XV
El patíbulo no me acepta. ¡Qué desgraciada soy!
¡Cómo esperaba, en el momento en que escribo estas líneas, descansar ya entre los brazos del Señor, o cuando menos, en el seno de la tierra!
¿Tendré que matarme yo misma, para por fin poder morir?
Te escribo al albur. Creo firmemente que estás muerto, mi bienamado, Jacques. He intentado averiguar los nombres de los cuatro girondinos que murieron en el cadalso de Burdeos, o despedazados por los perros en las cuevas de Saint-Emilion.
Pero es imposible conocer sus nombres: los periódicos solamente hablan de su muerte. En fin, es posible que aún estés con vida, tal vez por ello Dios no ha querido dejarme morir. Todo ha ocurrido como esperaba, salvo el desenlace. Me había vestido de blanco; porque ¿acaso no iba a reunirme contigo, amado mío?
Cuando llegué al patio encontré varias carretas cargadas de condenados y a Santerre que me aguardaba.
Una vez más me suplicó que renunciara a mi proyecto, pero yo insistí, sonriendo. No soy capaz de expresarte la profunda serenidad que me embargaba; diríase que el azul del cielo corría por mis venas.
El día era magnífico; era uno de aquellos hermosos días de junio, en que al atardecer, enlazadas nuestras manos en la glorieta de nuestro paraíso perdido, escuchábamos el canto del ruiseñor en los macizos de siringas.
Se lo ordené y él me ató las manos. Un rosal, cuajado de flores, trepaba por el muro. Amor mío, quieres decirme, ¿dónde van a florecer los rosales?
Es verdad que las flores del que yo veía eran rojas como la sangre.
—Corte ese capullo —dije a Santerre—, y dádmelo.
Lo cortó y me lo puso en la boca. Incliné mi frente hacia él y suavemente puso en ella sus labios. Te das cuenta, amor mío, la última heredera del marqués de Chazelay recibiendo como último adiós sobre la tierra, el beso del tabernero del suburbio de San Antonio.
Subí en la última carreta, con toda facilidad. Es tan raro ver a los hombres cortejar a la muerte que todos pensaban que yo también estaba condenada.
Eramos treinta y cinco en cinco carretas; yo hacía el número treinta y uno. Inútilmente buscaba entre mis compañeros alguna cara simpática, no encontré ninguna. La guillotina se volvía cada vez más ávida y los aristócratas eran, de día en día, más raros.
La penúltima hornada, la de madame Saint-Amarante, a duras penas había provisto veinticinco nobles de un total de cincuenta y cuatro guillotinados. La última hornada, que era de treinta y cinco, tenía como única figura al hijo natural de M. de Sillery, y al pobre representante Osselin, condenado por haber escondido a una mujer a la que quería. Incluso éste era un patriota y no un aristócrata.
Mis compañeros eran treinta presidiarios, ladrones ante los que ninguna puerta se resistía, que sólo merecían la cárcel, pero que, a falta de otra cosa, eran elevados a la altura del patíbulo. ¡Pobre guillotina! ¡Lo primero que comió fue su mejor pan! Por un instante creí que la guardia me haría descender de la carreta en vista del contraste tan grande que había entre mis compañeros y yo; pero las carretas se pusieron en marcha. Dirigí una última mirada de agradecimiento a Santerre y partimos.
Las gentes que nos seguían o que encontrábamos apiñadas en nuestro camino, parecían tan extrañadas como los gendarmes al verme en medio de tan extraños compañeros; tanto más que colocada en el séptimo lugar de la carreta, que sólo tenía seis plazas, todos los condenados estaban sentados, excepto yo, que había de estar de pie.
En general, mi presencia daba lugar a murmullos, pero murmullos de piedad. El pueblo empezaba a cansarse de ver transportar por las plazas públicas esta carnicería humana. Oía voces que decían:
—Miradla, ¡qué hermosa es!
Y otras:
—Apuesto que no tiene dieciséis años. Un hombre, destacándose, gritó:
—Después de lo de Saint-Amarante creí que ya se habría terminado con las mujeres.
Y los murmullos volvían mezclándose con los insultos que dirigían a los otros condenados. Al final de la calle de la Ferronerie la multitud se hizo más densa y las muestras de simpatía más grandes.
Es extraño cómo la proximidad de la muerte agudiza los sentidos. Oía todo lo que se decía, veía todo lo que estaba ocurriendo.
Una mujer gritó:
—Se mata a una santa con unos bandidos para que los salve.
—Mira —dijo una joven—, tiene una flor en la boca.
—Es una rosa —dijo su compañera— que le habrá dado su amante al separarse de ella, y querrá morir con la rosa en los labios.
