Capítulo IV

El día 30 del pluvioso del año cuarto (19 de febrero de 1796), día de fiesta, en que públicamente acababa de suprimirse la época de los asignados, después de la emisión de cuarenta y cinco mil millones, lo que no impedía que el luis de oro valiese siete mil doscientos francos en papel, esa noche el teatro «Louvois», grandiosamente iluminado, hacía resaltar más todavía la sombría masa del teatro de las Artes, comprado un año antes a la Montansier, que lo había hecho construir no sin gran asombro de las gentes de letras, de los sabios y de los bibliófilos, a unos cincuenta pasos de la Biblioteca Nacional, donde hoy en día no se atisban más que unos frondosos árboles que dan sombra a una bella fuente, imitación de las «Tres Gracias» de nuestro gran escultor Germain Pilón.

Este teatro, llamado primeramente Montansier y después de las Artes, se convirtió en teatro de la Opera hasta el momento en que, el 13 de febrero de 1820, el duque de Beryl fue asesinado en la escalinata por el guarnicionero Louvel. Este asesinato decretó su destrucción.

Una larga fila de coches, que se extendía desde la calle Richelieu hasta la casa que dio su nombre a la fuente de Moliere, depositaba a los elegantes en la puerta del teatro «Louvois», como ya hemos dicho espléndidamente iluminado, y desaparecía por la calle Santa Ana en la que los lacayos se disputaban con los comisionados el derecho a abrir las puertas de las carrozas.

Es evidente que con los amos, también habían reaparecido los lacayos y carrozas.

—¿Necesitáis un coche, señor burgués?

Ése fue el grito que un mozalbete, como heraldo de la aristocracia, lanzó la misma noche de la ejecución de Robespierre, saludando así la llegada de la contrarrevolución.

Y desde aquel día los coches aparecieron en mayor número que antes. No diremos, sin embargo, como muchos historiadores lo han hecho, que después de este terrible día la vieja Francia levantó su cabeza. No, la vieja Francia había desaparecido en la emigración, en la plaza de la Concordia, como ahora la llaman, y la barrera del Trono, que recuperó su antiguo nombre.

Como una sola guillotina, la de la plaza de la Revolución, era insuficiente, se había colocado otra en la barrera del Trono.

Por el contrario, una nueva Francia amanecía, tan nueva, que únicamente los parisienses que la habían visto nacer la conocían.

Trajes, costumbres, modos, esta nueva Francia no conservaba nada de la anterior, ni siquiera el idioma. Si Racine y Voltaire, esos dos grandes modelos del buen y bello francés, hubiesen vuelto al mundo, se hubiesen preguntado qué jerga hablaban los increíbles y las maravillosas.

¿Quién había traído esta transformación en las costumbres, trajes, modos e idioma? En primer lugar la necesidad que Francia sentía de echar tierra y cubrir con ella las manchas de sangre que el reinado del terror había sembrado.

Y, como en toda renovación, un solo hombre se había convertido en la encarnación de las necesidades del momento: ansia de vivir, de gozar, de amar.

Este hombre era Louis Stanislas Fréron, ahijado del rey Stanislas e hijo de Elie Catalina Fréron, fundador, después de Renandot, del periodismo en Francia.

En medio de las excentricidades sangrientas de la época, en medio de los Hébert, de los Marat, de los Collot-d’Herbois, Stanislas Fréron fue una especie de monstruo aparte. No creemos en los caprichos espontáneos de la naturaleza. Para que un hombre se convierta en un Collot-d’Herbois, un Hébert, un Marat, para que como locos furiosos golpeen a la buena de Dios a la sociedad, es necesario que, justa o injustamente, ésta les haya golpeado antes. Es necesario que, como le sucedió al comediante Collot-d’Herbois, haya sido herido por el abucheo y los silbidos de toda una sala; es preciso que, igual que al mercader de contramarcas Hébert, hayan sido lacayos al servicio de gentes injustas y violentas, mercaderes de contramarcas y reventadores en la puerta de los teatros, sin que este doble empleo haya calmado su hambre, y que, como Marat, haya sido marcado por la naturaleza, ridiculizado por todos por la fealdad de su rostro, que sea veterinario cuando hubiese deseado ser médico y que haya sangrado caballos cuando su vocación era la de sangrar hombres.

Stanislas Fréron sentía el peso de una de estas fatalidades. Hijo de uno de los críticos más inteligentes del siglo, que había juzgado a Diderot, Rousseau, D’Alembert, Montesquieu, Buffon, había visto a su padre cometer la imprudencia de atacar a Voltaire. No se atacaba impunemente a ese gigantesco espíritu. Voltaire tomó con sus manos huesudas el periódico que publicaba Fréron, L’Année Littéraire;. Pero él, que no solamente había destrozado la Biblia, sino que la redujo a la nada, no logró hacer lo uno ni lo otro con el periódico.

