XXII
Encontramos el coche y fuimos derechos a casa de Teresa, situada en la avenida de Veuves. Allí encontré a la vieja española que la había educado. Empecé por darle buenas noticias de su ama, y le di la carta en la que le ordenaba dejarme elegir entre sus trajes de hombre aquel que más se aproximase a mi gusto y a mi talla. Escogí una levita marrón con cuello bajo; un sombrero de anchas alas, que ocultaba completamente mi rostro, con una hebilla de acero y un lazo negro, sin pluma; dos camisas con chorreras, dos chalecos, uno blanco y otro carmesí, un calzón de color claro y botas hasta más arriba de las rodillas.
Volvimos a subir al coche, y mi comisario me condujo a mi casa. Tuvimos gran dificultad en atravesar la calle. Había una gran multitud enfrente de la casa de Duplay.
Acababan de conocer el arresto de Robespierre y los gritos de Monsieur Duplay y de la vieja madre habían atraído a los vecinos, primero, después a los paseantes, y finalmente a los que la curiosidad llevaba a esta plaza, de donde, pensaban, saldrían las mejores y más frescas noticias.
Estaba tan curiosa como cualquiera de las personas reunidas por los lamentos de estas buenas gentes; puesto que, hay que decirlo, la familia, tenía fama en el barrio, de ser la más honrada que existiese en el mundo. Puesto que mi entresuelo estaba a dos pasos de su tienda, subí rápidamente y comprendí que había llegado el momento de utilizar el traje de Teresa. Estaba poco acostumbrada a utilizar trajes masculinos, pero al cabo de diez minutos estaba convencida de que gracias al abrigo que me cubría por entero, me permitiría atravesar entre los grupos sin que me reconociesen como mujer. Bajé y me mezclé entre los curiosos. Madame Duplay, fanática de su inquilino, llamaba a la inatacable reputación de Robespierre como hombre honrado, como ciudadano incorruptible. A todos aquellos que parecían dudar, les decía:
—¡Ah!, podéis entrar, ciudadano, podéis visitar el apartamento que habita y si encontráis una pieza de plata, una joya o un asignado de cincuenta francos, reconoceré que no tengo razón y declararé que Robespierre es un hombre venal.
En efecto, entraban como en una peregrinación, y desde la entrada se notaba que era la casa del incorruptible. Desde el quicio, el patio con su hangar, los estantes repletos de sierras, de garlopas, de cepillos, parecían decir: estáis aquí en casa del obrero honrado y trabajador. Pero era al subir a la buhardilla habitada por Robespierre donde se veía clara la prueba de esta vida de trabajo, pobre y ocupada. Los papeles, colocados sobre estantería de pino, amontonados los unos sobre los otros, hablaban de estos infatigables trabajos. Y sin embargo, se notaban que allí estaban, como en el tabernáculo de un dios, los mejores muebles de la casa, una bella cama azul y blanca como la de una joven, con algunas buenas sillas; un escritorio, de pino, es cierto, pero hecho por el dueño de la casa, de acuerdo con todas las exigencias de su inquilino, estaba colocado de tal modo que éste pudiese, cuando trabajaba, hundir su mirada en el patio y distraerse con la vista de las cuatro jovencitas, del hijo y del sobrino, que componían la familia del honrado carpintero.
En una pequeña biblioteca de pino, que no estaba cerrada, había un Rousseau y un Racine, y, en todas las paredes, la mano fanática de madame Duplay y la mano apasionada de su hija Cornelia habían colgado todos los retratos que habían podido obtener del ídolo; de tal forma, que hacia cualquier lado que se volviese Robespierre, siempre encontraba delante de él un retrato de Robespierre. Uno de estos retratos le representaba con una rosa en la mano; y, uno tras otro, la vieja madre Duplay, la mujer del carpintero y sus hijas, hacían pasar a los curiosos, diciendo:
—¿Es ésta la vivienda del mal hombre que quieren hacer pasar por tirano y que ponía su mirada, dicen sus miserables enemigos, en la dictadura o el reinado?
Una de las cuatro hijas de madame Duplay no decía nada, no se mezclaba con nada, lloraba en un rincón, sentada sobre una silla; era la mujer de Lebas, cuyo marido acababa de sacrificarse por Robespierre y había sido arrestado con él. En el momento en que salía, dos soldados guardaban la puerta y dos entraban: venían a arrestar a toda la familia del carpintero.
