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Noche en Berlín Este. Estoy a punto de irme a Alemania Occidental.

Me visita para mi sorpresa un ex ministro del presidente Salvador Allende para conversar sobre Chile y la RDA. Su alemán es deficiente. Tiene más de cincuenta años, lleva un lustro en la RDA e intuye que jamás dominará el idioma como para explorar las profundidades del alma germano-oriental.

En un momento de la conversación, ya en la calle, cuando se está despidiendo, me pregunta, apoyado en la autoridad que le confiere su paso por el gabinete de un hombre devenido mito:

—Dime una cosa, ¿qué porcentaje de los alemanes crees tú que apoya el socialismo?

Es la pregunta honesta, pero políticamente incorrecta en la RDA, de un hombre que se rumorea que a estas alturas planea ingresar al PC chileno. En rigor, esa pregunta está fuera de lugar. Todas las elecciones de la RDA demuestran algo claro: el 98,7 por ciento de los electores aprueba a los candidatos del Gobierno al Parlamento, y Honecker casi concita el ciento por ciento de apoyo. En realidad, desde la fundación de la RDA los candidatos oficialistas han obtenido alrededor del 99 por ciento de los votos.

Eso según los medios comunistas, desde luego. La reprimida y atemorizada oposición sostiene ante la prensa extranjera que, aunque las elecciones están manipuladas, en ellas se registra un alto porcentaje de sufragios contrario al régimen. Sin embargo, no lo puede probar ya que no está autorizada para asistir al conteo de votos.

¿De dónde surge la pregunta que el chileno me plantea en la vereda de la Strasse der Befreiung? ¿De su desconfianza hacia los medios oficiales y las elecciones, o de un interés por averiguar cuál es mi postura frente al socialismo? Porque si está por ingresar al Partido Comunista chileno no puede estar dudando del supuesto apabullante apoyo popular del régimen de la RDA. Huele a otra cosa. Desconfío, pero trato de reprimir mi desconfianza porque ella corroe todas las relaciones humanas en el socialismo.

—¿La verdad de la milanesa? —le pregunto.

—La verdad —me dice el ex ministro mientras aspira profundamente el humo de su cigarrillo y sus grandes ojos café brillan en la oscuridad.

—Creo que tal vez un 30 por ciento de la gente está con el sistema —le digo.

—No, no, no. Imposible —alega, y se acaricia su barba de chivo—. Yo creo que los medios occidentales deben ejercer influencia en no más de 20 o 30 por ciento de los alemanes orientales, en los incautos que desean vivir en el capitalismo, pero el resto, la gran mayoría, está con el socialismo. Es que la gente vive muy bien acá: hay estabilidad y trabajo.

Me desconcierta la ingenuidad y la dureza del personaje. ¿Por qué me pregunta si ya parece tener una respuesta? Vive desde 1974 en la RDA. No puede estar tan ajeno respecto a su realidad política. Entonces digo algo de manera muy directa, pero no por provocarlo, sino porque me parece que es lo más cercano al modo en que, supongo, debe de pensar un chileno común y corriente:

—Si no existiese el Muro, la gente escaparía en tropel y el país se desangraría. Basta con que escape la mitad de los médicos o choferes de buses para que esto colapse.

Lo dije así de claro, y lo traigo a colación no porque quiera presentarme hoy, cuando ya ni existe la RDA, como pitonisa, sino porque era la percepción de muchos alemanes orientales. Polonia bullía, la economía tambaleaba, aumentaban las fugas. El panorama no pintaba bien.

Es por eso que la RDA murió en pocas horas en noviembre de 1989. Sus dirigentes sabían que sin Muro el modelo era inviable, que entre socialismo y capitalismo la gente prefería el capitalismo con toda su incertidumbre, desigualdad y libertad.

El ex ministro me mira, por tanto, decepcionado.

—¿Pero tú crees realmente que no volverían? —pregunta con la voz trémula y luego expulsa una bocanada de humo y mira hacia el cielo salpicado de estrellas pálidas.

—No es necesario que escapen todos para que esto se derrumbe —digo, y pienso que es imposible que el político ignore la realidad del país donde vive, lo que piensan sus habitantes. No puede ser que la ideología y el desconocimiento del idioma alemán le impidan ver la realidad, palpar lo que germina debajo del maquillaje que los medios y la propaganda oficial aplican sobre la triste vida cotidiana del socialismo.

—Creo que te equivocas —me dice mientras enciende otro cigarrillo.

—No creo —respondo yo—. Dime una cosa: ¿no tratarías tú de huir si no te dejaran salir nunca más de aquí?

El ex ministro esboza una sonrisa agria, estrecha mi mano con frialdad y se aleja, con el cigarrillo entre los labios, hacia su Wartburg que lo espera en las penumbras.

Detrás del Muro
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