III

La vida que mi tía y yo llevábamos en Viena, era muy parecida a la que llevábamos en Bourges.

Habíamos tomado una mujer para que nos sirviese, era una vieja francesa cuyo marido, al servicio de un agregado de embajada, había muerto en Viena.

Mientras la embajada francesa estuvo en Viena, el antiguo amo del marido de Teresa había ayudado a la viuda, pero desde la guerra con Austria el embajador se había marchado y Teresa servía a sus compatriotas emigrados.

Desde la muerte de mi padre, mi tía había caído en una especie de sopor y no se ocupaba, o parecía no preocuparse, por nuestros amores.

Era libre, tenía mi propia habitación, podía permanecer en ella cuanto quisiera y disponía de todo el tiempo para escribirte.

Durante el primer mes te escribí todas las semanas, pero mi tristeza era inmensa porque aunque te conjurase, en nombre de nuestras más dulces horas de amor, para que me escribieses, no contestabas a mis cartas. No podía nacerme a la idea de que mis cartas eran interceptadas puesto que, por dos o tres veces, yo misma las llevé al correo.

Hacia el tercer mes de nuestra estancia en Viena tuve una enorme pena. Mi pobre Escipión se moría de viejo.

Era, junto contigo, el solo ser que me había amado. Pero él, que te había dejado voluntariamente para seguirme cuando el marqués me separó de tu lado, él, que me había seguido en el exilio, ¿no me amaba quizá más que tú, cuyo incomprensible silencio acusaba olvido?

Si tu silencio provenía de tu amor propio herido, lo hubiese comprendido mientras el marqués vivía, pero, una vez muerto, no tenías ningún motivo para no escribirme. Además, ¿no me había dicho el ordenanza del general Custine que todavía me querías? ¿No había llorado yo de alegría al saber la tuya cuando leíste mi carta? Me dije que sin duda cierta parte de mi cerebro no estaba lo suficientemente desarrollada por ti, te había faltado tiempo para acabar tu creación, y en esta parte incompleta me perdía totalmente.

Escipión no se apartaba ni un solo momento de mí; se hubiese dicho que su cariño hacia mí le presagiaba su muerte próxima.

Y yo, al ver su debilidad cada día mayor, le miraba tristemente. Uscipión era el catálogo de mi vida. Antes que nadie me amase, me amaba; cuando yo sólo era una masa inerte, me daba calor; cuando yo era impotente para sentir moralmente, le sentía físicamente. Fue, cuando recobré la vista, el primer ser que vi y del que aprecié los movimientos. Fue mi primer medio de locomoción. Se mezcla con todos tus recuerdos y fue en cierto modo a través de él como llegué hasta ti. Desde que nos separamos sólo le tuve a él para hablarle de ti; y hoy, cuando su muerte se acerca y su mirada apenas me intuye, si le pregunto dónde se halla nuestro amado amo, comprende cuál es mi pregunta y parece que con dulces gemidos me responde: «Como tú, no sé dónde está, pero al igual que tú, yo también le lloro».

Los periódicos franceses están prohibidos aquí, pero como gracias a ti el alemán es mi segunda lengua, leo los alemanes. He visto tu voto en el proceso de ese desgraciado rey del que no nos ocupamos nunca y del que apenas si hablamos dos o tres veces y cuya existencia ignoraba casi absolutamente. Cuando en nombre de la patria fueron a buscarte para que luchases contra su ya muerto poder, tú, corazón misericordioso, te has expuesto a las murmuraciones y quizás a la venganza de toda la Asamblea para ser fiel —no a tu fe, porque sé lo que piensas—, sino a la humanidad.

No tienes idea de cómo nos ilusionamos aquí. Todos los emigrados pasan por aquí y a pesar de su gran número vemos cómo algunos hablan de su retorno a Francia como de un hecho inminente y seguro. Según ellos, la muerte del rey, en lugar de empeorar las cosas, las vuelve más factibles. Si la cabeza del rey cae, dicen, toda Europa se levantará. A pesar de mi gran deseo de volver a Francia, puesto que ello significaría acercarme a ti, no quisiera que fuese a ese precio, puesto que me parece una impiedad esperar semejante cosa.

Creo inútil decirte que mi tía es de las que esperan entrar en Francia a semejante precio. Mi bienamado Jacques, si no fuese porque estoy tan triste, me reiría de la extrañeza de mi tía ante las sucesivas e inesperadas pruebas de la educación que me has dado.