Admito que la vista de ese interior casi pobre, la inspección de esa modesta habitación, me produjo insensiblemente una fuerte impresión.
¿Me había equivocado? ¿Acaso las gentes que habían acusado a Robespierre no me habían dicho la verdad? Recordaba lo que tantas veces, mi bienamado Jacques, me habías repetido sobre este hombre, de la vía por la que caminaba inflexible, pero incorruptible, me decías; su inflexibilidad le ha llevado demasiado lejos, le ha convertido en el hombre sangriento, odiado por todos, y, en la hora en que estamos, es necesario que muera o que millares de cabezas tiemblen.
Se llevaron a madame Lebas, como a los demás. No se defendió en absoluto, no se lamentó en absoluto de su arresto; continuó llorando por el de su marido, eso es todo.
Entré en mi casa; tenía el corazón profundamente encogido; tenía sin cesar ante mis ojos esa modesta habitación donde los Duplay deseaban que se encontrase una pieza de plata, una joya o un asignado de cincuenta francos. Este hombre que tenía tan pocas necesidades, ¿qué es lo que ambicionaba? ¿Oro? Se veía por todas partes, escrito de todas las formas su desprecio hacia el dinero. De poder, quizá. Seguro que de orgullo. Todos los retratos en su cuarto, ese cortejo de Robespierre rodeando a Robespierre gritaban en voz alta que era la necesidad del ruido, la avidez de la fama. Era ese orgullo arrugado tanto tiempo, esa bilis derramada en el fondo de su corazón que le había hecho abatir cualquier cabeza más alta que la suya.
La madre Duplay decía que repetía sin cesar, que cualquier hombre no necesitaba más de tres mil francos para vivir. ¡Cuánto sufrimiento debía haber padecido ese corazón envidioso cada vez que miraba por encima de él!
Durante toda la noche hubo un gran ruido en la calle; en la casa sólo quedaban la más joven de las hijas Duplay y una vieja sirviente; no cerraron la puerta; era inútil; la hubiesen tenido que abrir demasiadas veces. La niña y la vieja mujer se durmieron rotas de fatiga, dejando la casa vacía a merced del que quisiese entrar.
Había ocurrido una cosa terrible de la que no tuve noticias más que al día siguiente. En el momento en que el rumor del arresto de Robespierre se extendió por la ciudad, el grito que salió de todas las bocas, grito unánime, grito de alegría, fue:
—¡Robespierre ha muerto, se acabó el patíbulo!
De tal modo, en este terrible mes de messidor que acababa de pasar, había identificado su nombre con el de la guillotina.
Y sin embargo, como si Robespierre no hubiese sido arrestado, el tribunal revolucionario continuaba juzgando. Una acusada, al sentarse en su banco, tuvo un ataque de epilepsia; la violencia del ataque fue tal, que hasta los mismos jueces le preguntaron si estaba habitualmente afectada por ese mal.
—No —respondió—, pero me habéis hecho sentar justo en el mismo sitio donde ayer hicisteis sentar a mi hijo, ¡y condenasteis a la desgraciada criatura!
Puesto que la sesión de la Convención había terminado a las tres, como a las tres y media todo el mundo sabía en París la caída de Robespierre, el pueblo esperaba (ya que, como lo hemos dicho, era sobre todo el pueblo el que estaba harto de tanta carnicería), el pueblo esperaba que no hubiera más ejecuciones. El mismo verdugo contestaba a los que le preguntaban sacudiendo la cabeza, y cuando, siguiendo su costumbre, el tribunal revolucionario preparó su hornada cotidiana, cuando las pesadas y lentas carretas rodaron a la hora de costumbre por el patio del palacio de justicia, el ejecutador preguntó a Fouquier-Tinville:
—Ciudadano acusador público, ¿no tenéis ninguna orden que darme?
Fouquier ni siquiera se molestó en pensarlo, y respondió secamente:
—¡Cumplid la ley!
Es decir: «¡Continuad matando!».
Había ese día cuarenta y cinco condenados y lo que todavía hacía la muerte más cruel, es que habían oído decirlo todo, contarlo todo, que sabían que Robespierre estaba arrestado y que con este arresto habían tenido la esperanza de su perdón.