Por lo tanto, su rencor cayó sobre el hombre.

Todo el mundo sabe cómo estalló esa inmensa cólera de la Ecossaise. Todo cuanto un hombre puede soportar en injurias e insultos, Fréron tuvo que sufrirlos por parte de Voltaire. Fue tratado como un lacayo, humillado en su hombría, sus hijos, su esposa, su honor, su probidad literaria, sus buenas costumbres dentro de su irreprochable hogar. Fue llevado al teatro, lo que no ocurría desde los tiempos de Aristófanes, es decir, dos mil cuatrocientos años antes.

Allí todo el mundo pudo abuchearle, silbarle, escupirle al rostro.

Fréron lo vio todo desde su butaca sin quejarse, sin decir una sola palabra. Vio como el comediante que le representaba, le había usurpado uno de sus trajes con la complicidad de un ayuda de cámara, imitaba sus gestos y avanzando hacia las candilejas decía de sí mismo:

—Soy un idiota, un ladrón, un miserable, un mendigo, un periodista venal.

Pero durante el quinto acto una mujer, lanzando un grito, cayó desvanecida en uno de los palcos.

Al oír el grito Fréron se volvió y exclamó:

—¡Mi esposa, mi esposa!

En medio de la hilaridad general, de los abucheos y silbidos un hombre ayudó a Fréron a levantarse de su butaca. Este hombre era Malesherbes, ese honrado ateo que defendió a Luis XVI, y que aun cuando pagó con su vida su intervención en los procesos, no dejó de dar cuerda a su reloj a las doce en punto, sabiendo que sería guillotinado a la una.

A pesar de todo ello y de la carta de desprecio enviada por Rousseau que, en su odio, tomó el campo de Voltaire, Fréron se mantuvo firme. Continuó ensalzando a Corneille, Racine, Moliere en contra de Crébillou, Voltaire y Marivaux. Pero en esta lucha en la que se encontraba solo contra toda la Enciclopedia, cayó enfermo de cansancio.

En cama, sin fuerzas, pero manteniéndose como dictador, supo que el ministro de Justicia Miromesnil había anulado el privilegio concedido a L’Année Littéraire y que, por lo tanto, no solamente quedaba arruinado, sino también desarmado. Dejando caer su cabeza sobre la almohada, lanzó un suspiro y murió.

Gracias a la influencia de algunos protectores suyos, que todavía quedaban, la viuda de Fréron pudo recuperar para su hijo el privilegio otorgado a L’Année Littéraire. Puesto que el niño no tenía más de diez años, fueron su tío Royon y el abad Geoffroy quienes redactaban el periódico, asignándole una parte de los beneficios. Arrullado por los recuerdos de los sufrimientos que atormentaron a su padre, y muy joven todavía, sintió nacer en él un profundo odio hacia la sociedad.

En Louis le Grand, la suerte quiso que fuese condiscípulo de Robespierre, de forma que, al estallar la revolución el hombre corrompido por excelencia se encontró al lado del incorruptible.

El periódico, que había sido hasta entonces una potencia literaria, se convirtió en manos de Marat en una potencia política. Junto con L’Ami du Peuple, Fréron publicó L’Orateur du Peuple. Volcó en sus páginas todos los excesos del hombre tímido que no sabe contenerse ante la crueldad y tampoco sabe hacerlo ante la debilidad. Nombrado miembro de la Convención, votó por la muerte del rey y fue enviado a Marsella con Marat. Sabemos lo que hizo. Sus dardos son de todos conocidos. La historia registró estas terribles palabras, después de los cañonazos:

—¡Que aquellos que no estén muertos, se levanten, la patria los perdona!

Y cuando, ante esta promesa, sanos y salvos, se levantaron los heridos, una sola palabra todavía más terrible, puesto que era una mentira sangrienta:

—¡Fuego!

Esta segunda vez nadie volvió a levantarse.

Como ya hemos dicho, para que este odio albergase en el corazón del implacable procónsul, era preciso que de niño, educado en el gabinete de su padre, recordase que en pago a un trabajo constante, a su sacrificio por mantener sus principios conservadores, su padre no había recogido más que insultos e ingratitud por parte de aquéllos a los que defendía.

Este eclecticismo en el crimen le hizo abandonar el partido de Robespierre para tomar el de Taillen, pasar de terrorista a asesino, denunciar a Fouquier-Tinville y a todos sus cómplices, uno tras otro y que, a la cabeza de la reacción antijacobina, crease esa juventud dorada a la que dio su nombre y que antes llamábamos una nueva Francia.

