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—¿Sigues siendo comunista? —le pregunto a Silvia.

—¿A qué viene esa pregunta? —responde ella extrañada—. Te hablé de mi disposición a continuar nuestra relación; bueno, si algo queda de eso, y me respondes con política.

¿Habrá olvidado lo que pensábamos en Chile, cuando vestíamos la camisa amaranto, nos decíamos que los crímenes del estalinismo eran una patraña derechista y no conocíamos la franja de la muerte? ¿Habrá olvidado que creíamos que un comunista no podía ser amigo ni pololear con momios, con reaccionarios y fascistas?

—Creo que para estar con alguien hay que coincidir en muchas cosas —digo yo.

Mi respuesta encubre mi convicción de que después de Cuba para mí nada continuará siendo como antes, que la estadía en la isla no fue un paréntesis en mi vida.

—Ahora milito en el partido, aunque tengo mi visión personal sobre la derrota de Allende —responde Silvia—. Sufrimos una derrota política, no militar. No fue Estados Unidos quien nos liquidó, sino las disputas entre los partidos de la Unidad Popular, la división entre allendistas y ultraizquierdistas, y el fracaso en el manejo de la economía.

Volvemos a hablar de Allende, el hombre que se inmoló en La Moneda, el hombre al que sus compañeros y el pueblo abandonaron en la hora de la muerte. Pienso en Moulián y en que Allende fue un Cristo moderno en torno al cual el partido colgó como estampas de santos los retratos de sus mártires. Allende devino pedestal en lugar de altar, como dijo Martí con respecto a quienes usaban a Cuba para satisfacer sus ambiciones. Pero ni la muerte heroica salva a Allende del veredicto: fue un presidente que dividió y polarizó a Chile. Los presidentes son responsables por lo que logran y causan.

—¿Y qué opinas del socialismo real? —pregunto.

Silvia me habla de su gratitud eterna hacia la RDA por la solidaridad que tuvo con ella y el exilio. Pero yo no le pregunto por su gratitud, sino por el país en el que vive.

—No puedo separar mi gratitud de mi visión de la RDA. El título profesional se lo debo a ella —aclara ceremoniosa—. Por eso me siento agradecida y llamada a construir un país socialista en Chile.

—Pero tú no eres hija de obreros o campesinos, que solo hubiese podido estudiar en la RDA. Eres hija de profesionales, educada en un colegio privado, que vivía en un barrio exclusivo. No puedes atribuir al Estado de la RDA lo que has alcanzado.

—Pero me debo a mi pueblo —responde ella—, y anhelo este sistema para Chile.

—¿El socialismo?

—El socialismo. No una copia idéntica, pero el socialismo.

No puedo culparla, y yo a esas alturas no estoy para tratar de convencer a nadie de nada. Renuncié al proselitismo político junto con arrojar la camisa amaranto. Silvia tendrá sus razones para pensar como piensa. Es saludable que así sea. El Merluza piensa igual que Silvia, y así piensa también Palomo, el siniestro personaje del hotel. Y de la misma forma ven el mundo Margarita y el comandante Ulises Cienfuegos.

Muchos lo ven así, pero yo no. Esto me hace recordar que a mí me bastaron unos minutos en la parte final de mi viaje de Santiago a Berlín Este, ese breve y último trayecto del S-Bahn sobre la franja de la muerte, para que mis ideales comunistas comenzaran a tambalear.

¿Fue justa mi conversión o fue el giro típico de la titubeante blandenguería pequeñoburguesa, esa que odia Fidel Castro, quien llamó a los jóvenes cubanos a practicar «la intransigencia revolucionaria»?

Pues bien, a esas alturas yo no quiero dictaduras de derecha ni de izquierda. Me importa un bledo que se justifiquen apelando a la seguridad nacional o a la revolución social. Dictaduras son dictaduras.

Comprendo que la brecha que me separa de Silvia es irremediable. Es hoy más ancha que el día en que nos despedimos en Weimar con lágrimas en los ojos.

—¿Y qué opinas del Muro? —le pregunto.

Es la pregunta crucial.

