VI
—Materialmente es posible alejarse de tales espectáculos, pero el pensamiento se ensaña y es imposible huir de ellos.
Volví a casa acompañada por Danton y, una vez sola, volvía a ver en un rincón de mi habitación, como se ve la decoración de un teatro, toda la escena. La mujer Evrard caída sobre su silla, el comisario de policía, apoyado sobre sus puños encima de la mesa y dictando, la bella joven de pie, sostenida y maltratada por dos soldados, como la estatua de la justicia arrancada de su base, y ese capuchino inmundo mirándola con ojos de odio y lujuria.
El resto de los personajes formaban un segundo y tercer plano en el cuadro, pero desdibujados y apenas abocetados.
A pesar mío tendía los brazos a esa bella heroína, y, a pesar mío la llamaba hermana. A las tres el ruido fue más estruendoso. Las calles rebosaban de gente curiosa. En medio del gentío, hombres, con los brazos desnudos, se desgañitaban pidiendo que le entregaran el asesino.
Conducían a Carlota Corday a la cárcel de l’Abbaye.
A pesar de los pronósticos, llegó a ella sin estar hecha pedazos.
Al día siguiente, y con gran extrañeza por mi parte, vi llegar a mi casa a Danton acompañado de su mujer, una bella joven rubia, como de mi edad, a la que echó en mis brazos.
La trajo para que pasase la mañana conmigo con la condición de que iría a cenar con ellos al campo donde me quedaría con ella.
Mi soledad era tal, mi bienamado, que acepté. Vi la ocasión de poder hablar de ti con una mujer, con un corazón joven que me comprendiese.
Además tú amabas a Danton, y ya que yo no podía amarle, amaría a su esposa.
Danton salió en busca de noticias: Todo el día estuvo dedicado a la joven Carlota. No era una advenediza, como en principio podría pensarse; ni una pasión amorosa por un girondino fugitivo lo que le hacía salir de su retiro y de su oscuridad; era el profundo amor a su patria. Francia se le apareció como una bella durmiente en cuyo seno se agazapaba ese monstruo llamado pesadilla. Había cogido el cuchillo y matado al monstruo.
Cosa extraña, su padre era republicano, ella era republicana y sus dos hermanos estaban en el ejército de Conde.
Únicamente las revoluciones crean estas situaciones en el seno de una familia.
Era la bisnieta de Corneille, la hermana de Emilia, de Jimena y de Camille.
Se había educado en el convento de l’Abbaye-aux-Dames de Caen, fundado por la condesa Matilde, esposa de Guillermo el Conquistador, donde alojaban a las hijas de la nobleza pobre. Al cerrarse las casas religiosas se refugió en casa de una vieja tía llamada mademoiselle de Bretevelle.
No quiso rematar la obra que la conduciría directamente al cadalso sin haber recibido antes la bendición paterna. Dio todos sus libros, salvo un volumen de Plutarco que llevó consigo, pasó por Argenton, donde estaba Monsieur Corday y arrodillándose ante él recibió su abrazo y su bendición, volvió a tomar la diligencia y llegó a París el día 11, alojándose en el «Hotel de la Providence», calle de Vieux-Augustins, número diecisiete.
El pretexto de su viaje fue la necesidad de retirar del ministerio del interior ciertas piezas útiles a una amiga suya emigrada, mademoiselle de Forbin. Para este fin había conseguido una carta de Barbaroux dirigida a su colega Duperret.
Todo el día siguiente, 12, lo empleó en arreglar sus asuntos. Por el interrogatorio supimos que el 13, día del asesinato y una hora antes de éste, había comprado en el «Palais Royal» el arma homicida.
¡Ah!, he olvidado decirte, mi bienamado Jacques, que su único momento de debilidad fue aquél en el que durante el interrogatorio al que asistimos, le presentaron el cuchillo ensangrentado, preguntándole si era, en efecto, el que había utilizado.
—Sí —dijo volviendo los ojos y apartándolo con la mano—, lo reconozco.
Éstas eran todas las noticias que se sabían a la una del mediodía del día 14.