Lo que llevaba a esa juventud al teatro «Louvois» el 19 de febrero de 1796 era su reapertura, bajo la dirección de la célebre mademoiselle Raucourt, quien, reuniendo a algunos de sus compañeros del «Théatre Francais», intentaba resucitar con ellos el espíritu de la buena literatura, de la que se hacía intérprete.

En aquella época todo tenía su lado político y mademoiselle Raucourt, tenía el suyo. Bella hasta hacer que la mitad de los espectadores la envidiasen, después de haber sido aconsejada por Brizard, hizo su aparición en escena por primera vez en 1772 en el «Theátre Francais», en el papel de Didon.

Pero pronto comenzaron a difundirse extraños rumores sobre el uso que hacía de su belleza, y a pesar de los versos de Voltaire, que le aseguraban el reinado de la escena, a pesar de las recomendaciones de madame Du Barry sobre su conducta, en seguida descubrió, bajo los golpes de la calumnia o de la maledicencia —no sabríamos ser jueces de tal proceso— a sus más ardientes admiradores dispuestos a abandonarla y a sus enemigos más enconados a silbarla.

Agobiada por las deudas, sin creer ya en el futuro que le predijo Voltaire, la bella debutante se refugió en el recinto del Temple, asilo de deudores insolventes. Empujada como estaba por el demonio de la tragedia, Raucourt no podía pasar inadvertida. Se escapó una noche, pasó la frontera, hizo unas representaciones ante los soberanos del

Norte y volvió a Francia, donde María Antonieta —el hecho contribuyó a acrecentar los primeros rumores— pagó sus deudas y le abrió las puertas de la «Comedie Francaise» con el mismo papel de Didon que le había dado sus primeros éxitos.

Así fue como estudiando con gran empeño reconquistó a fuerza de talento el favor del público.

Cuando, con motivo de la representación de Pamela, la Convención ordenó el encarcelamiento en masa de la «Comedie Francaise», fue a la prisión de Madelonettes con Saint-Phal, Saint-Prix, Larive, Nandet, las mademoiselles Lange, Devienne, Joly y Contat.

El 11 de termidor salió de prisión, interpretó durante cierto tiempo en el «Odeón», pero, como se encontraba demasiado lejos del centro de la ciudad, arrastró a sus compañeros a la sala «Louvois».

La sala «Louvois» volvía, pues, a abrir sus puertas bajo sus auspicios y la puesta en escena de Pygmalion y Galatea, lo que permitía a mademoiselle Raucourt lucir sus formas en el papel de estatua y Britanicus y su talento en el papel de Agripína.

Pero si el lector desea subir por una de las dos escaleras que conducen a los palcos, entrar en la sala, bien sea por el lado del patio o por el del jardín, podrá echar una mirada al conjunto de esta admirable colmena, que al primer golpe de vista parece poblada, gracias al crujir de los tafetanes y satenes, al fuego de los diamantes y pedrería, por pájaros de los trópicos y mariposas del Ecuador.

Para dar una idea del conjunto de las toilettes de toda esa juventud dorada, hombres y mujeres, nos bastará con describir a dos o tres increíbles y a dos o tres maravillosas que marcaban el estilo de la época.

Las tres mujeres estaban situadas una en un palco que daba al escenario y las otras dos en los palcos entrecolumnas en medio de la sala. Estos últimos palcos eran los más cotizados, después de los que daban al escenario.

Estas tres mujeres, a las que la admiración pública había añadido el adjetivo de bellas, eran madame Tallien, madame Visconti y la marquesa de Beauharnais. Son las tres diosas que se reparten el Olimpo, las tres Gracias que reinan en el Luxemburgo.

La bella madame Tallien, Teresa Cabarrus, ocupaba el proscenio a la derecha de los espectadores. Era Grecia personificada en Aspasia; su vestido, de lino blanco, caía a grandes pliegues sobre un transparente rosa. Sobre este vestido llevaba una especie de peplum, como lo hiciera Andrómaca. Dos bandas de hojas de laurel de oro sostenían su velo. A pesar del vestido de lino blanco, del transparente y del peplum que lo cubría todo, en la base de su cuello de cisne entreveíase el comienzo de unos senos admirablemente moldeados. Un collar de perlas de cuatro filas hacían resaltar su cuello de un blanco mate, y este cuello, hacía resaltar las perlas, de un blanco rosado. Por encima de los mitones rosas que le llegaban hasta el codo, las mismas pulseras de perlas se anudaban alrededor del brazo.

