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La curiosidad es uno de los resortes más estimulantes del ser humano. Días después volví a llamar al teléfono que me había dado el diplomático estadounidense y pude contemplar de nuevo el curioso desplazamiento del florero. Azorado y nervioso, me fui en el U-Bahn hasta el Prenzlauer Berg y entré al Flair, un bar alternativo cerca de la estación de Schönhauser Allee. Pedí una cerveza y me senté a leer el Neues Deutschland.

Al rato apareció Don Taylor. Esta vez llevaba anteojos de cristales oscuros, gorra y una chaqueta de cuero plástico sobre un suéter negro de cuello tortuga. Con sus sandalias y calcetines parecía un obrero germano-oriental.

Ordenó un café.

—Un gusto —dijo despreocupado—. ¿Todo bien?

—Todo bien.

Algo me desconcertaba en su actitud. Si bien era un hombre de carne y hueso, tejía una atmósfera ficticia alrededor suyo, como si actuase en una obra de teatro no del todo ensayada. Me costaba entender que a un tipo hecho y derecho le pagasen por lo que hacía, que era fundamentalmente simular.

—Un gusto verte —me dijo—. Ya ves, puedes confiar en mí.

—¿Confiar?

—Claro que sí. Al menos sabes que no soy un impostor de la Stasi.

Era cierto, aunque de eso yo solo podría estar seguro después de cruzar el Muro para siempre. Sin disimular mi impaciencia, le pregunté qué quería de mí. Cuatro parroquianos escuchaban en la penumbra maloliente «Kristallnacht», de BAP.

—Me envió alguien que te conoce y que no quiere que te causen daño —me dijo.

—¿Quién?

—Un cubano.

—Quién.

—Uno de la DGI.

Aquello no podía ser cierto. ¿Cómo era posible que un diplomático de Estados Unidos me contara que tenía un topo en la DGI cubana?

—¿Quién de la DGI desea protegerme?

—Se menciona el milagro, pero no el santo. La persona sabe que los cubanos se te acercarán para presionarte. Te reclutarán ofreciéndote cultivar el vínculo con tu hijo.

¿De dónde sabía tanto Don y quién estaba detrás de todo eso? ¿La CIA, posibilidad que no me causaba sorpresa, o alguien de Bogensee? ¿O es que el cónsul cubano informaba a la CIA, o esta lo espiaba a él y por ello conocía sus pasos y por ende los míos? ¿O todo eso no era nada más que un diabólico juego de la Stasi, que se mantenía detrás de bastidores?

Tuve ganas de salir huyendo del Flair.

—Esto me parece una pésima broma —reclamé—. Saber algo de mi vida no le otorga a usted el derecho para chantajearme.

—¿Chantajearte? —Hizo chasquear la lengua—. Te estoy poniendo sobre aviso. No te estoy diciendo cree en mí, sino que escuches lo que dicen sobre ti. Los cubanos te están tendiendo una celada.

—¿Y por qué quiere usted salvarme?

—Porque hay alguien que está preocupado por ti.

—¿Estadounidense?

—Ya te dije. Cubano.

—Digo, ¿vive en Cuba?

—Quieres saber demasiado.

Unos jóvenes entraron y se detuvieron en la puerta, barrieron con la vista el local y trastabillaron hasta la barra. Ordenaron cerveza. Sentí que Don perdía la compostura.

—Esto no es serio —alegué—. Déjese de andar jugando al misterio. Sé perfectamente de dónde viene y qué pretende.

Don se puso de pie lentamente, como si le dolieran las rodillas, arrojó con displicencia un billete de veinte marcos sobre la mesa, y dijo:

—Veo que hoy no estás para hablar.

Y se marchó.

Me quedé helado. Ahora Die Pudhys cantaban «Alt wie ein Baum», mi canción predilecta de ese grupo. En ella dicen que añoran llegar a ser viejos como los árboles. Entonces ese anhelo me parecía poético pero muy distante como preocupación personal.

Esperé un rato sin saber qué hacer; finalmente salí del Flair con un sabor amargo en la boca y con la sensación de haber caído en una trampa.

Detrás del Muro
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