largas noches de insomnio?

Jugaban al tribunal revolucionario.

La acusada, siempre era condenada, le ataban las manos, le hacían poner la cabeza entre las rejas de una silla, le daban un golpe en el cuello, ¡y todo estaba dicho! Cinco de las ocho mujeres que habían ocupado esta habitación salieron sucesivamente para representar en la realidad, en la plaza de la Revolution, el papel que habían repetido en la habitación de La Forcé.

Durante este tiempo, Tallien, envuelto en un abrigo, vagaba alrededor de la prisión en la que estaba encerrada Teresa, tratando de ver su querida silueta a través de los barrotes de una ventana.

Acabó por alquilar una buhardilla desde la que miraba al patio en el que los presos tenían permiso para pasear.

Una tarde, en el momento en que ella iba a entrar, y en el que, por una gracia especial el bueno de Ferney la había dejado un instante sola después que las otras entraron, cayó una piedra a sus pies. Para los prisioneros cualquier cosa es un acontecimiento; le pareció que esta piedra tenía un significado; la cogió y encontró una pequeña nota atada a ella.

Escondió cuidadosamente la piedra, o mejor dicho, la nota que tenía unida. No podía leerla porque era de noche y no se permitía utilizar la luz; durmió con la nota en sus manos, y al día siguiente, al romper el alba se acercó a la ventana y con los primeros rayos del alba leyó:

«Velo por vos, id al patio, no me veréis, pero estaré cerca de vos».

La escritura estaba disimulada, no había firma, ¿pero, quién, sino Tallien había podido escribir esa nota?

Esperó con impaciencia el momento en que había de subir el padre Ferney; hizo todo lo posible por hablarle, pero su única respuesta fue poner el dedo en los labios. Durante ocho días, Teresa tuvo noticias de su protector por el mismo procedimiento. Pero sin duda Robespierre fue advertido por su policía que Tallien había alquilado una habitación cerca de La Forcé. Se dio orden de llevar a Teresa a los Carmelitas con otros ocho o diez prisioneros.

Ella salió de la gran Forcé al mismo tiempo que yo salía de la pequeña Forcé. Únicamente la careta de los condenados había salido por la puerta de la calle del Roi-de—Sicile, mientras que el carricoche de los prisioneros había salido por la puerta de la calle de Rosiers.

Se habían juntado en la calle de Lombards, puesto que el carricoche tenía que cruzar la calle de Saint-Honoré para llegar al puente de Notre Dame.

Allí es donde yo vi a Teresa. Allí es donde yo le lancé el capullo de rosa.

Al llegar a los Carmelitas la habían puesto en la celda de madame de Beauharnais, de la que acababan de llevar a madame de Aiguillon.

Madame de Beauharnais era una mujer de unos veintinueve a treinta años, había nacido en la Martinica, en la que su padre era gobernador del puerto. Había venido a Francia a los quince años de edad y se había casado con el vizconde Alejandro de Beauharnais.

El general de Beauharnais (porque su marido sirvió desde luego a la Revolución, que lo rebasó como a tantos otros) acababa de morir en el patíbulo.

Aunque tan desgraciada en su matrimonio como madame de Fontenay, ella había hecho todo lo que pudo por salvar a su marido, pero sus gestiones sólo condujeron a comprometerla a ella misma. Había sido detenida, conducida a los Carmelitas y esperaba ser llevada de un momento a otro ante el tribunal revolucionario.

Había tenido dos niños del general de Beauharnais, uno llamado Eugenio, la otra Hortensia; pero era tan grande su miseria que Eugenio entró como aprendiz en casa de un carpintero y Hortensia, para poder alimentarse, en casa de una bordadora.

La víspera de la llegada de Teresa, habían venido a llevarse el catre de madame Aiguillon.

—¿Qué hacéis? —había dicho Josefina al carcelero.

—Ya veis, me llevo el catre de vuestra amiga.