Pero no, de la negra arcada salieron cinco carretas cargadas de condenados que conducían a la barrera del Tróne para ser ejecutados.
Estos desgraciados imploraban perdón, levantaban al cielo sus manos atadas, preguntando, cómo, puesto que iba a efectuarse el proceso de su enemigo, su proceso, el de ellos, podía darse por bueno, si estaban condenados por aquél a quien iban a condenar. La multitud empezó a rugir; pensaban que esas pobres gentes tenían razón, y, como ellos, pedían gracia. Algunos saltaron a la brida de los caballos, pararon las carretas, quisieron hacerlas retroceder; pero Henriot, sobre el que no se pudo ejecutar la orden de arresto dada por la Asamblea, llegó al galope con sus gendarmes, lo ensabló todo, condenados y libertadores, y el gentío se dispersó lanzando al cielo una última maldición y diciendo:
—¿Es que no es cierta la buena noticia que nos habían anunciado, que Robespierre había sido arrestado y que estábamos libres del patíbulo?
Hacia las siete de la tarde oí batir la llamada de todas partes; mi disfraz me envalentonaba e iba a salir, arriesgándome a lo que me pudiese suceder cuando, en la escalera, encontré a mi buen comisario. Estaba muy pálido.
—No vais a salir —me dijo—; lo que había previsto está ocurriendo. La Comuna se insurrecta contra la Asamblea. Henriot, arrestado en el Palais-Royal, a su vuelta de la ejecución de la barrera del Tróne, ha sido casi inmediatamente puesto en libertad; el carcelero de la prisión de Luxembourg, donde llevaban a Robespierre y sus amigos, se ha negado a abrir la puerta de la prisión, alegando que se trataba de una orden de la Comuna. Robespierre, en cambio, insistía en ser encarcelado: el tribunal revolucionario, es para él el amigo, todos los miembros fueron nombrados por él y le son fieles; por el contrario, la insurrección de la Comuna, la lucha que seguirá, el combate que deberá sostener contra la Convención, es el desconocido.
Para él era más que lo desconocido, era la ilegalidad.
Abogado como Vergniaud, estaba dispuesto a sacrificar su vida y, como Vergniaud, quería morir en la legalidad.
Viendo que el Luxembourg no quería abrirle sus puertas, Robespierre ordenó a sus guardianes que le llevasen a la administración de la policía municipal; obedecieron. Igualmente podía haberles ordenado que le dejasen en libertad, lo hubiesen hecho. Por más preso que estuviese, su inmenso poder se contraponía al poder ejecutivo de la Convención.
He ahí donde estábamos; habría seguramente conflictos durante la noche. Mi comisario me suplicó que me quedase encerrada por lo menos hasta el día siguiente por la mañana, en que vendría a sacarme y a anunciarme lo que había ocurrido durante la noche. Era para él una cosa tan preciosa, que con gusto me hubiese puesto bajo llave. En efecto, si Robespierre triunfaba, todo lo que había hecho por mí se ignoraría, volvería a encontrarse sobre sus pies. Robespierre vencido, los favores que nos había hecho, eran para él una fuente de fortuna.
Estaba muy cansada; su posición le permitía estar mejor informado que yo: le prometí que no saldría, pero a condición que al día siguiente, por la mañana, conocería por su conducto los acontecimientos de la noche.
Se ofreció a hacerme subir la cena; acepté; no había tomado nada desde por la mañana, y era cerca de medianoche.
Dormí mal; tuve sobresaltos continuos; yo que quería haber muerto, yo que quise colocar mi cabeza bajo el hacha, yo que no creía tener ningún interés en este mundo, yo de quien la guillotina nada quería saber, me sobresaltaba al menor ruido, mi corazón batía al galope de los caballos que pasaban.
¡Extraña cosa este amor a la vida! La mía, a falta del hombre al que amaba, se había unido a dos mujeres desconocidas; seguramente hubiese dado mi vida por salvarlas todavía, pero la hubiese dado con pena.
Algunos minutos después de la marcha del comisario, me trajeron mi cena. Desde hacía unos momentos tocaba a rebato en la Comuna, como mis ventanas estaban abiertas y únicamente mis celosías cerradas, oía las vibraciones que me anunciaban que algo grave estaba sucediendo. Pregunté al chico del café el significado de este rebato. Me dijo que corría el rumor de que Robespierre había sido libertado.
