XVI

Dimos unos pasos en silencio. Después, de repente, un gran estremecimiento se extendió por toda la muchedumbre y llegó hasta los condenados, porque, como las carretas pasaban por la puerta de Saint-Honoré, aunque estuvieran sentados de espaldas y, por consecuencia no pudieran ver el instrumento del suplicio, adivinaron que habían llegado a él.

Yo, por el contrario, noté un sentimiento de alegría; me alcé sobre la punta de mis pies y vi la guillotina que elevaba por encima de todas las cabezas sus dos grandes brazos rojos hacia el cielo, al que tienden todas las grandes cosas. Había llegado a preferir incluso la nada, que tanto aterraba a estos desgraciados, a la duda en que vivía ya más de dos años.

—Hemos llegado, ¿no es así? —preguntó uno de los condenados con una voz triste.

—Dentro de cinco minutos.

—Nos guillotinarán los últimos, porque estamos en la última carreta —dijo otro de estos desgraciados hablándose a sí mismo—. Somos treinta, y a uno por minuto, todavía tenemos media hora de vida.

La multitud seguía gritando contra ellos y compadeciéndose de mí; había llegado a ser tan densa que los gendarmes que precedían a las carretas no podían abrirse camino. Fue menester que, desde la plaza de la Revolution, el general Henriot, que vigilaba cerca del cadalso, viniese en persona, con el sable en la mano y seguido de cinco o seis guardias, para abrir paso, lanzando juramentos terribles.

Lanzó su caballo con tal brutalidad, que, del empuje que le dio su jinete, atropellando a mujeres y niños, llegó hasta la última carreta.

Me vio de pie, en medio de los otros, que estaban arrodillados.

—¿Por qué no estás de rodillas como los otros? —me preguntó. El condenado que me había pedido que rezase por ellos oyó la pregunta y levantó la cabeza:

—Porque nosotros somos culpables y ella es inocente, porque nosotros somos débiles y ella es fuerte, porque nosotros lloramos y ella nos consuela.

—¡Vaya! —gritó Henriot—, así que es una heroína como Carlota Corday o madame Roland; y yo que creía que nos habíamos librado de todos esos viragos.

Después, se dirigió a los carreteros:

—Vamos —les dijo—, el camino está libre, ¡adelante! Y las carretas se pusieron a andar.

Cinco minutos después, la primera carreta se paraba junto al patíbulo.

Las otras se detuvieron con un movimiento sucesivo que se extendió desde la primera hasta la quinta.

Un hombre con carmañola y gorro rojo estaba al pie del cadalso, entre la escalera de la guillotina y las carretas que, una tras otra, llevaban su cargamento.

Llamó en voz alta por su número y nombre a un condenado. El condenado descendía solo, o sostenido por ayudantes, subía a la plataforma, se agitaba un instante, y después desaparecía. Se oía un golpe apagado, después todo había terminado.

El hombre de la carmañola llamaba al número siguiente. El condenado que había calculado que todavía tendría media hora, contaba estos golpes sordos, y con cada uno de ellos se estremecía y gemía.

Al sexto golpe, hubo una interrupción.

Lanzó un suspiro, movió la cabeza para hacer caer el sudor, que no podía limpiarse.

—Ha terminado la primera carreta —murmuró.

En efecto, la segunda carreta ocupó el lugar de la primera; la tercera, el de la segunda; el movimiento llegó hasta nosotros y nos acercamos al patíbulo avanzando un puesto. Después, los golpes siguieron cayendo, y el desgraciado continuó contándolos al tiempo que palidecía y temblaba de miedo cada vez más.

Al sexto golpe, la misma interrupción, y el mismo movimiento.

Los golpes volvieron de nuevo haciéndose más perceptibles a medida que nos íbamos acercando.

El condenado seguía contándolos; pero al llegar al número dieciocho, la voz se extinguió en sus labios, se desplomó y ya sólo se oyó como una especie de estertor.

Los golpes seguían cayendo con espantosa regularidad. La carreta que se estaba vaciando era la única que nos separaba del patíbulo.

El condenado que había pedido que rezara, levantó la cabeza.