Había sido interrogada durante la noche por los miembros del Comité de Seguridad general y por varios diputados, y el resultado de estos interrogatorios corría por París. En cuanto Marat, para él únicamente era cuestión del Panthéon.
Durante todo el día estuve con madame Danton, le hablé de ti y me habló de su esposo.
Me dijo el miedo que en principio le inspiró y cómo fue descubriendo que bajo la ruda corteza se escondía un corazón desbordante de generosidad y cómo la mitad de su genio estaba hecha de bondad.
Es cierto que no le amaba como yo te amo, pero sí con el amor que una esposa honrada profesa a su marido. Yo te quiero como a un amigo, como a un hermano, como a mi esposo, a mi amante, a mi dueño y a mi Dios.
¿Dónde estás, mi bienamado? ¿Piensas en mí con ese pensamiento que devora y que me hace retorcerme y llamarte gritando, sin yo saber, en medio de la noche, despertando a mi pobre Jeannette, que corre alocada preguntándome lo que quiero?
—Nada —le respondo—, estaba soñando.
Danton pasó a recogernos a las seis.
Estaba entusiasmado de Carlota. Dijo que nunca había visto al mismo tiempo un corazón tan ingenuo y tan templado.
Cuando la registraron le encontraron su dedal, agujas e hilo.
—¿Por qué lleváis estos objetos encima? —le preguntaron.
—Pensé que después de la muerte de Marat sería probablemente maltratada, que mis ropas se romperían y, una vez en prisión, quería tener los medios para coserlas.
—¿No eres tú —le preguntó el carnicero Legendre—, la que viniste a mi casa disfrazada de religiosa, para asesinarme?
—El ciudadano se equivoca —respondió con una sonrisa—, jamás pensé que su vida o su muerte fuese importante para nuestra República.
Junto con el dedal, el hilo y las agujas encontraron su bolsa y su reloj. Chabot pidió verlos y como los tuviera demasiado tiempo entre las manos:
—Creí —dijo Carlota—, que los capuchinos habían hecho voto de pobreza.
Parecía como si Chabot se aferrase a ella por alguna idea obscena. Pretendió que su chal se ajustaba tanto a su cuerpo porque escondía algo y aprovechando que tenía las manos atadas se lanzó sobre ella, deslizando su mano por el escote.
Su impuro contacto inspiró tal asco a la joven, que rompió las ligaduras que sujetaban sus manos, pero este mismo esfuerzo abrió el chal dejando ver sus senos.
Las lágrimas acudieron a los ojos de los carceleros, quienes terminaron de desatarla para que Carlota pudiese anudárselo nuevamente.
Se le permitió además bajar sus mangas y ponerse guantes bajo las cadenas. Éstas eran todas las noticias del día.
¡Ah!, se me olvidaba: un pintor amigo de Marat, llamado David, ha pasado el día al lado de la bañera para hacerle un retrato en la misma posición en que lo vimos.
Mañana propondrán a la Asamblea que el cuerpo de Marat sea trasladado al Panthéon.
A las seis de la tarde partimos al campo, donde Danton vive con su esposa.
Durante los ocho primeros días después de su boda, no la ha dejado ni un instante. Incluso delante de mí no puede controlarse y la colma con sus caricias. Por su parte, me parece que ella siente más extrañeza que amor o miedo. Aunque el león lime sus uñas, y roa sus garras, no por ello me parece que ella se sienta más segura ante el monstruo sublime.
Esta noche hay reunión en la Convención. Se discutirá acerca de la sepultura de Marat. Luisa ha incitado a su marido para que vaya a París.
—Espero —le dijo—, que no dejéis profanar el Panthéon permitiendo la entrada del cadáver de semejante vampiro. Imagínate, querido Jacques, tu amigo Danton, es decir, la revolución en persona, casado con una joven monárquica. He pasado la velada con ella en una colina que domina el Sena y desde donde se divisa todo el valle de Saint-Cloud.
¡Qué paz! ¡Qué dulce majestuosidad en toda esta naturaleza! ¡Apenas si llegas a imaginarte que estás a dos leguas de ese volcán que ruge y que lanza sus llamas, llamado París! Durante la noche su zumbido inmenso, mezclado con gritos, alaridos e imprecaciones, nos llega como un dulce murmullo de hojas agitadas, como una suave cascada, como un trino de pájaros enamorados.
