I

Fue el 14 de agosto de 1792, día de crueles recuerdos, cuando fui separada del lado de mi bienamado Jacques, con el que estaba desde hacía siete años y al que adoraba desde que tuve conciencia de mí misma.

Se lo debo todo. Antes no veía, no entendía, no pensaba; era como esas almas que Jesús ha sacado del limbo, es decir, «de los bajos lugares», para conducirlas hacia el sol. Por lo tanto, maldita sea si olvido, aunque sólo sea por un instante, a aquél a quien todo se lo debo.

(Llegado aquí, Jacques lanzó un suspiro, dejó caer la cabeza en su mano y una lágrima se deslizó de sus párpados sobre el manuscrito. La limpió con su pañuelo, se secó los ojos y empezó a leer de nuevo).

El golpe era tanto mayor por ser inesperado.

Una hora antes de la llegada del marqués de Chazelay —no me atrevo a llamar padre a este hombre al que sólo conozco a través del dolor— no había en el mundo ser más feliz que yo. Una hora después de haberme separado de mi Jacques, no hubo criatura más desgraciada.

Estaba loca de dolor, más que loca, idiota. Se hubiese dicho que Jacques se había quedado con todas las ideas, que con tanto trabajo, durante siete años, había hecho penetrar en mi cerebro.

Me llevaron al castillo de Chazelay.

Del castillo de Chazelay, de sus inmensas salas, de sus muebles espléndidos, de sus retratos de la familia, no me queda más que el recuerdo de un solo cuadro: el retrato de una mujer en traje de baile.

Me lo mostraron diciendo:

—¡He aquí el retrato de tu madre!

—¿Dónde está mi madre? —pregunté.

—Ha muerto.

—¿Cómo?

—Una noche se vestía para acudir a una fiesta, una llama prendió su vestido, corrió de sala en sala, el viento avivó el fuego, cayó asfixiada cuando llegábamos a ella para socorrerla.

En los alrededores se decía que si alguna desgracia ocurría a cualquiera de los habitantes del castillo, se oían gritos y por la noche se veía a través de las ventanas danzar el fuego.

Solamente se hablaba de la castidad de su vida, del bien que había hecho y del reconocimiento que las gentes humildes le tenían.

Fue al mismo tiempo santa y mártir.

En el estado de ánimo en que me hallaba, mi madre se me antojaba como mi solo refugio; era mi intermediario ante el Señor.

Pasaba horas de rodillas ante su retrato y a fuerza de mirarla, creía ver iluminada su aureola.

Cuando me levantaba de estar ante ella era para poner mi rostro a los cristales de una ventana del mismo salón que daba al camino que conducía a Argenton. Esperaba siempre, aunque comprendía la locura de esta esperanza, esperaba siempre verle llegar para salvarme.

Ordenaron primero que no me dejasen salir; pero cuando Monsieur Chazelay vio el estado de estupor en que me hundía cada vez más, ordenó que me fuesen abiertas todas las puertas. Había tantos servidores en el castillo, que cualquiera de ellos podía siempre vigilarme.

Un día, viendo las puertas abiertas, salí maquinalmente; a cien metros del castillo me senté en una piedra y me eché a llorar.

Al poco tiempo vi una sombra proyectada sobre mí; levanté la cabeza: un hombre estaba de pie y me miraba con expresión de piedad.

Le miré con expresión de terror, era el mismo hombre que acompañaba al marqués y al comisario de policía cuando el marqués vino a reclamarme; era el mismo que te había visitado unos días antes, mi amado Jacques, y que tan bella me había encontrado: era el marido de mi ama de cría, Joseph, el leñador.

Este hombre me causó horror; me levanté y quise alejarme.

Pero dijo:

—No debéis odiarme por lo que he hecho, mi querida señorita, puesto que no podía actuar de otro modo. El marqués tenía un documento de mi puño y letra haciendo constar que os había recibido de él y en el que me obligaba a devolveros a él al primer requerimiento. Ha venido y pedido mi testimonio. Se lo he dado.

Había en la voz de este nombre tal acento de veracidad, que volviéndome a sentar le dije:

—Os perdono, Joseph, a pesar de que habéis contribuido a hacerme muy desgraciada.

—No es mi culpa, mi querida señorita, y si de algún modo puedo recompensaros, ordenadme y os obedeceré de todo corazón.

—¿Iríais a Argenton si os lo pidiese?