—Ya llegó nuestra hora —dijo—, niña santa, ¡bendíceme!

—¿Acaso puedo hacerlo con mis manos atadas? —le pregunté.

—Dame la espalda —me dijo.

Hice lo que pedía y noté que con sus dientes desataba la cuerda que ligaba mis manos. Cuando las tuve libres, las puse sobre su cabeza.

—Que Dios tenga misericordia de ti —le dije—, y en lo que a una pobre criatura, que para ella necesitaría una bendición, le es permitido bendecir, ¡yo te bendigo!

—Y a mí, y a mí —dijeron dos o tres voces.

Y los otros condenados se levantaron con esfuerzo.

—Y vosotros también —les dije—, ¡ánimo, morid como hombres y como cristianos!

Con mis palabras, los hombres se pusieron de pie, y como ya estaba vacía la última carreta, la nuestra giró un poco y ocupó su lugar.

Entonces comenzó el llamamiento fúnebre.

Mis compañeros, nombrados uno a uno, descendieron de la carreta. El que había estado contando los golpes era el vigésimo noveno: hubo que llevarlo, estaba sin conocimiento. El trigésimo se levantó por sí mismo, antes de que lo llamaran.

Lo llamaron.

—Rezad por mí —me dijo.

Y descendió tranquilo y firme.

Con mis palabras había pasado de la desesperación a la serenidad.

Antes de ponerse en la báscula fatal, me dirigió una última mirada.

Yo le señalé el cielo.

Cayó su cabeza y, a mi vez, bajé de la carreta.

El hombre de la carmañola me cerró el paso.

—¿Dónde vas tú? —me preguntó sorprendido.

—Voy a morir —le respondí.

—¿Cómo te llamas?

—Eva de Chazelay.

—No estás en la lista —dijo.

Insistí para que me dejara pasar.

—Ciudadano ejecutor —dijo el hombre de la carmañola—, hay una joven que no está en mi lista ni tiene número, ¿qué se hace?

El verdugo se acercó a la balaustrada, y mirándome, dijo:

—Devolverla a la prisión, será para otro día.

—¿Por qué dejar la cosa para otro día si ya está aquí? —gritó Henriot—. Vamos, acabemos de una vez, que me esperan para comer.

—Perdona, ciudadano Henriot —dijo el ejecutor con cierta deferencia, pero con firmeza—: el otro día, a causa de la pobre Nicole fui injuriado y amenazado, sin embargo, ella tenía su número y estaba en la lista; anteayer con Osselin, que estaba medio muerto que bien se podría haberlo dejado morir por completo y tranquilamente, me tiraron piedras, y sin embargo también tenía su número y estaba en la lista. Hoy por esta joven, que no tiene número, ni está en la lista, ¡me harían pedazos! ¡Gracias!, eso estaba bien al principio, pero no hoy; uno se cansa. Atiende, ¿veis cómo empieza a protestar la muchedumbre?

Y, en efecto, en el pueblo había ese movimiento que se hace en las olas en el momento de la tempestad.

—Pero, si yo consiento en morir —grité al ejecutor—, ¿qué importa que esté o que no esté en la lista?

—Me importa a mí, hermosa niña —dijo el verdugo—; no hago mi trabajo por entusiasmo.

—¡Diablos!, y a mí también —dijo el hombre de la carmañola—. Tengo mis cuentas con el Tribunal revolucionario, y mi encargo es de treinta cabezas y no de treinta y una. Las cuentas claras, hacen buenos amigos.

—Miserable —gritó Henriot, blandiendo su sable y dirigiéndose al ejecutor—, ¡te ordeno que acabes con esta aristócrata! Y si no me obedeces, te las verás conmigo.

—Ciudadanos —gritó el ejecutor dirigiéndose al pueblo—, apelo ante vosotros. Se me ordena que ejecute a una joven que no está en mi lista. ¿Debo hacerlo?

—¡No! ¡No! ¡No! —gritaron miles de voces.

—¡Abajo Henriot, abajo los que mandan guillotinar! —gritaron algunos espectadores. Henriot, medio borracho, como de costumbre, lanzó su caballo hacia la multitud, por donde venían las amenazas. Entonces empezaron a llover piedras y a alzarse palos.

