Capítulo XII

Al día siguiente la vieja Marta invitó en nombre de Jacques a Eva a subir al laboratorio.

En el momento de volverle a ver, volvió a encogérsele el corazón, y sintió de nuevo las lágrimas saltársele a los ojos; pero reprimió este primer movimiento, enjugó sus ojos, los limpió con su pañuelo y subió sonriente al lado de Jacques.

Viéndola aparecer, Jacques se le adelantó, la besó en la frente con ese beso tranquilo y frío que la noche anterior la había dejado helada, y le indicó un sillón.

Eva echó una mirada sobre la cama de Jacques, vio que no estaba desecha.

Jacques no se había acostado.

Se arrodilló ante su cama, murmuró una corta plegaria, y vino en seguida a sentarse cerca de él, en el mismo sitio que le había indicado.

—Eva —dijo Jacques—, estamos de vuelta en Argenton; henos aquí de nuevo en esta pequeña casa, que según decía, nos es más querida que todos los países del mundo. He vuelto creyendo en vuestra promesa. ¿La mantendréis?

—La mantendré.

—¿Por completo?

—Por completo.

—Me autorizasteis a vender la casa de la calle de Provence, número veintiuno.

—Sí.

—La he vendido.

Jacques guardó un momento de silencio.

—No me preguntáis en cuánto he vendido todo.

—¡Qué importa! —dijo Eva—, ¿no tenía ya una finalidad ese dinero?

—Sí, estaba destinado a fundar un hospital. Pero aún debíais cuarenta mil francos del precio de esta casa.

—Es verdad.

—Una vez pagados estos cuarenta mil francos, os quedan noventa mil francos. No es bastante para construir y fundar un hospital de cuarenta camas.

—Tomad lo necesario de cualquier otra de mis propiedades.

—He pensado una cosa; el castillo de Chazelay sólo os trae recuerdos sombríos; en una noche de baile, vuestra madre se quemó.

Eva tendió su mano como para rogar a Jacques que no le evocase este recuerdo.

—No lo habéis habitado nunca, según me habéis dicho, si no es para llorar nuestra separación.

—Así es, os lo juro.

—Una vez realizados todos nuestros proyectos, apenas nos quedará de que vivir. El castillo no es precisamente el de una reclusa, no es tampoco para una mujer sino para una familia mundana. ¿Qué haríais sola en él?

Eva se sobresaltó.

—No quiero vivir sola —dijo—, quiero quedarme con vos, a vuestro lado.

—¡Eva!

—Os he dicho que no os hablaría de amor y os lo repito. Haced lo que queráis con el castillo de Chazelay.

—Recogeremos de él el retrato de vuestra madre y, cualquiera que sea la habitación que ocupéis, en ella estará ese retrato.

Eva tomó la mano de Jacques y la besó sin que él tuviera tiempo de impedirlo.

—Es agradecimiento —dijo ella—, no es amor. ¿No hemos convenido que no es bastante con que yo me arrepienta, sino que es menester que me recupere?

—Sin embargo un día tendremos que separarnos, Eva.

Eva lo miró con terror, pero su mirada no encerraba ningún reproche.

—Yo no os abandonaré, Jacques, a menos que me expulséis. Cuando estéis cansado de mí, me diréis: «Vete», y me iré. Únicamente habéis de buscarme o hacerme buscar, y no os costará mucho encontrar mi cadáver. ¿Pero por qué habríais de expulsarme?

—Si alguna vez me caso —dijo Jacques.

—¿Acaso no lo he previsto todo, aun esa hipótesis? —dijo Eva con una voz apagada—. ¿No hemos convenido que si vuestra mujer quiere tenerme a su lado, seré su dama de compañía, su lectora, su camarera? Dejad que decida ella, yo le rogaré que me acepte. —Volvamos al castillo de vuestro padre. ¿Encontráis algún inconveniente en que hagamos de él un asilo? Ya está construido y, vendiendo los muebles, conseguiremos bastante dinero para poder constituir una renta. Me han dicho que hay en él cuadros de gran valor, un Rafael, un Leonardo da Vinci, tres o cuatro Claude Lorrain; vuelve la atracción por el lujo y por las artes y por eso fácilmente podremos conseguir trescientos o cuatrocientos mil francos sólo con la colección de cuadros.