—¿Y dónde va a acostarse ella mañana?

El carcelero se echó a reír.

—Mañana —dijo—, no necesitará ninguna cama.

En efecto, había venido a buscar a madame Aiguillon, que no había vuelto a aparecer.

El colchón quedó en el suelo.

Debía servirnos a las tres, a menos que dos prefiriesen dormir en sillas.

Hay que decir que el aspecto de nuestra celda no es alegre, amor mío; el 2 de setiembre fue escenario del asesinato de varios sacerdotes, y la sangre había manchado las paredes en varios puntos.

Además, varias inscripciones lúgubres —último grito de esperanza o de desesperación— cubrían las paredes.

Llegó la noche y con la noche las más sombrías ideas.

Las tres nos sentamos en el colchón y como yo era la única que no temblaba:

—¿No tienes miedo? —me dijo Teresa.

—¿Es que no te he contado —le contesté—, que yo he querido morir?

—Querer morir a tu edad, ¿a los dieciséis años?

—¡Ay!, he vivido tanto como una mujer de ochenta años.

—Yo —dijo Teresa—, te confieso que me pongo a temblar al menor ruido. ¡Dios mío! Tú has visto guillotinar a treinta personas; has sentido el viento de la cuchilla que pasaba como un rayo ante tus ojos, ¡y no han encanecido tus cabellos!

—Del mismo modo que Julieta veía a Romeo acostado bajo su balcón, me parecía ver a mi amor, acostado en su tumba. Yo no moría, iba hacia él. Vosotras lo tenéis todo en la vida, amores, hijos y, por eso, queréis vivir. Yo tengo todo en la muerte, por eso quiero morir.

—Pero, ahora —me dijo ella con un tono cariñoso—, ahora que tienes dos amigas, ¿también quieres morir?

—Sí, si vosotras morís.

—Pero, ¿y si no morimos?

Yo me encogí de hombros.

—No pido otra cosa sino vivir —le respondí.

—Y, si por ejemplo —me dijo Teresa apretándome contra su pecho y besándome en los ojos, ¿si tú pudieras salvarnos la vida?

—¡Oh! —grité—, lo haría con alegría, ¿pero, cómo?

—¿Cómo?

—Sí. Yo soy una presa como vosotras.

—Sólo que, según me has contado, tú podrías salir si quisieras.

—¿Yo, cómo?

—¿No eres protegida de un comisario?

—¿Yo, protegida?

—Claro. ¿No te ha inscrito bajo nombre supuesto?

—Sí.

—¿No te ha dicho que lo volverías a ver?

—¿Cuándo? Ésa es la cuestión.

—No lo sé; pero ha de ser lo más pronto posible.

—Los días pasan deprisa.

—Con que sólo supieras su nombre.

—No lo sé.

—Podríamos averiguarlo por el carcelero.

—¿No sería mejor dejar que volviese, ya que dijo que volvería?

—Sí, pero si de aquí a entonces…

—Yo podría salvaros a una de vosotras —dije—, haciéndome pasar por ella y ocupando su puesto en la carreta.

—¿Pero cuál? —preguntó rápidamente Teresa.

—Justo sería que fuese la que tiene niños, o sea, madame de Beauharnais.

—Sois un ángel —me dijo ésta, abrazándome—; pero nunca aceptaré un sacrificio semejante.

—Escuchadme, amigas —les dije—, ¿cuánto tiempo hace que estáis arrestadas?

—Yo —dijo Teresa—, unos veintidós días.

—Y yo —dijo madame de Beauharnais—, diecisiete.

—Pues bien, es probable que no piensen en vosotras ni mañana ni pasado mañana. Así pues contamos con tres o cuatro días para hacer venir a nuestro comisario, si es que él no viene por sí mismo; durmamos, mientras tanto, la noche es una buena consejera.

Y nos acostamos en nuestro único colchón, unas en brazos de otras.

Pero creo que yo fui la única que durmió.