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Con el tiempo comprendí que El Merluza, siempre generoso y bienintencionado, tenía razón. No se trataba solo de no provocar a compañeros que no volvería a ver, sino de algo más delicado: mis comentarios sobre Cuba podrían llegar a los encargados de otorgar el permiso para cruzar el Muro. Ser visto como anticubano podría entorpecer mi salida del socialismo.
—Hay que andarse con pies de plomo —me advirtió El Merluza mientras caminábamos otro día cerca de la frontera, en Potsdam.
—¿Este murito no les plantea ninguna duda? —pregunté.
Yo intuía que El Merluza era un izquierdista de mentalidad abierta y tolerante, no un dogmático que daría a conocer mis comentarios.
—El imperialismo puso todos sus recursos a disposición de Europa Occidental, en general, y de Berlín Oeste, en particular —afirmó—. El otro lado es una vitrina de Occidente para luchar contra nosotros, compañero. Llenan de mercancías las tiendas y construyen edificios modernos cerca de la frontera. Pero la RDA, pese a la escasa ayuda que recibió de la URSS después de la Segunda Guerra Mundial, no lo ha hecho mal. Si lo miras bien, y tal como dijo Fidel cuando vino a la RDA, es aquí donde tuvo lugar el milagro alemán.
Recordé una nota de la revista Der Spiegel, que había leído en la biblioteca del Ministerio cubano de Relaciones Exteriores, donde enseñé alemán mientras estuve casado con Margarita. Allí aparecía una foto de Fidel junto a la Puerta de Brandeburgo, a metros del Muro. Corrían los años setenta, el máximo líder fumaba un Lanceros, pensativo. La publicación era breve: «Fidel: la suerte de construir el socialismo en una isla». En efecto, Cuba también tenía un muro: el mar Caribe. No era color hormigón ni necesitaba minas antipersonales. No. Era turquesa y estaba cuajado de tiburones.
—¿Qué opinan los compatriotas del Muro? —insistí, señalando hacia una torre de los guardafronteras que se divisaba a lo lejos.
—No hablan del tema. Es tabú. Y tú lo sabes.
Era cierto. Nadie se refería a die Mauer en público. A veces, en medio de la noche, se escuchaban gritos de «alto», seguidos de disparos de armas de activación automática, el estampido de una AK-47 y por último el ronroneo de los jeeps Trabant. De quienes caían heridos o morían desangrados a sus pies, solo reporteaban los medios occidentales.
El Muro se denominaba en forma eufemística «valla de protección antifascista», como si al otro lado los germano-occidentales estuviesen a punto de invadir la RDA vistiendo el uniforme nazi.
—Pero el Muro está aquí —reclamé yo—. Lo menciones o no.
—No estoy tan seguro —reclamó El Merluza.
El mayor pecado de la izquierda ha sido su atracción fatal por las dictaduras socialistas o progresistas. ¿Cuándo comenzó a irritarme esto? ¿Cuándo me di cuenta de esa enervante inconsistencia que me llevó a quebrar con la izquierda? ¿Cómo es posible que todavía muchos crean que la redención de la humanidad pasa por una dictadura del proletariado? ¿Me lo planteo desde mis años en Cuba o desde mi primera residencia en la RDA?
No había forma de que un régimen dictatorial comunista en Europa resultase más atractivo que la democracia parlamentaria. Una sociedad con predominio absoluto o relativo del Estado no alcanza nunca la diversidad, creatividad, vitalidad ni tampoco la productividad ni la libertad de una donde la propiedad está distribuida en manos de muchos. Los burócratas no logran competir con los actores de un mercado libre y múltiple.
Moulián tenía razón. Desde el punto de vista ético o histórico, él se ubicaba por sobre la media de los intelectuales chilenos que, junto con buscar en vano libros de pensadores occidentales en las librerías de Berlín Este, Leipzig o Dresde, atribuían el fracaso de Allende y la Unidad Popular al mal absoluto: el imperialismo.
En esos días de 1979 me llegó el rumor de que Moulián ya no estaba en el país, que había logrado emigrar a Francia, y de que mi amigo Heberto Padilla —que moriría en 2000 en el amargo exilio de Alabama—, seguía retenido y siendo hostigado en La Habana.
Decidí seguir el consejo de El Merluza. Mejor callar, me dije. Era preferible simular. El simulacro es una práctica cotidiana en toda dictadura. «En el socialismo no hay que imitar a Giordano Bruno, sino a Galileo Galilei», sugería Padilla con el humor negro de quien conocía los cuarteles de la seguridad del Estado cubano: «Diles a todos que la Tierra no se mueve para que te dejen marcharte tranquilo», insistía.
No debía arriesgarme frente a estalinistas chilenos ni germano-orientales. Lo mío era sobrevivir al socialismo sin heridas, para poder regresar a Occidente.