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Cruzamos las desoladas y oscuras calles de Berlín Este, y desembocamos en una carretera adoquinada que discurre entre manzanos sin hojas. Vamos en un Volga, coche imitación de un Ford de los años cincuenta. El diplomático viaja delante, haciendo compañía a un adusto chofer de chaqueta de cuero negro y pelo corto. Nosotros atrás, tomados de la mano, en asientos de terciopelo. Solo se escucha el murmullo del motor.

—Se hospedarán en un hotel del FDGB, la federación de sindicatos de la RDA —dice la voz del diplomático en la penumbra—. Está en Erkner. Hay compatriotas suyos que también lograron escapar del fascismo.

Los focos del Volga caen después de una curva en la parte trasera de un camión del Ejército soviético con soldados de abrigo y shapka. Se trata del último Zyl de un convoy militar que transporta tanques. Después aprenderé que los desplazamientos de las tropas del Pacto de Varsovia se realizan por la noche para evitar que los satélites estadounidenses puedan detectarlas desde el espacio.

Es la primera vez que veo el uniforme color musgo con gorra de piel de conejo que lleva la hoz y el martillo incrustados en la frente. En esa parte del mundo, el Estado se halla en manos del Partido Comunista, algo que me deja atónito, pues en Chile sus símbolos están prohibidos. La hoz y el martillo, los rostros de Marx y Lenin, y las banderas rojas abundan en Berlín Este, pero pueden acarrear prisión o tortura en mi patria. Al otro lado de la frontera, en la espesura del bosque, acechan los enemigos de la paz y el socialismo. El mundo está dividido en dos bloques, y por fortuna pertenecemos al de los buenos.

Una hora más tarde llegamos a Erkner, estación final del S-Bahn en el sur de Berlín Este. Es un pueblo de calles mal iluminadas y pavimento desnivelado, donde huele a carbón, y los ladrillos asoman bajo el estuco de las construcciones como dientes cariados.

En esa parte de Alemania, la historia se congeló en 1940. Ahora compruebo que los deprimentes paisajes de la RDA, que conocí en las revistas del colegio, coinciden con lo que estoy viendo. No conformaban una campaña del terror, como creí entonces, sino que son fiel reflejo de la tristeza y desolación que observo a través de la ventanilla del Volga.

El hotel es una casona de hormigón de tres pisos, con ventanales que dan a una laguna. Parece la casa patronal de una finca de comienzos de siglo. Se convirtió en albergue sindical después de la fundación de la RDA, el 7 de octubre de 1949.

Nos abrazan en la puerta representantes de los partidos de la Unidad Popular, la alianza derrocada por Pinochet. Lidera el comité un comunista de rostro anguloso y ojos negros, de apellido Palomo, que pronuncia emocionadas palabras de bienvenida. Una treintena de chilenos se hospeda allí. Son exiliados que aún no se recuperan de la tragedia, pero que están aliviados de haber podido escapar con vida de Chile.

Noto que aguardan con impaciencia noticias de las autoridades alemanas sobre su próximo destino: en algún momento serán trasladados a alguna ciudad germano-oriental, donde tendrán departamento y trabajo. Están preocupados por los rumores que indican que serán enviados a trabajar a fábricas como obreros para que se proletaricen.

Llevan dos meses en el hotel y están desanimados por la incertidumbre y las descorazonadoras noticias que reciben de Chile: la represión es extrema, hay muchos detenidos, torturados y asesinados, y la dictadura pinta para largo. Ni Silvia ni yo hablamos de la casa de seguridad ni de lo que hemos hecho. Fuimos advertidos por Ruschin: la discreción es el primer mandamiento en la clandestinidad.

Esa noche comemos con Silvia salchichas y papas hervidas en el restaurante del hotel. También hay cerveza. Estamos solos y extenuados por el viaje. Los huéspedes se han ido a dormir y reina la calma junto a la laguna. Vemos las noticias de la Aktuelle Kamera en uno de los dos canales de la RDA. Los canales occidentales han sido prohibidos por «los compañeros alemanes».

Detrás del Muro
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