Un periodista había comentado unos días antes:

—Hace ya dos mil años que llevamos camisas y esto empieza a hacerse aburrido.

La bella madame Visconti, que representaba Roma, tal y como su nombre se lo imponía, había comprendido la verdad de esta crítica y había, en efecto, suprimido la camisa. Al igual que madame Tallien, llevaba un vestido de muselina clara con largas mangas abiertas, de forma que dejasen ver sus brazos torneados a lo antiguo. Sobre su frente una diadema de camafeos, su cuello estaba rodeado por un collar haciendo juego, sus piernas y pies completamente desnudos, cubiertos solamente por las sandalias de púrpura que permitían a los dedos de sus pies lucir tantos anillos como a los de sus manos. Una selva virgen de cabellos negros y rizados se escapaban de su diadema y caían sobre sus hombros. Era lo que llamaban un peinado a lo Caracalla.

Frente al palco de madame Visconti se encontraba el de la marquesa de Beauharnais, quien con su gracia criolla, representaba a Francia. Llevaba un vestido ondulado rosa y blanco adornado de cenefas negras. Ninguna capa la cubría; mangas cortas de gasa del color de sus cenefas y largos guantes café con leche que se anudaban por encima del codo. Estaba calzada con medias de seda blancas con puntos verdes y peinada al estilo etrusco. No lucía una sola joya, pero con sus dos hijos a su lado parecía decir —como Cornelia— cada vez que los miraban: «He aquí mis verdaderas joyas».

Bien a pesar nuestro le conservamos el nombre de marquesa de Beauharnais. Hacía solamente unos días que se había casado con un joven jefe de la brigada de artillería llamado Napoleón Bonaparte. Pero como se consideraba este matrimonio inferior a su alcurnia, sus amigas, que no podían acostumbrarse a llamarla simplemente madame de Bonaparte, seguían adjudicándole el de marquesa.

El resto de las mujeres en las que todos los ojos se fijaban y que atraían las miradas de todos los monóculos eran madame de Noailles, de Fleurie, de Gervasio, de Staél, de Lansac, de Puységurm de Perregaux, de Choiseul, de Morlaix, de Récamier, de Aiguillon.

Los tres hombres que marcaban la pauta en París, y que habían recibido el epíteto de bellos eran el bello Tallien, el bello Fréron y el bello Barras.

Había un cuarto, en la Convención, que no solamente era tan bello, sino mucho más que los otros. A él también le llamaban el bello, pero su cabeza había rodado al mismo tiempo que la de Robespierre, era el bello Saint-Just.

Tallien que iba de palco en palco, para volver siempre al de su esposa, de la que estaba enamorado como un loco, llevaba sus cabellos recogidos por una peineta de concha y unas largas patillas que le llegaban hasta el final de la mejilla. Vestía traje marrón con cuello azul cielo y corbata blanca con un enorme lazo; chaleco blanco adornado con bordados, pantalón ajustado de tela de algodón y doble cadena de reloj en acero, zapatos puntiagudos y descubiertos, medias de seda rayadas a lo ancho blanco y rosa; el sombrero de copa debajo del brazo había sustituido al gorro frigio del 31 de mayo y un nudoso bastón con puño dorado había reemplazado en su mano al puñal de thermidor.

El bello Fréron que, como Tallien, mariposeaba de palco en palco, llevaba un sombrero estilo barco, adornado con una insignia tricolor. El traje de cuadros marrones abotonado por un cuello de terciopelo negro. Los cabellos cortos a la Titus, pero empolvados, un pantalón ajustado color avellana con botas vueltas. En contra de su costumbre, y en lugar del bastón nudoso que llevaba generalmente, éste había sido sustituido por un ligero junco al que servía de puño una perla informe.

Barras había alquilado el palco frente al de madame Tallien. Llevaba un traje azul claro con botones de metal, calzón de nankin con lazos, medias achinadas, botas flexibles con la vuelta amarilla, una gran corbata blanca, chaleco rosa transparente y guantes verdes. Esta furibunda toilette se completaba con un sombrero de panache tricolor y con un sable de vaina dorada.

No debemos olvidar que el bello vizconde de Barras era, al mismo tiempo, el general Barras, que acababa de hacer el 13 vendimiaire con ayuda del joven Bonaparte, cuya oscura figura, como una antigua medalla, se dibujaba en el palco de madame Beauharnais, donde acababa de entrar.

Los otros bellos eran los Lameth, los Benjamín Constant, los Coster-Saint-Victor, los Boissy-d’Anglas, los Lanjuinais, los Talleyrand, los Ouvrad, los Antonelle.

El espectáculo que la sala ofrecía superaba al que se anunciaba.