23
—Cuéntame algo —me dijo una tarde Agnes, que estudiaba historia del movimiento obrero y era secretaria de la FDJ de un seminario de marxismo-leninismo—. ¿Tú viniste voluntariamente a la RDA?
—Así es.
—¿Nadie te obligó?
—No, yo quería vivir en el socialismo.
—¿Y antes de llegar a la RDA pasaste por países capitalistas?
—Así es. Por Amsterdam.
—¿Amsterdam?
—Y por Berlín Oeste.
—¿En serio? ¿No bromeas? —Su incredulidad aumentaba con cada respuesta mía.
—Así es.
Silencio.
—No te entiendo —reclamó—. ¿Me estás diciendo que, teniendo la oportunidad de permanecer en Amsterdam o Berlín Oeste, optaste por venir aquí?
—Así es.
—¿Voluntariamente? ¿Sin que tu organización te obligara?
—Así es.
—¿Por qué?
—Porque soy comunista, y como tal tengo que vivir en un país comunista.
Agnes me miró perpleja y luego se examinó las manos, pensativa. Remató con frialdad:
—Entonces eres un estúpido. Yo, que nací y he vivido toda mi vida entre muros y alambradas, lo único que anhelo es salir de aquí.
Sus ojos estaban húmedos, diría que a punto de llorar, como si Agnes hubiese tenido que escoger entre vivir en el paraíso y Leipzig, y hubiese optado por Leipzig.
—¿No se lo dirás a nadie? —sollozó.
—Tranquila, Agnes, esto muere conmigo.
—¿Puedes entenderme? —me preguntó soplándose la nariz con un pañuelo minúsculo—. Yo estoy condenada a vivir detrás del Muro hasta que jubile, sin poder pasar a las calles de la otra zona, presa aquí de por vida. Y tú me restriegas en la cara que estuviste en Amsterdam y Berlín Oeste antes de venir a mi cárcel.
Tenía razón. Los exiliados chilenos habíamos tenido al menos la suerte de ver Europa Occidental en nuestro viaje desde América del Sur; ellos, los germano-orientales, en cambio, tendrían que esperar hasta la jubilación para un desplazamiento semejante.
¿Qué podía decirle uno a una muchacha como ella? ¿Que no valía la pena visitar París, Londres o Roma? ¿Que ya triunfaría el socialismo en Occidente? ¿Qué mierda podía decir un chileno comunista a una muchacha de la RDA sin que se le cayera la cara de vergüenza al justificar la prisión que la esclavizaba?
En rigor, el tema era tabú en la RDA. Ningún medio, pero tampoco la literatura ni el cine, mencionaban la palabra Mauer.[17] El Muro no existía ni como imagen ni como concepto ni como tema. Y a nosotros, los chilenos, nos aliviaba eso, aunque compadecíamos en silencio a los germano-orientales que, viviendo en el centro de Europa, no podrían ver aquello que nosotros, habitantes del otro extremo del mundo, sí podíamos ver.
—No vale la pena visitar esas ciudades —dije a Agnes, y sentí desprecio por mí mismo—. El capitalismo no tiene nada que ofrecerte: solo desigualdad, explotación, desempleo, pordioseros que hurgan en tarros de basura y duermen bajo los puentes.
—No me importa. Quiero verlo entonces para creer en el socialismo.
—No lo eches a la ligera. Al otro lado abundan los menesterosos, los sin techo y los drogadictos, que aquí no existen. No vale la pena cruzar el Muro.
Mientras trataba de explicar lo inexplicable, Margarita y Tony López buscaban a Joaquín Ordoqui. Mientras yo intentaba convencer a Agnes que ni Amsterdam ni Berlín Oeste valían la pena, y que Leipzig o Karl-Marx-Stadt eran tan atractivas como Roma o Nueva York, una terrible mentira piadosa, Margarita y Tony López sabían que para Ordoqui Occidente era más llamativo, próspero y libre que el socialismo.
Mi compañero de cuarto continuaba sin dar señales de vida. Su desaparición se volvía acuciante. La seguridad cubana investigaba en el internado y las estaciones de trenes y buses, en el aeropuerto y la frontera. La falta de información sobre el destino de Ordoqui los impacientaba. Y temía que el G2 cubano sospechase en alguna medida de mí. Podría creer que les ocultaba información y que mi vínculo amoroso con la hija de un dirigente cubano era una treta para infiltrarme en la nomenclatura de La Habana.
Mi condición en Leipzig se complicaba sin que yo tuviese arte ni parte en eso. Era difícil estar vinculado con alguien que supuestamente se había fugado a Occidente. Hablaba mal de uno. No podía ser que uno no lo hubiese percibido ni hubiese informado a los órganos responsables de las debilidades ideológicas del amigo o conocido. Tal vez Ordoqui estaba ya al otro lado del Muro. Llegué a temer incluso que la Stasi informase al G2 sobre el confuso episodio con el cuidador del hotel de Erkner. En medio del nerviosismo, todos se volvían más irracionales e impulsivos y podían perjudicarme.
¿Joaquín Ordoqui era un traidor o lo habían secuestrado?