Cuando llegamos a Alemania su gran preocupación era saber cómo podría hacerse comprender cuando, de repente, me oyó hablar en alemán con los postillones y posaderos. Primera sorpresa.

Hace unos ocho o diez días visitamos los invernaderos de palacio, por cierto de una gran belleza. El jardinero es también francés y viendo en mí a una compatriota, quiso hacerme personalmente los honores de su reino.

Tras unas primeras palabras vio en seguida que la botánica no me era extraña. Me hizo visitar entonces sus orquídeas más raras; había algunas magníficas, cuyas flores imitaban insectos, mariposas, cascos; viendo mi interés por los misterios de la naturaleza, me mostró su colección de híbridos.

Pero este hombre excelente no conocía más que los híbridos naturales, fruto y resultado de un accidente cualquiera de la naturaleza. No conocía el modo de crearlos artificialmente quitando la etamina de la flor antes de su fecundación y rociando sobre el pistilo el polen de otra especie.

Se quejaba también de que sus híbridos, a pesar de su fecundidad retornasen espontáneamente al tallo materno, es decir, al «atavismo». Le indiqué el modo de combatir este retorno por doble aspersión en las generaciones subsiguientes del polen materno.

El jardinero estaba tan maravillado que me escuchaba como si el propio Koelreuter en persona le estuviese hablando. En cuanto a mi tía, puedes comprender, mi bienamado Jacques, que después de llegar a la edad de sesenta y nueve años sin saber distinguir una anémona de un tubérculo, estaba como estupefacta.

Pero ayer fue todavía peor cuando, a propósito de mi pobre Escipión, que morirá mañana, entablé con el confesor de mi tía, un pobre cura francés, que no llegó a hacer los votos, una discusión sobre el alma de los hombres y la de los animales y le expuse que era el orgullo humano el que había convertido en alma la inteligencia humana, mucho más perfeccionada gracias a la mayor cantidad de materia cerebral contenida en el cráneo humano que en el de los animales, y que, personalmente, atribuía a cada animal un alma en armonía con su inteligencia. Inútilmente intentaba hacerle comprender que la naturaleza no era otra cosa, en su eterno palpitar, que esta cadena general de los seres, que la savia de las plantas era la sangre en el hombre y que la más insignificante planta, a un nivel inferior, tenía su vida sensitiva a niveles cada vez mayores, igual que el molusco, el insecto, el reptil, como el pez, el mamífero y finalmente el hombre. El cura me acusó de panteísmo y mi tía, ignorando lo que es el panteísmo, me acusó de atea.

¿Cómo es posible, mi querido maestro, mi bienamado Jacques, que sea precisamente a nosotros que vemos a Dios en todas las cosas de los mundos que giran alrededor nuestro, en el aire que respiramos, en el océano que no puede abarcar la mirada, en la planta que se pliega al viento, en la flor que se abre al sol, en la gota de rocío que mueve la aurora, en lo infinitamente pequeño, en lo visible y en lo invisible, en el tiempo y en la eternidad, cómo es posible que sea precisamente a nosotros a los que acusen de ateos, es decir, de no creer en Dios?

Nuestro pobre Escipión ha muerto esta mañana. Ya conocerá en este momento, como nosotros lo conoceremos un día, el gran secreto que no revela la tumba, desde el momento en que no contestó a la sublime interrogación de Shakespeare.

Cuando esta mañana no le vi entrar, al abrir la puerta de mi habitación, supuse que había muerto o que se encontraba demasiado enfermo para venir a buscarme.

Fui a su caseta.

Vivía todavía, pero estaba demasiado débil para andar. Su mirada estaba fija en la puerta, por la que esperaba verme aparecer.

Al verme, su mirada se animó. Dejó escuchar un pequeño grito de alegría, movió su rabo y salió a medias de la caseta.

Cogí un taburete y me senté cerca de él, viendo cómo se esforzaba, le cogí la cabeza y la puse sobre mi pie. Era lo que quería.

Una vez así, sus ojos fijos sobre mí, de vez en cuando volvía su mirada para perderla en el infinito, como si te buscase, pero inmediatamente se volvía hacia mí, no ocupándose más que de morir.