—Cógete de mi brazo, ciudadana —dijo el hombre de la carmañola.

El tumulto iba en aumento. El pueblo se arrojaba contra el cadalso para demolerlo; los gendarmes corrían en auxilio de su jefe. Yo quería morir, pero no quería verme hecha pedazos ni aplastada a los pies de los caballos.

Me dejé llevar.

El pueblo, que me reconoció y creyó que se me quería salvar, se abría delante de mí gritando:

—Pasad, pasad.

En la esquina del muelle de las Tullerías encontramos un coche. El hombre de la carmañola abrió la puerta, me metió en él y subió detrás de mí.

—¡A los Carmelitas! —gritó al cochero.

El coche salió al galope, siguió a lo largo del muelle de las Tullerías, llegó al puente todo lo rápido que pudo y se metió en la calle de Bac. Al cabo de una carrera de un cuarto de hora, se paró delante del convento de los Carmelitas, convertido en prisión desde hacía dos años.

Mi compañero se bajó del coche y llamó a una pequeña puerta ante la que se paseaba un centinela.

El centinela se paró; miró con curiosidad dentro del coche, vio una mujer sola, no pensó que en ello hubiera nada de inquietante, y continuó su paseo.

Se abrió la puerta y apareció el carcelero acompañado de dos perros.

Estos perros me recordaron los de La Forcé, a los que el bueno de Ferney me hizo conocer el día de mi llegada a la prisión.

—¡Ah!, eres tú, ciudadano comisario —dijo el carcelero—. ¿Qué hay de nuevo?

—Te traigo una pensionista —dijo el hombre de la carmañola.

—Estamos que no cabemos, ciudadano comisario —respondió el conserje.

—¡Bueno!, se trata de una exnoble y puedes mandarla al mismo calabozo de los dos aristócratas que te he mandado hoy.

—Que entre —dijo el carcelero encogiéndose de hombros—; una más, una menos…

—¡Ven! —me gritó el hombre de la carmañola.

Bajé del coche y entré. La puerta se cerró a mis espaldas.

—Pasa a la celda —me dijo el carcelero.

—Dad un nombre falso —me dijo en voz baja el hombre de la carmañola.

Estaba completamente aturdida con todo lo que acababa de ocurrir a mi alrededor. Obedecía, sin darme cuenta de lo que hacía… Fue tu nombre, amor mío, el que se me vino a la boca.

—¿Cómo te llamas? —me preguntó el carcelero.

—Helena Mérey —le respondí.

—¿De qué estás acusada?

—Ella no lo sabe —se apresuró a contestar el comisario—; pero todo se aclarará dentro de dos o tres días. Voy a ocuparme de ella y ya volveré.

Después, en voz muy baja, me dijo:

—Preocupaos sólo de una cosa; que no se acuerden de vos.

Y salió haciéndome un gesto de esperanza. Sin duda creía que yo amaba a la vida.

Me quedé sola con el carcelero.

—¿Tienes dinero, ciudadana? —preguntó.

—No —le respondí.

—Entonces, vivirás el régimen de la prisión.

—El régimen que queráis.

—Ven. —Os sigo.

Cruzamos el patio, después por un corredor húmedo me condujo a un calabozo estrecho y oscuro al que se bajaba por dos escaleras y que se abría por un tragaluz con reja, que daba al jardín y al antiguo monasterio. Había en este calabozo, como ya se me había dicho, dos mujeres: una de ellas era esa buena persona que encontré en el carricoche de los prisioneros en la esquina de la calle Saint-Martin; todavía tenía en los labios el capullo de rosa que le tiré.

Me reconoció, lanzó un grito de alegría y vino hacia mí con los brazos abiertos.

Le respondí con un grito semejante y la estreché contra mi corazón.

—¡Es ella!, ¿comprendes, querida Josefina? ¡Es ella! Qué alegría volver a verla cuando ya la creía guillotinada.

Esta bella criatura a la que yo había lanzado mi capullo de rosa era Teresa Cabarrus. La otra era Josefina Tascher de la Pagerie, viuda del general Beauharnais.