—Pero —dije—, ¡libertado…! Creí que Robespierre no quería.
—Bueno —dijo el chico—, no le han pedido su parecer. La Comuna ha enviado simplemente a un auvernés llamado Coffinhal, que levantaría los tornos de Notre-Dame, con orden de llevarse a Robespierre. Coffinhal no lo ha pensado ni un momento, ha ido al ayuntamiento, y cuando vio que Robespierre no quería seguirle, ha cogido a Robespierre y se lo ha llevado. Sus amigos le siguieron encantados. No tenían la mirada penetrante de Robespierre; pero él sabía que le arrancaban de prisión para entregarle a la muerte, y gritaba a la multitud: «¡Me perdéis, amigos míos, perdéis a la República!». Tanto que en la hora actual —continuó el chico del café— el ciudadano Robespierre es dueño de París, ¡si no es rey!
Me acosté con esta noticia, que no dejó de preocuparme en toda la noche.
A la mañana siguiente el comisario fue fiel a su cita. A las ocho, ya llamaba a mi puerta. Desde las dos estaba de pie y vestida, mirando a través de mis celosías.
La noche había transcurrido en una singular situación. La Convención había permanecido tranquila y digna, arreglándose para morir con dignidad, y Collot-d’Herbois, en el sillón del presidente, decía:
—¡Ciudadanos, sepamos morir en el lugar que nos corresponde!
La Comuna esperaba como la Convención; su principal socorro debía llegarles de la sociedad de los jacobinos, pero ninguna diputación seria llegaba de la sociedad: Robespierre y Saint-Just se miraban con aire de abandono. Couthon, lisiado, que en los grandes acontecimientos se consideraba más como un estorbo que como una ayuda, se había marchado a su casa con su mujer y sus hijos.
Como era el hombre eminente de los jacobinos, Robespierre y Saint-Just le escribieron al Hotel de Ville:
Couthon:
Los patriotas son proscritos; el pueblo entero se ha levantado; si no vienes a la Comuna, donde estamos, sería traicionarlo.
Couthon vino, Robespierre le tendió la mano, mientras Collot-d’Herbois decía a la Convención: «Sepamos morir en el lugar que nos corresponde», Robespierre decía a Couthon: «Sepamos soportar nuestra suerte».
Tres meses antes, una situación semejante hubiese revuelto París. Los partidos se hubiesen armado, se hubiesen lanzado los unos contra los otros y hubiesen combatido. Pero los partidos estaban agotados. Todos habían perdido lo mejor de su sangre, la vida pública estaba aniquilada.
Lo que todos sentían era una lasitud inmensa, un aburrimiento universal. París pareció revivir un momento con sus comidas públicas que parecían la comida libre de la pobre ciudad agonizante. La Comuna las había prohibido.
La noche entera había por lo tanto transcurrido sin tomar medidas eficaces. Un diputado desconocido, llamado Beaupré, había hecho votar la creación de una comisión de defensa, que se contentaba con calentar a los comités. Los comités se acordaron de un cierto Barras, que había sido colega de Fréron durante la toma de Toulouse por los ingleses; le nombraron general. Pero, general sin ejército, Barras solamente pudo realizar alguna salida de reconocimiento alrededor de las Tullerías.
Cuando mi narrador llegó a este punto, oímos un gran ruido de caballería, de furgones y cañones rodantes. Nos asomamos a la ventana; era la sección del «Hombre-Armado» que convocado durante la noche a toque de tambor, había decidido que sus cañones serían enviados a la Asamblea.
Tallien era el causante de este movimiento. Como vivía en la calle de la Perle, en Marais, había acudido a esta sección y había anunciado que la Convención estaba en peligro, que la municipalidad se saltaba a la Convención nacional dando asilo a los diputados a los que ésta había dado orden de arresto. La sección del «Hombre-Armado» enviaba sus cañones a las Tullerías y recorría los barrios a fin de unir las cuarenta y siete secciones de París. Las cosas parecían dibujarse a favor de la Convención. Obtuve que mi guía me condujese hasta la Comuna para que pudiese juzgar, con mis propios ojos, de qué lado se inclinaría la fortuna del día.