—Oí decir a mi padre que había un Hobbema por el que habían ofrecido cuarenta mil francos, dos o tres encantadores Miéris y un Ruysdaél que no tienen par en los museos de Holanda.

—Bien, ya está resuelto lo del castillo. Si no tenemos bastante con la venta de los cuadros, venderemos tierras. ¿Recordáis que me dijisteis que no retrocederíais ante ningún peligro, que estabais dispuesta a cuidar mujeres, niños, y que aunque padeciesen fiebres contagiosas practicaríais la caridad, incluso con peligro de vuestra vida?

—Lo dije e incluso añadí que esperaba que cumpliendo este deber piadoso pudiese contraer alguna enfermedad contagiosa; que entonces vos me cuidaríais y que moriría en vuestros brazos, y que, convencida de que ya no podría volver a vivir, me abrazaríais y me perdonaríais.

—¿Y lo mantenéis? —dijo Jacques.

—Me preguntáis si lo recuerdo y os he de probar que así es en efecto.

—Bien —dijo Jacques—. Tengo que montar a caballo, no me esperéis hasta la cena. Si no vuelvo hoy, no os preocupéis, me habré entretenido.

—Gracias, Jacques —dijo Eva con dulzura.

Se levantó, se marchó mirando a Jacques y volvió a su habitación.

Poco después oyó el galope de un caballo. Se lanzó a la ventana y vio como Jacques Mérey doblaba la esquina de la pequeña calle por la que se iba al castillo de Chazelay.

Eva se equivocaba, porque Jacques no iba directamente al castillo.

Primero se dirigía a la cabaña de Joseph el leñador. Le costó algo llegar con el caballo a la cabaña, porque el bosque había crecido mucho.

Por fin lo descubrió. Joseph estaba sentado a la puerta y reajustaba su viejo fusil. Jacques lo reconoció, pero Joseph estaba tan lejos de pensar en el doctor, que éste tuvo que decir su nombre para que volviera su recuerdo al bosque del cazador.

—¡Ah!, ¿sois vos, señor doctor? —gritó el buen hombre—. Estoy solo, mi pobre mujer ha muerto.

—Pero, ¿seguís bien, Joseph? Me parece que no habéis renunciado a vuestro antiguo estado.

—¿Qué queréis? Mientras vivió el señor marqués de Chazelay esperaba llegar a ser el guarda de todas sus propiedades, pero el pobre diablo fue fusilado y no quiso que yo fuera fusilado con él, quería que fuese a la guerra; pero hacer la guerra a mi país, ¡nunca! Soy un pobre campesino, pero tengo a Francia muy dentro de mi corazón.

—Así pues, según decís, amigo mío —preguntó Jacques—, toda vuestra ambición consistía en llegar a ser guarda de las tierras de Monsieur de Chazelay.

—Sí, señor doctor. Ahora que no se ahorca a los cazadores furtivos, los propietarios inteligentes, harán de ellos sus guardas. Nadie tiene que decirnos por donde pasan las liebres y los conejos, sabemos donde se colocan los lazos, donde se tienden las redes, y el que tenga confianza en mí tendrá a su servicio a un hombre que no se dejará engañar.

—¿A quién pertenece este bosque en que vivís?

—Creo haberos dicho ya otra vez que pertenecía al señor marqués.

—Entonces —preguntó Jacques—, ¿forma parte de su herencia?

—Así es.

—¿Y acaso no os gustaría dejar este bosque y esta cabaña para ir a otro mejor?

—¡Oh! —dijo el cazador moviendo la cabeza con un gesto melancólico—, desde que la pequeña Helena se ha marchado, desde que ya no está Escipión, desde que ha muerto la madre, lo cambiaría por un alfiler.

