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Por fin ahora, en 1982, cuento con un pasaporte válido y sin mancha, después del que perdí en el aeropuerto de Berlín Este en 1974. Perdido en Berlín Este, recobrado en Amsterdam. Perdido en Berlín Este para llegar a La Habana, recobrado en Amsterdam para llegar a Bonn. Finalmente tengo la posibilidad de volver de modo inteligente al capitalismo, como me lo sugirió el poeta Heberto Padilla en Cuba.

El pasaporte chileno que recibí en el Registro Civil de Valparaíso, en diciembre de 1973, fue liquidado el 25 de julio de 1974 por la visa de página completa de la República de Cuba. El cónsul, quizá por impericia, desprolijidad o instrucción de Cienfuegos, me dejó marcado como ganado con el símbolo de su hacienda.

Regresaría entonces al mundo al que pertenezco, al mundo que yo —por ceguera ideológica— quise cambiar de raíz cuando no sabía nada de la vida, apenas conocía Valparaíso y otras ciudades chilenas, y mi información sobre los países comunistas se nutría de las apologéticas revistas de esos países y el diario El Siglo. Con diecisiete años poco sabía del mundo, y por eso necesitaba creer a pie juntillas, practicar una religión secular, creer en el socialismo. Ahora, con veintisiete, he visto mucho, demasiado quizá, y por eso ya no creo. A los diecisiete y a los veinte ignoraba, por cierto, lo que habían parido mis sueños: dictaduras de partido único con exilio, paredón, censura, odio y muros.

Y ahora por fin regresaba al mundo con el que me identificaba. ¿Qué tenía yo que ver con Berlín Este y La Habana, con Sofía, Varsovia o Bucarest, con Moscú, Ulán Bator o Pyongyang? ¿Es que lo mío no era acaso otro collar de ciudades, uno que formaban Buenos Aires y Ciudad de México, San Francisco y Nueva York, Roma, París y Lisboa? ¡Allí estaban mis referentes culturales y no detrás de la franja de la muerte!

Me causaba un gozo profundo la perspectiva de entrar a una librería y encontrar allí los libros de todos los autores del mundo, no solo los «tolerados» por el régimen junto a las obras sempiternas de Marx, Lenin, Castro, Brézhnev y Kim Il Sung. Me emocionaba detenerme ante un quiosco del que colgaban Il Corriere della Sera, Die Zeit, The New York Times, Le Monde y La Vanguardia, los diarios de las principales ciudades europeas y Estados Unidos, y no solo el monótono formato del Neues Deutschland, Pravda y Granma.

Me ponía eufórico la sola posibilidad de poder abordar un tren —con destino a Roma o París, a Dover o Zurich— y viajar sin solicitarle permiso ni a los burócratas chilenos del CHAF ni a la Volkspolizei. Imaginar que pronto dispondría de un cuarto propio, trabajaría en una agencia noticiosa y sería libre con todas las ventajas y desventajas que ello implica, me llenaba de vigor, alegría y optimismo.

De regresar a Chile, podría mirar de nuevo a los ojos a mis padres, quienes nada sabían de mis cuitas de Cuba y la RDA porque desde la distancia les enviaba mentiras piadosas para que no sufrieran. Porque ¿cómo me iban a ayudar desde la distancia? Se me habría caído la cara de vergüenza reconocer ante ellos que mi experiencia en el socialismo era un desastre y que necesitaba pasaporte, pasaje y dinero para volver a Occidente. Todo me lo habrían conseguido mis padres, desde luego, pero mi claudicación habría sido indigna, cobarde, vergonzosa. Yo me había metido en el atolladero comunista, y debía salir solo de él.

Paseé silbando encantado a lo largo de los canales, obedeciendo sus sinuosidades, esquivando a las bellas holandesas que pasaban raudas en bicicleta, contemplando los cafés y restaurantes llenos de gente despreocupada y feliz, ajena a la tristeza que imperaba al otro lado. Si en Occidente la última guerra había quedado en el pasado y su gente lucía soberana y segura de sí misma, en el socialismo la guerra seguía presente no solo en las ruinas, los baches y las fachadas descascaradas, sino también en la vestimenta opaca, la actitud melancólica y el demacrado rostro de sus ciudadanos.

Encontré una casilla telefónica, eché unas monedas al aparato y llamé a Jorge Arancibia, a Bonn.

—¡Lo tengo! —grité al auricular—. Me lo dieron por seis meses.

—Eres libre nuevamente —comentó Arancibia—. Felicitaciones.

—¿No será mejor que me quede de una vez en Occidente?

En medio del entusiasmo me había olvidado incluso de Carolina y mis amigos, de mis libros y prendas, así como del cuadro de René Portocarrero comprado en La Habana y de mi máquina de escribir Olivetti Lettera, que mi padre me regaló cuando cumplí quince años, y que cargo hasta hoy como instrumento de trabajo pasado a retiro.

—Tienes que volver al otro lado —respondió Arancibia—. El turco aún no confirma su ida y conviene que llegues a Alemania Occidental con visa de corresponsal de prensa.

—¿Y no me la pueden pedir ahora?

—El jefe dice que debemos pedirla cuando quede libre la plaza del turco. O si no, no hay cómo justificarla.

—¿Cuándo será eso?

—Depende del turco. Pero pronto.

—¿Qué es pronto? —pregunté. Una pareja se besaba en la orilla del canal.

—No te impacientes. Ya saliste de la isla y ahora estás a punto de cruzar el Muro para siempre. Ánimo, sé que es difícil regresar al túnel del tiempo cuando se han saboreado las ventajas de Occidente, pero debes respetar las leyes migratorias, de lo contrario puedes buscarte un lío a la hora de solicitar la visa como corresponsal.

Abordé esa noche el tren del amargo regreso a Berlín Este. No disponía de dinero occidental propio ni podía correr el riesgo de que me detuvieran en Holanda.

No me quedó más que volver a cruzar el Muro.

Detrás del Muro
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