—Sin duda.

—¿Le entregaréis una carta?

—Seguro.

—Esperad. Pero no tengo pluma, ni tinta, en el castillo no querrán proporcionármelas.

—Voy a procuraros lápiz y papel.

—¿Dónde lo encontraréis?

—En el pueblo próximo.

—Os espero aquí.

Joseph partió.

Desde que había traspasado las puertas del castillo oía ladridos desesperados. Me volví hacia el lado de donde provenían. Era Escipión, a quien habían atado a una cadena, que hacía esfuerzos desesperados por reunirse conmigo.

Mi pobre Escipión, ¡desde ocho días atrás, comprendes mi bienamado Jacques, lo había olvidado!

¡Hubiese olvidado hasta mi vida, si no hubiese sufrido!

Fue para mí una gran alegría volver a ver a Escipión. En cuanto a él estaba loco de felicidad.

Joseph volvió con lápiz y papel, te escribí una carta insensata en el fondo de la cual sólo había estas dos palabras: «Te quiero».

Mi mensajero partió. Al día siguiente debía verlo a la misma hora y en el mismo sitio.

Temía que no permitiesen llevar a Escipión a mi cuarto, pero ni siquiera le prestaron atención.

No me cansaba de hablarle y, loca como estaba, de hablarle de ti. No sé si era tu nombre el que reconocía o el acento con el que lo pronunciaba, pero cada vez que lo oía lanzaba un pequeño y tierno grito como si él también dijese: «Le quiero».

Desde el alba estuve en la ventana; supuse que Joseph habría pasado la noche en tu casa de Argenton y que llegaría por la mañana.

Me equivoqué, regresó aquella misma noche. Cuando salí del castillo vi, en el sitio donde estuve sentada la víspera, un hombre tumbado sobre la hierba y que simulaba dormitar.

Me acerqué, era él, pero al primer golpe de vista me di cuenta que las noticias que traía no eran las que yo esperaba.

En efecto, habías partido, mi bienamado Jacques, y sin decir a dónde te dirigías.

Joseph me devolvió mi carta.

La rompí en pequeñísimos trozos que entregué al viento. Me parecía estar rompiendo mi corazón.

Joseph estaba desesperado.

—¿No puedo hacer nada por vos? —me preguntó.

—Sí, podéis hablarme de él.

Empezó a contarme hechos en relación con la forma en que me habías encontrado y cosas desconocidas para mí. Esas especies de milagros operados por ti sobre los animales furiosos; cómo domabas a los caballos, a los toros, cómo habías domado a Escipión; me mostró la grieta del muro donde el perro se refugió cuando le forzaste a volver arrastrándose hasta tus pies. De los animales pasó a los hombres y me habló de las maravillosas curas que habías realizado: un niño mordido por una víbora y al que habías salvado chupándole la herida, un cazador que se había mutilado el brazo con su escopeta, cuyo brazo lograste conservar; qué puedo decirte, mi bienamado Jacques, los mismos recuerdos que siempre me parecían nuevos. Un día, sin embargo, la conversación cambió de rumbo.

—Señorita —me dijo Joseph antes de que hubiese tenido tiempo de dirigirle la palabra—, ¿conocéis la noticia?

—¿Cuál?

—El marqués se va, emigra.

Inmediatamente imaginé el cambio que la partida del marqués supondría en mi existencia, la libertad que ello me procuraría.

—¿Estáis seguro? —le pregunté con un movimiento de alegría que no pude ocultar.

—Esta noche se reúne con sus amigos en el castillo; hablarán sobre el modo de poder emigrar, y cuando cada uno de ellos sepa cómo huir, partirán.

—¿Quién os lo ha dicho, Joseph? No me parecéis uno de los consejeros del marqués.

—No. Pero como sabe que tiro limpiamente con el fusil, que puedo matar un conejo a tenazón y una becada en su tercer rizo, quisiera tenerme a su lado.

—¿Os ha hecho alguna propuesta?

—Sí, pero yo soy del pueblo y por lo tanto pertenezco a él. Así es que le dije: «Señor marqués, si nos encontramos allí será el uno frente al otro, y no el uno al lado del otro». Sé que eres honrado —me dijo—, y que guardarás el secreto de mi marcha. Pero como este secreto no debe serlo para vos y no denunciaréis a vuestro padre, os lo digo para que, por vuestra parte, toméis las medidas oportunas.