—Entonces, todo se puede arreglar —dijo Jacques—. Estoy encargado por mademoiselle de Chazelay de vender los bienes de su padre y al que los comprase, le pondría como condición que os nombrara su guarda jurado. En cuanto a dinero, ¿cuánto queréis?

—El señor doctor lo sabe muy bien, nadie puede cumplir su oficio sin estar pagado.

—Sí, lo sé, amigo mío, por eso es por lo que os pregunto cuánto queréis.

—Señor doctor, un buen guarda no tiene precio. Pero vamos a tirar por lo bajo. Un buen guarda vale por lo menos ochenta francos por mes; tiene que matar dos conejos diariamente y una liebre cada domingo.

—Yo me encargo de conseguiros eso y de haceros construir en el paraje que prefiráis una bonita casa de piedra en lugar de esta cabaña.

—Ya os he dicho, señor doctor, que no me importa el paraje. Todos me son indiferentes, sólo que éste es más triste que los otros, y si hubiera sabido dónde ir ya lo hubiese abandonado. Bien decidido estaba a marcharme de aquí, incluso de la región, ante la primera oferta que me hubieran hecho, pero en el país se me teme, no sé por qué, porque no soy un hombre malo. Es verdad que hubo un tiempo en que dije que mataría como a un perro al que intentara hacerme salir de esta cabaña, pero eran otros tiempos, cuando la niña jugaba con el pobre Escipión y la vieja nos hacía la sopa a los tres.

—¿Cuánto puede tener aproximadamente este bosque? —preguntó Jacques.

—Dos hectáreas, con dos o tres magníficos nacimientos de los que podría hacerse un bonito riachuelo.

—¿Pero no hay carretera para venir aquí?

—Está el camino del castillo, señor doctor, que pasa a medio cuarto de legua de aquí. Habría que empedrar un camino, eso es todo: sólo sería cuestión de algunos cientos de francos.

—Pero —dijo Jacques—, pensaba encontraros rico.

—¿Yo rico? ¿Cómo?

—Me parece que el marqués de Chazelay hubiese podido legaros una decena de miles de francos por haber encontrado a su hija.

—¡Oh! No hubiese tenido que empujarle mucho; pero creedme, si queréis, señor Jacques Mérey, cuando vi volver a la pobre niña al castillo, tan desgraciada y triste, en vez de ir en busca del señor marqués, en cuanto le veía me iba a otro lado. Además, como os he dicho, renuncié a irme con él, dije que estaba de acuerdo con el nuevo orden de las cosas, todo acabó entre nosotros y creo que supo que me había hecho cargo de una carta que su hija me dio para vos; desde ese momento todo se acabó.

—Sí —dijo Jacques—, ya sé que le hicisteis algún favor a la pobre pequeña, tomad, he aquí un año de vuestra paga como guarda general, pagada de antemano.

Le entregó un pequeño saco de piel en el que había contado, antes de salir de Argenton, mil francos.

—Si vienen por aquí gentes con grandes papeles, cartones y pinceles: y estas gentes os dicen que son arquitectos, les dejaréis hacer.

—Todo lo que quieran, señor doctor.

—Ni una palabra —añadió Jacques—, sobre lo que hemos hablado, pues todo quedará en nada.

—Pero si no digo nada, todo seguirá igual, ¿no es cierto?

—Sí, amigo mío.

—Señor Jacques, cuando se ha hecho un negocio sin firma, se sella con un apretón de manos; entre gentes honradas vale más que una firma. Dadme la mano, señor doctor.

—Hela aquí de todo corazón —dijo Jacques apretándosela cordialmente—. Ahora, ¿cuál es el camino más corto para ir al castillo?

Joseph fue delante y le llevó por un sendero que Jacques no había visto nunca hasta conducirle al lindero del bosque.

—Mirad —dijo—, ¿veis esas veletas?

—Sí.

—¡Pues bien! Son las del castillo de Chazelay. ¡Pobre marqués! ¡Le gustaban tanto sus veletas! ¡Qué tontería! Ahora que está a seis pies bajo tierra ya no las oye chirriar.

Y Joseph se encogió de hombros con un gesto de profunda filosofía.