Todo en la RDA socialista se reduce al final, como en una cárcel, al muro que la encierra. Todo. Tu respeto a los derechos humanos, tu visión de la libertad y la democracia, de tu familia, tus amigos y el mundo, de lo que sueñas y entiendes por utopía; en fin, todas las arquitecturas ideológicas, desde las más burdas hasta las más sofisticadas, pueden ser reducidas en la RDA a un asunto único: el juicio que tienes sobre esa obra de cuatro metros de altura y 145 kilómetros de longitud que nos rodea.

—Pienso que mientras existan diferencias tan grandes entre el naciente socialismo y el capitalismo, el Muro será necesario —responde Silvia Hagen con una frase que repite como libreto—. Nos quedan decenios de trabajo ideológico y desarrollo económico para que las masas tomen conciencia de que el socialismo es la mejor alternativa para la humanidad y el único espacio en el cual son protagonistas de la historia.

Después de eso, Silvia se explaya sobre la destrucción de Hitler, sobre el papel de Stalin y la Unión Soviética en la guerra contra el nazismo, y acusa a Estados Unidos de contemplar la guerra desde un palco e ingresar a ella a última hora solo para adueñarse de una parte de Europa.

—Stalin intuyó —afirma Silvia, apartando con suavidad un plato de su lado— que el socialismo partía con desventaja frente al capitalismo al establecerse en la Europa históricamente atrasada. No se puede borrar esa diferencia en treinta años.

—¿Y en materia de libertad?

—Hablas de libertades burguesas, ¿verdad? —Me dedica una mirada compasiva—. La auténtica libertad humana, la socialista, se desplegará una vez que se hayan desarrollado a cabalidad las fuerzas productivas del socialismo.

Pienso en su valerosa madre, que siendo comunista integró la resistencia a Hitler en Viena y por ello tuvo que volver forzosamente a Chile. Silvia habla también en nombre de su madre.

Me acuerdo de pronto del encuentro que tuve en La Habana con el comandante Cienfuegos tras el divorcio con Margarita: él había colocado su pistola sobre la mesa del jardín de su residencia, mientras me advertía que estaba al tanto de mis debilidades ideológicas y que podría descerrajarme un tiro en la cabeza y nadie osaría preguntar qué había ocurrido.

—Has permitido que surjan grietas en tu dique ideológico, y por eso no podrás detener tu desplome como revolucionario —me señaló Cienfuegos—. Si comienzas aceptando una mínima duda pequeñoburguesa, esa marejada de críticas terminará por arrastrarte a las aguas del enemigo de clase.

Pero ahora no estoy en la casona de Miramar, expropiada a una aristocrática familia cubana, sino entre las mesas vacías de un restaurante de Berlín Este, aunque una cola de clientes espera afuera, en la Karl-Marx-Allee.

En los restaurantes socialistas existía la práctica de no atender todas las mesas, de rodear muchas de ellas con un cordel con el letrero de «no pasar». ¿Por qué no atendían todas las mesas? Me lo pregunté a menudo, sin hallar respuesta. Eran restaurantes HGO, «propiedad de todo el pueblo», establecimientos que, al ser de todos, no eran de nadie.

—Después de vivir en Cuba tengo una visión más complicada de este asunto —le digo a Silvia mientras nos retiran los platos—. Necesito un tiempo para aclimatarme a la RDA, pero estoy inmensamente feliz de haber salido de la isla.

—Te va a hacer bien la escuela de Bogensee, porque imparte una sólida formación marxista. Estoy convencida de que te ayudará a resolver tus dudas.

Terminamos de almorzar recordando a nuestros padres, que viven en el Chile de Pinochet, y después nos disponemos a marcharnos.

—Fue grato conversar contigo —dice Silvia—. Veo que necesitas tiempo para reflexionar y entender el mundo al que has regresado. Si necesitas algún libro sobre la RDA, te puedo enviar varios desde Weimar.

—Gracias. Tal vez tienes razón: la escuela me ayudará a superar mis limitaciones pequeñoburguesas.

—Por ser quienes somos, las cultivamos a diario, así que no te sientas culpable —me consuela mientras se pone el abrigo—. Me pasa lo mismo.

—No te creo —comento riéndome mientras salimos a la Karl Marx-Allee.

—Lo digo en serio. Por eso me iré a Mozambique a apoyar al compañero Samora Machel en la construcción del socialismo. Mucho desarrollo termina por aburguesarte.

Detrás del Muro
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