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Heberto Padilla me lo había advertido en La Habana, en 1975.
—Por haber vivido en la isla nunca podrás escapar de ella. Tu mujer, tu hijo, los amigos, los funcionarios de la inteligencia y la diplomacia, o sus problemas, golpearán un día a tu puerta para solicitarte algo.
Padilla tenía razón y por eso el cónsul me trajo un mensaje conciliador hasta Berlín Este.
En opinión del poeta caído en desgracia y también de su esposa, la pintora Belkis Cuza Malé, yo debía irme de la manera más discreta posible de Cuba, sin dejar traslucir mi desencanto ni expresar críticas, sino apareciendo como admirador de la Revolución y su comandante, porque las críticas complicarían mi emigración. El socialismo tenía muchos oídos, y había que actuar con cautela, cinismo e hipocresía, y convertirse, como todos, en hábil simulador.
En la RDA yo seguiría pavimentando mi regreso a Occidente. Se trataba de un camino largo, ripioso y lleno de riesgos, pero que me permitiría volver a mi mundo. El comunismo era represivo como el fascismo, y no convenía vivir en él, menos aún si tenía inquietudes literarias e intelectuales. Nada peor para un escritor que una dictadura. Por eso al poeta le resultaba inconcebible que un joven que hablaba alemán se hubiese ido voluntariamente a la RDA en lugar de a Berlín Occidental, Roma o París.
—¿Pero a Berlín Oriental? —había exclamado al tiempo que sacudía su cabeza en un bar del barrio de Marianao—. Dime: ¿a quién se le antoja semejante barbaridad? ¿No te convenía más irte a Berlín Occidental, y cruzar por un día el Muro para conocer tu utopía? El mundo es demasiado complicado como para darse gustitos. ¡Mira que meterse en Cuba y la RDA!
Desde luego, en los años setenta eran preguntas retóricas. Primero, porque nadie aprende de los errores ajenos; segundo, porque ambos habíamos naufragado en la isla.
Al fin y al cabo, Heberto también volvió voluntariamente a Cuba. A comienzos de los sesenta, cuando el castrismo les parecía a muchos un socialismo diferente y participativo, viajó como periodista a Alemania Occidental, donde conoció a una muchacha a la que le dedicó un poema. Pero después de un tiempo y, pese a los ruegos de la alemana, que le vaticinó que Cuba iba a ser una dictadura como los países comunistas, retornó a la isla.
¿Por qué no permaneció en Hamburgo? Regresó, en cambio, a la escasez crónica de alimentos, las guardias en los Comités de Defensa de la Revolución, las concentraciones en el asfalto de la Plaza de la Revolución, al periodicucho Granma y los maratónicos discursos del máximo líder. ¿Por qué diablos volvió a la isla que terminaría por censurarlo, marginarlo y encerrarlo?
—Cuando arrecia el calor y pienso que jamás llegará mi visa de salida —me dijo Heberto en 1979—, recuerdo a esa muchacha de Hamburgo: su blanca piel entre las sábanas, las largas caminatas por el puerto, la brisa fría que sopla del norte. Volver al trópico fue el error de mi vida, pero gracias a él conocí a Belkis y nació Ernesto, que han sido mi felicidad y consuelo.
Pensé en esas conversaciones del trópico después de despedirme del cónsul. Subí al S-Bahn y llegué a las calles aledañas a la frontera. Recorro esos barrios fronterizos, tranquilos y melancólicos, donde la distancia irremontable comenzaba en la otra esquina, más allá de la franja de la muerte que imponía un silencio de sepulcros.
Quienes residían en esos barrios eran por lo general personas de confianza del régimen. Pero, como decía Lenin, la confianza es buena, el control es mejor. Por eso los balcones tenían mallas metálicas que les conferían aspecto de jaulas. A unos metros de ellas se alzaba la primera alambrada, y más allá las torres de vigías, las minas y los rifles de reacción automática.
Paseé por esos barrios hasta que oscureció, y abordé varias veces el S-Bahn entre Pankow y Schönhauser Allee. Parte del trayecto, entre ambas estaciones, corría a lo largo del Muro. En ese tramo los carros avanzaban a toda velocidad, encajonados entre la última alambrada y el Muro, circunstancia única en toda la frontera. Si el S-Bahn llegaba a detenerse allí, los pasajeros podían trepar al techo y, en caso de llevar una escalera consigo, alcanzar la cresta del Muro y brincar a Berlín Oeste.