En realidad, aquel que otorga un alma al asesino sin piedad que estrangula por cuarenta ochavos a mujeres y niños a la puerta de una prisión y la niega a este noble animal que, como el pescador privilegiado de las Escrituras, se arrepiente de haber hecho mal, y consagra el resto de su vida al bien y al amor, ése, no solamente me parece fuera de razón, sino de inteligencia.

Mi bienamado Jacques, el día que leas estas líneas, si llegas a leerlas, y vuelvas a estas fechas, 23 de enero de 1793, probablemente me consideres muy infantil por estar absorta en la contemplación de un perro que muere en el preciso instante en el que tú te encuentras frente al patíbulo de un rey, en medio de los escombros de un trono que se hunde. Pero todo es relativo. El amor que se tiene a su rey, es decir, a un desconocido al que nunca se ha visto, a quien nunca se ha hablado, es una convención social, una razón de educación, mientras que la amistad que siento por el pobre animal que agoniza ante mis ojos pensando en mí, en la capacidad que su inteligencia le permite, es un sentimiento casi de igual a igual, y ello suponiendo que Escipión no haya sido en determinados momentos superior a mí.

En cuanto a este trono que se hunde, cae minado por ocho siglos de despotismo, bajo la palabra de los grandes filósofos y espíritus sublimes de nuestro tiempo, y sus escombros, símbolos de odio y venganza, intentan, rodando hacia el abismo, arrastrar con ellos todo, la lealtad y el patriotismo que todavía queda en nuestra época. Nuestro pobre Escipión acaba de morir.

Un último estremecimiento de agonía ha recorrido su cuerpo, sus ojos se han cerrado, ha lanzado un débil gemido y todo ha terminado para él.

¡Oh, muerte, oh eternidad! ¿No eres la misma para todos los seres, o por lo menos para todos aquellos que han amado?

Escipión ha sido enterado en el jardín y sobre la piedra que lo cubre he grabado esta sola palabra: FIDELIS.

A pesar suyo Jacques Mérey dejó la lectura. Ese hombre, que con ojos secos, había visto tantos acontecimientos, notó cómo el llanto oscurecía su mirada. Una lágrima de Eva había dejado su huella sobre el manuscrito; una lágrima de Jacques cayó a su lado. Miró tristemente la cama donde se había acostado, la silla sobre la que se había sentado, la mesa en la que había comido, dio varios paseos por la habitación, volvió a tomar el manuscrito y empezó a leer de nuevo.

Había una gran laguna entre el final de su lectura y el lugar donde comenzaba de nuevo. La fecha señalaba el 26 de mayo de 1793.

* * *

Mañana por la noche salgo para Francia. Es el primer uso que hago de mi libertad. No creo correr peligro alguno, y si lo corro, lucharé alegremente pensando que es por ti por quien lucho.

Mi pobre tía murió ayer de una apoplejía. Estaba jugando al whist con dos ancianas damas y su director espiritual. Era su turno, tenía las cartas, pero no jugaba.

—Jugad —le dijo su compañera.

Pero en vez de jugar, lanzó un suspiro y cayó sobre la butaca.

Estaba muerta.

¡Qué felicidad, a más tardar el 4 de junio estaré entre tus brazos, puesto que no puedo creer que me hayas olvidado!

Quizá te extrañe que no tenga ni una palabra de sentimiento por la pobre mujer que conduciremos mañana a su último alojamiento, cuando llené seis páginas explicándote la muerte y agonía de mi pobre perro; pero, qué quieres, soy una criatura de la naturaleza y solamente lloro por aquello que siento y, realmente, no puedo sentir la muerte de un pariente al que sólo he conocido como mi carcelero.

He aquí el epitafio que le he compuesto. Espero que, si pudiese leerlo, su orgullo heráldico quedaría satisfecho.

Aquí yace la muy alta y distinguida señora

Claude-Lorraine-Anastasie-Louise-Adélaïde

de Chazelay,

en vida religiosa y superiora de las Madres Agustinas de Bourges.

El viento de las revoluciones la llevó a tierras extranjeras

donde murió el XXV de mayo 1793

Rogad a Dios por su alma.

¡Adiós, mi bienamado, la próxima vez que te diga «te quiero» será de viva voz!

* * *

—¡Oh, desgraciada criatura! —exclamó Jacques Mérey dejando caer el manuscrito—, llegaría a París al día siguiente en que yo lo abandoné.

Pero como su interés aumentaba lo recogió con un suspiro y púsose ávidamente a leer.