—¿No es un asesinato matar gente tan joven? ¿Qué es lo que puede haber hecho?
Este concierto de voces misericordiosas que se alzaban en mi favor me producían un extraño efecto; podría decirse que me elevaban materialmente por encima de mis compañeros y, precediéndome camino del Cielo, parecía que me abrían sus puertas.
Un hermoso joven de veinte años, hendiendo las olas que formaba el pueblo, se colocó en primera fila y con una mano en la parte posterior de la carreta, dijo:
—Prometedme que me amaréis —dijo—, y pondré en peligro mi vida para salvaros.
Moví lentamente la cabeza y, sonriendo, levanté mi mirada al cielo.
—¡Id a vuestra gloria! —dijo.
Los guardias que le habían visto hablarme, quisieron detenerlo pero él se defendió y ayudado por la multitud, desapareció entre ella.
Yo vivía un estado de bienestar que sólo había conocido cuando me apoyaba sobre tu corazón. Me parecía que, a medida que me acercaba a la plaza de la Revolution, me acercaba a ti. De tanto mirar al cielo, acabó por presentárseme como una especie de aureola a través de la cual veía a Dios en su terrible y sublime majestad.
Me parecía que, además de los ruidos y movimientos de la tierra, empezaba a ver y oír cosas que yo sola veía y oía; oía los acordes de una armonía celestial y lejana; veía seres luminosos y a la vez transparentes, que se deslizaban por el firmamento. Al final de la calle Saint-Martin y de la calle de Lombards, me sacó de mi éxtasis un embotellamiento de coches. Un carricoche que venía de La Roquette, de Saint-Lazare, o de Bicétre, transportaba desde la otra orilla del Sena una docena de presos amontonados entre sus tablas.
En esta ocasión el Comité de salud pública había tenido suerte: todos los presos eran aristócratas.
Cuatro gendarmes los escoltaban; nuestra carreta chocó contra el carricoche; la colisión me hizo volver a tierra firme.
Entre los presos había una joven, más o menos de mi edad, morena, de ojos negros, de una belleza espléndida.
Nuestras miradas se cruzaron, nuestras almas cambiaron entre sí un efluvio de simpatía; me tendió los brazos; los míos estaban atados a la espalda… Moví el capullo de rosa que tenía en mis labios y, con toda la fuerza de mis pulmones, se lo lancé. Cayó en sus rodillas. Lo cogió y se lo puso en la boca.
Después, carricoche y carreta se separaron. Éste siguió su camino hacia el Puente de Notre Dame y la carreta el suyo hacia la Plaza de la Revolution.
Este episodio del viaje obligó a mi espíritu a descender de las sublimes alturas a que lo había llevado la contemplación, más allá de las cosas vulgares de la tierra. Miré a mis desgraciados compañeros.
A mi alrededor tenía el amor a la vida y el terror a la muerte bajo todos sus aspectos.
En efecto, estos miserables desprovistos de virtudes, sin conciencia ni remordimientos, que carecían incluso de la fe política que mantenía a los condenados de esta época, estos miserables no tenían apoyo ninguno ni en la tierra, ni en el cielo. No se atrevían a levantar la cabeza, ni a mirar a su alrededor; en voz baja y ronca, de cuando en cuando, alguno preguntaba cuántos minutos de vida le quedaban.
—¿Dónde estamos?
Yo les respondía, para consolarlos.
—Camino del Cielo, hermanos.
Pero uno de ellos, dijo brutalmente:
—No preguntamos eso, preguntamos si estamos aún lejos.
—Entramos en la calle Saint Honoré —le contesté.
Un poco después, la misma pregunta otras dos veces.
—Barriere des Sergents, Palais-Egalité.
Y ellos respondían rechinando los dientes y blasfemando; mezclando maquinalmente en sus expresiones el nombre de Dios.
La carreta llegó ante el almacén de lencería de madame de Condorcet. Intenté verla por última vez, pero puertas y ventanas estaban cerradas.
—Adiós, hermana en sufrimientos —dije al pasar—. Llevaré noticias tuyas al hombre que te quiso, a la vez, como padre y como esposo.
Uno de mis compañeros, el que estaba más cerca de mí, oyó mis palabras; se dejó caer de rodillas ante mis pies y me preguntó admirado:
—Entonces, ¿tú crees en otra vida?
—Si no lo creo, cuando menos, lo espero.
—Pues yo no creo, ni espero —me dijo.
Y convulsivamente golpeaba su cabeza contra el banco en el que, un momento antes, iba sentado.
—¿Qué haces, desgraciado? —le pregunté.
