21

Al poco tiempo, Joaquín Ordoqui dejó mi cuarto. La razón: difícil de explicar. Simplemente desapareció del internado de la Strasse des 18. Oktober.

—Puede que haya traicionado —me confidenció Margarita una tarde.

La primavera se consolidaba en Leipzig.

—¿Traicionar? ¿A quién? —pregunté sorprendido.

—A la revolución.

—¿A la revolución?

—Sí, como lo hicieron sus padres. Puede que se haya marchado a Occidente.

—No creo que con su físico sea capaz de saltar el primer muro ni menos cruzar la franja de la muerte, Margarita.

Ella me dirigió una mirada reprobadora. Estábamos en mi cuarto.

—Es lo que tú crees —agregó nerviosa—. La CIA pudo haberlo sacado de la RDA escondido en un coche diplomático. Así de fácil. Es lo usual. Después lanzan desde Miami una campaña de desprestigio contra la revolución.

Me resultaba difícil imaginar que mi compañero de cuarto fuese un objetivo apetecible para la CIA. No militaba en la Unión de Jóvenes Comunistas de Cuba, era dado al ron, el vodka, la cerveza y, también, a la gula, alegando que en Cuba se pasaba mucha hambre; esto, sin considerar su pasión por las mujeres y la especulación filosófica, aunque apenas asistía a las clases de germanística.

—Pues es un objetivo ideal para la CIA —enfatizó Margarita, ya con los ojos encendidos—. Hijo de comunistas traidores a la revolución y con ínfulas de intelectual, resentido por el encarcelamiento de sus padres: la receta perfecta.

Supuse que Margarita tenía razón. Como lo demostraba la experiencia chilena, la CIA aprovechaba cualquier pretexto para golpear al enemigo, y en este caso tendría impacto reclutar al hijo de un comandante y de la ex esposa del vicepresidente cubano. Era posible: la aparición ante las cámaras del hijo de antiguos revolucionarios en la calle Ocho de Miami constituiría un golpe al socialismo.

Lo cierto es que Joaquín no volvió más al cuarto.

Llegó, empero, Tony López.

Lo hizo abriendo mi puerta con una ganzúa. De pronto lo tuve en el umbral de la pieza: esmirriado, de guayabera y anteojos oscuros, escoltado por dos tipos gruesos, también de guayabera, cubanos sin lugar a dudas.

Tony López cruzó el cuarto sin saludarme.

—¿Cuál es el escritorio de Ordoqui? —preguntó.

Yo ignoraba entonces que López era el encargado de vigilar a los estudiantes por instrucciones de la inteligencia cubana, el llamado G2. Se dedicaba a espiar la conducta política de sus compatriotas en la RDA y sus posibles vínculos con agentes de países enemigos. Para ello empleaba informantes de la UJC, la FMC y la FEUC, la Federación de Estudiantes de Cuba, todas denominadas organizaciones «de masas».

Le señalé el escritorio de Joaquín, y López se dio a la tarea de trajinar los cajones. Hojeó las libretas de apuntes y varios libros de la repisa.

De pronto cogió dos libros y un cuaderno, así como unas cartas y varias tarjetas postales, y se los pasó a los escoltas.

—¿Dónde está Ordoqui, chileno? —me preguntó sin dejar de inspeccionar.

—Lo ignoro.

—¿No tienes idea?

—No.

—¿Seguro, chileno? —no cesaba de hurgar en los papeles.

—Seguro.

—Pero ustedes son amigos. —Ahora le echaba una mirada furtiva a los lomos de mis libros.

—Compañeros de cuarto.

—¿Y aun así no sabes dónde anda, chileno? —Abrió un libro mío y lo examinó de atrás para adelante.

—No sé.

—¿Le conoces amigos? —carraspeó.

—Hablábamos poco.

—¿Dónde puede estar? —Se despojó de sus espejuelos, los observó al contraluz con sus pequeños ojos oscuros y los limpió de grasa con un pañuelo.

—Lo ignoro.

—¿Seguro? —Tony López volvió a calzarse los anteojos y me miró a través de sus cristales oscuros mientras hacía sonar las falanges de los dedos.

—Seguro.

—En fin. Cualquier cosa que sepas de este elemento me avisas, chileno. A este teléfono.

Apuntó el número en un trozo de papel que arrancó a un cuaderno de Ordoqui, y me lo pasó.

Luego salió del cuarto dando un portazo.

Era mi primer encuentro con la inteligencia cubana.

Detrás del Muro
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