Luisa y yo nos preguntábamos cómo es posible que cuando el hombre puede vivir en esta tranquilidad, tan feliz bajo la bóveda del cielo, acostado en un césped dulce y fresco, con un riachuelo corriendo a sus pies y las hojas de los árboles acariciando su frente, cómo es posible que prefiera la lucha de las tribunas, el odio de los partidos, el barro ensangrentado de las calles.
De pronto la sombra de Carlota bailaba ante nuestros ojos. Ella también estaba dulcemente acurrucada en un nido de espuma; también ella, en su bella Normandía, el país de los grandes olmos, tenía sus riachuelos, el césped y la sombra. Y ella, una mujer, lo abandonó todo y recorrió cincuenta leguas con un cuchillo en la mano para hundirlo en el corazón de un hombre al que jamás había visto, contra el que no tenía ningún rencor personal, pero al que odiaba con la misma violencia que amaba a su patria.
¡Amor mío! ¡Si acabasen las revoluciones, si Dios permitiese que los corazones separados volviesen a encontrarse, si en lugar de estos días terribles llamados el 20 de junio, el 10 de agosto, el 2 de septiembre, el 21 de enero, el 31 de mayo, tuviésemos días sin fechas, tranquilos, mezcla de sombra y sol, entonces, también nosotros tendríamos una casa, una choza, una cabaña en una colina desde donde pudiésemos ver correr el agua, crecer la mies y oír el susurro de los árboles!, y nos sentaríamos en el crepúsculo y veríamos la puesta de sol arrastrando tras de sí el misterio de la noche que pasaría ante nosotros como una mirada, como una sonrisa, como un beso.
Nos quedamos allí hasta bien avanzada la noche. Oímos cómo, sucesivamente, se extinguían los ruidos del día, el rodar de los coches en las carreteras, el eco del hacha del leñador en el bosque, el canto del vendimiador en la viña, el trino de los pájaros en los árboles, los últimos gritos del mirlo en la copa del árbol. Después vimos cómo se iluminaban los puntos dorados, estrellas de la tierra y con ellas se extendió el silencio, que vagó sobre el campo, y cómo el único ruido que atravesó el espacio y despertó al eco fue el ladrido inesperado, a veces prolongado, pero las más callándose de golpe, de algún perro que vigilaba en su caseta la puerta de una granja, o que hacía su guardia alrededor de un rebaño de ovejas.
¡Qué lejos estábamos, escuchando ese mundo que se iba durmiendo!, de la Asamblea tumultuosa, de Marat posando en su bañera para el pintor David, y de Carlota Corday escribiendo a Barbaroux, con el patíbulo en su cárcel.
Danton volvió a medianoche. La sesión había sido tormentosa, los cordeleros pedían el Panthéon para Marat; los jacobinos acogieron la sugerencia con frialdad, Robespierre se declaró en contra, la propuesta fue rechazada.
Al día siguiente debían trasladar a Carlota Corday a la Conciergerie. Marat sería enterrado en el cementerio de la vieja iglesia de Cordeliers, cerca de la trinchera donde durante tanto tiempo había escrito.
A propósito de esta muerte un gran movimiento recorría al pueblo. Los pobres sabían que había sido su defensor, que durante toda su vida escribió para ellos y aunque jamás hubiesen leído sus periódicos, le estaban agradecidos. Los funerales se celebraron desde las seis de la tarde hasta medianoche. Danton asistió a ellos y nos llevó con él. A la luz de las antorchas depositaron a Marat bajo uno de los sauces que crecían en el cementerio.
Era casi la una de la madrugada cuando terminó el último discurso.
Después de cada discurso los gritos de ¡Viva Marat! ¡Muerte a los jacobinos!» se escapaban de diez mil bocas para golpear mi corazón.
Muchos pidieron que se llevase a Carlota Corday y la ahorcasen sobre la misma tumba. Aunque Danton intentaba calmarme, a cada movimiento de los grupos me imaginaba que era a «ella» a quien traían como víctima expiatoria.
Llegamos a Sevres de madrugada. Estaba rota de terror.