Él se rió, convulsivamente:
—Me demuestro, por medio del dolor, de que todavía vivo. ¿Y tú?
—La muerte me probará enseguida, con el reposo, que he dejado de vivir.
Otro alzó su cabeza y me miró con un aire extraviado y con un ojo sangrante:
—Entonces, ¿tú sabes lo que es la muerte? —me preguntó.
—No, pero dentro de un instante, lo sabré.
—¿Qué crimen has cometido para que te hagan morir con nosotros?
—Ninguno.
—Y, sin embargo, ¡vas a morir!
Después, como si esta blasfemia pudiese alcanzar al creador de todas las cosas:
—¡No hay Dios, no hay Dios, no hay Dios! —gritó.
Pobre humanidad miserable que cree en un Dios individual, que en su orgullo piensa que ese Dios no tiene otra cosa que hacer sino seguirla desde el nacimiento hasta la muerte, y que, en cada instante, para satisfacer un capricho, o para ahorrarle un sufrimiento, le ruega que con un milagro altere el orden inmutable de la naturaleza.
—Pero —dijo uno de los condenados— ya que no hay justicia divina, debiera haber una justicia humana. Yo he robado, he roto ventanas, he echado abajo puertas, he forzado cajas, he escalado paredes; merezco la cárcel, pero no el patíbulo. Que me envíen a Rochefort, a Brest, a Toulon, están en su derecho, pero no tienen derecho a matarme.
—Anda —le dije—, cuéntaselo a Robespierre, pasamos por delante de la casa de su carpintero, y tal vez te oiga.
El condenado lanzó un gemido apagado, y poniéndose de pie, dijo:
—¡Tigre de Arras!, ¿qué haces con todas las cabezas que por ti se cortan y de toda la sangre que se vierte en tu nombre?
Un concierto de maldiciones salió de todos los coches y se mezcló con los gritos de la multitud entre la que el nombre de Robespierre empezaba a perder popularidad.
—Gracias, rey del terror, que me reúnes con el que amo.
Después que pasó esta explosión, los condenados cayeron de nuevo en su estupor y el silencio se asentó otra vez en las carretas. Por lo demás, apenas la tercera parte de estos miserables había tenido la fuerza suficiente para levantarse y gritar. El que había golpeado su frente contra el banco y que todavía seguía de rodillas, me dijo:
—¿Sabes alguna oración?
—No —le respondí—, pero sé rezar.
—Entonces, reza por nosotros.
—¿Qué queréis que le pida a Dios?
—Lo que quieras; tú sabes mejor que nosotros lo que nos hace falta.
Me acordé de aquellas vírgenes de los circos romanos que consolaban a los moribundos que les rodeaban, antes que esos moribundos tuviesen la suerte de ser mártires. Levanté los ojos al cielo.
—De rodillas, poneos de rodillas, todos —dijo el condenado—; que ella va a rezar.
—Dios mío —dije—, si existieseis como cosa distinta de la inmensidad impalpable, de la omnipotencia invisible, de la eterna manifestación de la obra sublime de la naturaleza; si, como dicen los dogmas de nuestra Iglesia, te has encarnado bajo una apariencia humana, si tienes ojos para ver nuestros dolores, y oídos para oír nuestras plegarias; si, en fin, le has reservado en un mundo superior la recompensa de las virtudes y el castigo de los crímenes de este mundo, ¡dígnate acordarte al ver a estos hombres ante Ti, que la justicia humana ha usurpado tus derechos, que, castigados ya, con exceso sus crímenes en la tierra, no pueden ser castigados otra vez en ese reino desconocido que la ciencia busca en vano y que los libros santos llaman Cielo! ¡Que descansen por toda la eternidad en recompensa de su expiación y en la gloria de tu misericordiosa justicia!
—¡Amén! —susurraron dos o tres voces.
—Pero, si por el contrario —continué—, la puerta por la que hemos de pasar todos es la de la nada, si bajo el mismo golpe todos vamos a caer en la noche, en la insensibilidad y en la muerte, si no hay nada más allá de la vida, como nada hubo antes de ella, entonces, amigos míos, demos gracias a Dios, porque la ausencia de sentimientos lleva consigo la ausencia de sufrimientos, y entonces dormiremos en la eternidad de ese sueño sin soñar que la fatiga de un penoso día, nos ha proporcionado en ocasiones, un anticipo de ese mundo.
—¡Oh, no! —gritaron los condenados—, ¡que Dios nos castigue con sufrimientos eternos antes que con la nada eterna!
—¡Señor! ¡Señor! —exclamé—. Te han hablado desde el fondo del abismo. ¡Escúchalos, Señor!