—¿Qué medidas queréis que tome? No dispongo de nada, pero disponen de mí; dejaré que la Providencia actúe.

Al día siguiente de esta conversación, mi padre me llamó.

Solamente le había hablado dos veces, mi bienamado, desde que me arrancó de tu lado. Me preguntó si deseaba comer con los demás o en mi cuarto: rápidamente respondí: «En mi cuarto». Cuando se está alejado del ser amado, estar solo es estar a medias con él. Entré en los aposentos del marqués.

Abordó inmediatamente la cuestión.

—Hija mía —me dijo—, las circunstancias se presentan de tal modo que debo abandonar Francia inmediatamente; además, mi opinión, mi puesto en la sociedad y entre los nobles de Francia, me obligan a ofrecer mi espada a los príncipes. Dentro de ocho días me habré reunido con el duque de Bourbon.

Hice un movimiento.

—No os inquietéis por mí —dijo—; dispongo de medios seguros para abandonar Francia. En cuanto a vos, que no corréis peligro alguno y no tenéis ningún deber que cumplir, permaneceréis en Bourges con vuestra tía: vendrá a recogeros mañana. ¿Deseáis decirme algo?

—Nada, señor, sólo puedo obedeceros.

—Si nuestra permanencia en el extranjero se prolongase, o si corrieseis algún peligro en Francia, os escribiría para que os reunieseis conmigo y fijaríamos nuestra residencia fuera de Francia mientras dure su infame revolución que, por otra parte, y así lo espero, no puede durar mucho. Puesto que solamente nos quedan tres o cuatro días para estar juntos, me sería muy grato si quisieseis tomar vuestras comidas al mismo tiempo que nosotros y en nuestra compañía.

Me incliné en señal de asentimiento.

Sin lugar a dudas los jóvenes nobles que se habían reunido la noche anterior en el castillo se habían quedado, puesto que el marqués tenía una docena de invitados.

Me presentó a ellos y pude darme cuenta de cuál era el motivo de estas presentaciones. Tres o cuatro eran elegantes, y bien parecidos. Mi padre deseaba saber si alguno de ellos lograría llamar mi atención.

Mi padre no debió amar jamás cuando semejante idea acudió a su espíritu. Doce días después de haberte dejado a ti, a ti, que eres mi vida, mi alma, a ti, mi amado Jacques, ¡pensar que mis ojos podían posarse sobre otro hombre!

Ni siquiera me enfadó semejante suposición, me encogí de hombros.

Al día siguiente llegó mi tía. No la había visto nunca.

Era alta y seca, devota y casta. Nunca debió ser bonita, por lo tanto nunca debió ser joven. Su padre, al no poder casarla, la convirtió en religiosa.

En 1789 salió del convento y volvió a la sociedad con seis u ocho mil libras de renta que mi padre le pasaba. Pero no quiso abandonar Bourges, su ciudad querida, para venir a habitar el castillo de Chazelay.

Alquiló, por lo tanto, una casa en Bourges.

Algunos años después de mi nacimiento le habían hablado de mi fealdad e idiotez, después nadie se tomó la molestia de volver a hablarle de mí.

Cuando el marqués le dijo que viniese por mí, esperaba encontrarse con cualquier ser inútil que moviese su cabeza a derecha e izquierda, con ojos mongólicos y que expresase sus deseos con palabras ininteligibles.

Hacía una media hora que me encontraba frente a ella, cuando todavía me buscaba. Por fin pidió que le llevasen a su sobrina y cuando le explicaron que era la que tenía ante sus ojos su único movimiento fue de extrañeza.

Pienso que mi digna tía, en reconocimiento a las larguezas que el marqués tuvo con ella, hubiese preferido que fuese más fea y más tonta. Quedamente le dije:

—Es así como me ama, mi buena tía, y aunque ello os disguste, así seguiré.

Nuestra marcha se fijó para el día siguiente y la del marqués para la noche del siguiente. Tenía por estado mayor una parte de la nobleza del Berri y unos cincuenta aldeanos a los que prometió un sueldo de cincuenta céntimos por día.

El día de mi marcha me despedí de Joseph, que me dijo:

—No conozco la dirección de Jacques Mérey, pero como miembro de la Asamblea Nacional, estoy seguro que recibiría vuestras cartas si se las dirigís a la Convención.

Fue el último favor que este hombre excelente me rindió.