Más de una vez, emisoras occidentales informaron sobre personas que accionaban allí el freno de emergencia, forzaban la puerta del tren, escalaban al techo e intentaban el salto a la libertad. Eran momentos de tensión, furia, odios y pánico; algunos pasajeros trataban de impedir por la fuerza que la persona escapase, otros intentaban sumarse a la fuga y había hasta quienes mostraban indiferencia.
Los fugitivos no siempre lograban huir por el techo, pues el conductor del S-Bahn, temeroso de que la Stasi lo acusara de ser cómplice de la fuga, reanudaba cuanto antes la carrera. La fuga frustrada implicaba siete años de prisión con cargos políticos, donde a las personas se les intentaba reformar ideológicamente mediante el trabajo. Tras cumplir la pena, debían cargar de por vida un carné de identidad que mencionaba su intento de Republikflucht.[29]
Conocí en esos años a una joven chilena que pololeaba con un guardia de Hohenschönhausen, la cárcel para presos políticos de Berlín Este. Paola era madre soltera, joven y dulce, y tenía un hijo pequeño. Recuerdo que opinaba de forma lapidaria sobre los presos, a quienes consideraba enemigos incorregibles del socialismo y agentes al servicio del enemigo.
Me sorprendió que sintiera orgullo por la labor de su amado cancerbero y que no tuviera reparos ante ella, puesto que su padre había escapado milagrosamente con vida de Chile después del golpe de Estado. Por lo mismo, era angustiante que mi compatriota no asociara la dictadura del SED con la dictadura en su propia patria.
Después de viajar entre las estaciones de Schönhauser Allee y Pankow, imaginándome cómo sería saltar desde el tren hasta el Muro, recorrí la Oderberger Strasse. Este barrio, durante la toma de Berlín, fue escenario de sangrientos combates casa por casa entre nazis y soviéticos. Pero ahora veo calles desiertas, con baches y parches de asfalto, veredas desniveladas, muros descascarados y, junto a los portones de madera, montículos de carbón de hulla para temperar las viviendas.
Hace frío y las ventanas de los departamentos están iluminadas, pero se advierte el parpadeo de televisores encendidos. Imagino que, como todos los días, sus moradores han de estar viendo televisión occidental, soñando con paisajes que nunca visitarán, productos que nunca probarán y debates políticos que jamás tendrán lugar en la RDA.
Pienso en todo eso sin poder imaginar que un decenio después aquel sistema se desplomará, que en cuanto se abra el Muro millones de germano-orientales inundarán estas calles gritando Wir sind das Volk!,[30] aplastando al otro gran sistema totalitario del siglo XX, ansiosos por conquistar la libertad y la prosperidad. Y que yo volveré, años más tarde, a esa calle para arrendar un estudio en Brilliant Apartments y recordar el tiempo pasado detrás del Muro.
Pero ahora, la gente de la Oderberger Strasse está en sus departamentos, hastiada de treinta años de socialismo, ansiosa por acceder a las calles iluminadas y restauradas de Berlín Oeste, que divisan desde sus balcones.
¿Por qué desean escapar si tienen educación y salud gratuitas, alquileres y alimentos subvencionados, plazas de trabajo garantizadas y una sociedad igualitaria si uno deja de lado por un instante la existencia de la gerontocrática nomenclatura dirigente, que vive oculta detrás de los muros y las alambradas junto al bello lago Wandlitz?
Y aunque la mayoría desea que el Muro caiga, muy pocos se atreven a rebelarse. Los más activos, todos infiltrados, son jóvenes que pertenecen a alguna iglesia. El sistema parece irreductible gracias al apoyo de la Stasi, el Ejército Popular Nacional y el Ejército soviético estacionado en la RDA. Las calles siguen tristes y vacías, la gente sigue encerrándose en sus nichos familiares, y los faroles siguen alumbrando la franja de la muerte. Poco a poco voy tomando conciencia de que apoyo a un sistema represivo. Me he convertido —como mis camaradas y el exilio chileno— en el cómplice pasivo de una dictadura que deja al desnudo su Muro de ignominia.
Vuelvo a la estación de Schönhauser Allee y abordo el SBahn que traquetea furioso junto al Muro, y desciendo en Bernau. El invierno está en su apogeo y la nieve refulge impecable bajo los faroles encendidos.
Tengo suerte: un taxi Volga espera en la plaza de la estación. Lo abordo. El chofer dormita con el motor en marcha y la cabina calefaccionada. Le doy la dirección. Salimos por las calles adoquinadas, corremos por la carretera y pasamos ante la ciudadela amurallada de Wandlitz, donde se refugian Honecker y la jerarquía comunista, y enrumbamos entre campos nevados hacia la JHSWP.